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diecisiete años. ¿Acaso creía que iba a cambiar de repente?

      Cagney se arrellanó contra el cabecero de la cama, deseando hacerse pequeña. Sin duda, primero discutiría con su madre, pero, al final, como siempre, le echaría a ella una bronca por cualquier tontería que se le ocurriera.

      La única manera que había encontrado de escapar a aquella vida familiar tan espantosa era ponerse objetivos para las semanas, los meses y los años venideros. El baile de fin de curso, la graduación y, luego, por fin, gracias a Dios, la universidad.

      Por fin, podría escapar de aquel represivo régimen del jefe de policía.

      Todavía le quedaban unas cuantas semanas más, una eternidad…

      De repente, la puerta de su dormitorio se abrió con tanta fuerza que se estrelló contra la pared, pero Cagney no reaccionó. Era un mecanismo que llevaba años perfeccionando.

      No dejar bajo ningún concepto que su padre se diera cuenta de que estaba sudando.

      La última vez que el sargento había abierto la puerta con tanta rabia, el pomo se había clavado en la pared y la había desconchado. En aquella ocasión, Cagney había decidido colocar un pequeño cojín en el agujero para que amortiguara el golpe la próxima vez.

      Porque, por supuesto, sabía que habría una próxima vez. A su padre le encantaba dar portazos.

      Por supuesto, le hubiera encantado gritarle «ten un poco más de respeto y no entres sin llamar» o «vete ahora mismo de aquí», pero, por supuesto, no se atrevió a decirle nada parecido.

      Con sólo mirar a su padre a la cara, Cagney supo que iba a haber bronca. Su padre tenía el rostro rojo y parecía iracundo. Todavía iba vestido de uniforme. A pesar de que jamás ninguna de ellas había sufrido maltrato físico, Cagney se preguntó si un puñetazo dolería menos que sus palabras crueles y cortantes.

      Cagney lo miró a los ojos con expresión neutra y esperó. Era mejor esperar cuando una no sabía a lo que se enfrentaba. Al ver que su padre no decía nada, sintió que el corazón le daba un vuelco.

      ¿Se habría enterado de lo que quería hacer la noche del baile de fin de curso? Cagney sintió que el miedo se apoderaba de ella. Aquel hombre se enteraba siempre de todo. Tenía a su servicio a unos cuantos agentes de policía y no dudaba en utilizarlos como espías para fines personales.

      —¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó su padre por fin, apretando los dientes.

      Cagney decidió hacerse la ingenua, así que miró los libros que tenía sobre el regazo.

      —Los deberes, sargento —contestó.

      Era patético, pero siempre lo llamaba así, jamás lo llamaba papá. El hombre al que una vez había querido había muerto hacía mucho tiempo. ¿Cómo lo iba a llamar papá o papi? No tenía sentido.

      —No te hagas la tonta —le espetó—. Sabes perfectamente a lo que me refiero.

      Cagney tragó saliva. Era evidente que su padre se había enterado de lo del baile de fin de curso, que era al día siguiente. Aun así, Cagney prefirió seguir haciéndose la tonta.

      —No tengo ni idea de lo que es…

      —El baile, Cagney —la interrumpió su padre paseándose por la habitación como un loco—. Me has mentido, Cagney —añadió abriendo y cerrando los puños continuamente—. Te estoy hablando del asqueroso de Eberhardt, Cagney —concluyó—. ¿Acaso creías que no me iba a enterar?

      —Sólo es un baile —se defendió Cagney intentando mantener la calma—. Somos amigos del colegio. Nada más. Deberías darle una oportunidad a Jonas…

      —¿Estás loca o qué ? —la interrumpió el jefe de policía acercándose a su cama en dos zancadas—. Te prohíbo que salgas con ese delincuente, ¿lo entiendes?

      —Pero…

      —¡Nada de peros! —insistió el jefe de policía—. Te he dado todo lo que has querido, me sacrifico por ti todos los días y me lo pagas así. Un comportamiento así no me hubiera sorprendido viniendo de tu hermana Terri, que es un desastre, pero yo creía que tú ibas a seguir los pasos de Deirdre.

      Deirdre, la hija buena, la hija que trabajaba para el FBI y de la que su padre se sentía tan orgulloso. Cagney tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su sorpresa al oír a su padre mencionar el nombre de su hija mala, Terri, que lo había desafiado hacía dos años y se había escapado a Nueva York. Desde entonces, nadie en aquella casa tenía permiso para hablar de ella en su presencia.

      —Yo no sigo los pasos de nadie. Yo tengo mi propio camino. Yo soy yo.

      El jefe de policía se rió con crueldad.

      —Escúchame bien porque te voy a decir un par de cosas. Te voy a dar la oportunidad de hacer las cosas bien.

      ¿De verdad? Sería la primera vez en la vida.

      —Te escucho —contestó Cagney.

      —Quiero que vayas al baile. De hecho, tienes que ir al baile.

      —¿Cómo?

      —Sí, vas a ir al baile, pero no con Jonas Eberhardt. Irás con otro chico, un chico que a mí me guste.

      —Yo quiero ir con Jonas —insistió Cagney.

      Su padre sonrió, pero no era una sonrisa de verdad.

      —Estupendo, así que quieres ir con ese vagabundo —recapacitó—. Muy bien. Pues prepárate porque, si vas con él, no te pago la universidad.

      —¡Sargento!

      —Ya sabes, ésas son mis condiciones. Soy un buen hombre, así que te doy la oportunidad de elegir a otro chico. Así, no tendrás que renunciar a tu sueño de ir a la universidad.

      Cagney sintió ganas de vomitar. ¿Cómo iba a elegir entre Jonas o la universidad?

      Lo cierto era que necesitaba el dinero de su padre para ir a la universidad y necesitaba ir a la universidad para ser libre y no volverse loca. Ya era tarde para pedir una beca o un crédito. Perdería el primer año y no podría soportar un año más en aquella casa.

      También necesitaba a Jonas para no perder la cabeza. La idea de ir al baile de fin de curso sin él hacía que le doliera el corazón. Era cierto que vivía en una caravana a la salida del pueblo con su madre, una mujer que frecuentaba demasiado los bares, pero ¿y qué? ¿Había que castigarlo por ello?

      Jonas era la mejor persona que conocía. Era un chico cuidadoso, observador, en el que se podía confiar y que nunca juzgaba a nadie, una persona capaz de ver el vaso siempre medio lleno, de soñar y de tener objetivos y el entusiasmo y la fuerza para llevarlos a cabo.

      Jonas quería escribir y, de hecho, ya tenía varios poemas sinceros, fuertes y punzantes, unos poemas que Cagney tenía escondidos en una caja al fondo del armario. Aparte de la señora DeLuca, la profesora de Arte del colegio y madre de su amiga Erin, Jonas era la única persona en el mundo que creía que Cagney podría ganarse la vida como artista y podría utilizar su talento para ayudar a otros.

      Jonas la inspiraba.

      Jonas la quería.

      Jonas sabía más de ella, de su vida y de lo que sucedía en su casa que muchas de sus mejores amigas, a las que no les contaba muchas cosas porque le daba vergüenza. Sin embargo, a él se lo contaba absolutamente todo.

      Sin embargo, se habían visto obligados a esconderse durante años porque el padre de Cagney no podía ni ver al chaval, al que consideraba un inútil.

      El jefe de policía creía que Jonas y su hija se conocían desde hacía dos años cuando, en realidad, para entonces ya estaban completamente enamorados.

      Habían conseguido engañarle porque eran unos artistas escondiéndose. Cagney era toda una rebelde, pero pasiva.

      Jonas y ella habían decidido

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