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acaba de llamar. Necesita que la saque de la cárcel.

      Mientras Nick se dirigía con los Finch a la comisaría de Prairieview, se asombró de que aquella gente, a la que Analise hacía veinticuatro horas no conocía, saltara en su defensa.

      —Es el pequeño de Frank Marshall —explicó Mabel—. Ha estado viendo demasiadas películas de policías en la tele. Como nada sucede nunca en Prairieview, se la pasa buscando líos. Le puso a Mildred Adams una multa por aparcar demasiado cerca de una boca de incendios. Lo midió con un metro y resulta que estaba diez centímetros demasiado cerca. Imagínese, encerrar a Analise porque el coche no se hallaba registrado a su nombre.

      Parecía ser que Analise no había mencionado en la llamada que había conectado al coche haciendo un puente con los cables.

      Diez minutos más tarde se encontraban en el medio de la ciudad con su silencio dominical. Hasta la droguería estaba cerrada. Si alguien necesitaba un antiácido o un desodorante, tendría que esperar hasta el lunes.

      Horace se detuvo al lado del coche alquilado de Nick, frente al edificio de la policía, encima de cuya puerta se leía «Comisaría de Policía» esculpido en la piedra.

      Tanto Horace como Mabel comenzaron a salir, pero Nick los detuvo.

      —Vayan a la iglesia. No quiero que lleguen tarde. Yo cuidaré de Analise.

      —De acuerdo —accedió Horace, reticente—. Pero si tiene algún problema, llámenos a la iglesia metodista y vendremos a hablar con el hijo de Frank.

      La puerta era más pesada de lo que él pensaba y le costó bastante moverla, lo que le quitó bastante teatralidad a su entrada. En vez, chirrió ligeramente cuando se abrió con lentitud.

      Analise y un joven con uniforme azul levantaron la vista cuando él entró. El hombre se sentaba tras una mesa, con Analise en una silla frente a él. Lo primero que Nick notó fue que era verdad que ella llevaba pantalones cortos color púrpura, con una camisa sin mangas floreada en púrpura, negro, amarillo y verde como sus ojos. Se había puesto corbata alrededor del cuello que él estaba dispuesto a retorcer y las puntas le colgaban hacia atrás. Tenía una pierna cruzada sobre la otra y sandalias púrpura adornaban sus pies. Era tan brillante, tentadora y peligrosa como las luces de neón de Las Vegas.

      Lo segundo que notó fue que ella tenía cinco cartas en la mano y una pila de calderilla frente a sí.

      Una oleada de horror lo recorrió cuando recordó las dudosas habilidades que el novio le había enseñado. Estaba jugando al póker con el policía que la había arrestado y seguro que haciendo trampas, a juzgar por su pila de monedas en comparación con la del policía.

      Ella le lanzó una sonrisa radiante justo en el momento en que él se precipitó en la habitación y le arrancó las cartas de la mano, tirando por los aires el resto de la baraja y las monedas que ella había ganado con sus malas artes, y acabando en el regazo de ella.

      ¿Cómo era posible que en un momento de crisis como ese siguiese notando que olía a madreselva y que su piel era tan suave como los pétalos de la magnolia?

      Se levantó, haciendo un esfuerzo por retirarle la cara del estómago y las manos de los muslos, aunque a su cuerpo le hubiese encantado seguir allí. Al ponerse de pie con un esfuerzo, su mirada se encontró con la sorprendida de ella. Sorprendida pero no horrorizada, se alegró al pensar. Sorprendida y quizás un poquito… ¿excitada?

      —¡Cuidado con lo que hace, hombre!

      Nick se dio vuelta y vio que el policía se hallaba de pie y había sacado el arma.

      Genial. Acabaría en la cárcel con Analise, para envejecer y engordar juntos. Y según se estaban desarrollando las cosas, estaría lo suficientemente cerca de ella como para oírla hablar todo el día pero no lo suficiente para tocarla.

      —No pasa nada, Joe —tranquilizó Analise al oficial—, es Nick Claiborne, el hombre que me prestó el coche. Dile que no lo he robado, Nick.

      Joe enfundó el arma, pero no se relajó.

      —El coche no está a nombre de Nick Claiborne —dijo.

      —Ya te he dicho que… —comenzó Analise con impaciencia, pero Joe la interrumpió.

      —¿Tiene alguna prueba de que se lo ha alquilado a Fred Smith? —le dijo con desprecio.

      —¿Tiene alguna prueba de que no lo haya hecho? —preguntó Nick, sacando la cartera del bolsillo para sacar de ella la licencia de detective privado y ponerla con un golpe sobre la mesa—. Estoy trabajando en un caso. La señorita Brewster es mi cliente. Yo alquilé el coche y ella lo tomó prestado esta mañana.

      —¿Con su permiso?

      —Sí —dijo Nick y apretó los dientes, forzándose a mentir.

      —Entonces, ¿cómo es que tuvo que hacerle un puente?

      —¿Cuáles son los cargos contra la señorita Brewster —preguntó Nick, porque había un límite en el tamaño de la mentira que era capaz de contar.

      —Exceso de velocidad —dijo Joe, enderezándose—, no hizo señal de cambio de dirección, no llevaba cinturón de seguridad y posible conducción de vehículo robado.

      —¿Han hecho la denuncia del robo?

      —No —reconoció Joe a regañadientes mientras se dejaba caer en la silla.

      —Entonces, haga las multas por los otros cargos y déjela libre.

      —Ah —dijo Joe restándole importancia con un gesto de la mano—, olvidémonos de las multas. Analise me explicó por qué había excedido el límite, no había nadie a quien indicar que cambiaba de dirección y el cinturón estaba roto.

      —¡Gracias, Joe! —le sonrió Analise y se inclinó para recoger sus monedas, pero Nick la agarró de la mano y la arrastró fuera.

      —¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó ella, dando un tirón al brazo en cuanto se encontraron fuera.

      —Suficiente con que le hicieses trampa al policía. No iba a dejar que te trajeses las ganancias.

      —¡No estaba haciendo trampa! —dijo ella con rabia—. ¿Cómo se te ocurre que pudiese hacer algo semejante?

      —Fuiste tú quien me dijo que tu amigo te enseñó a dar las cartas de abajo.

      —¡No… estaba… haciendo… trampa! —dijo ella, diciendo cada palabra por separado—. Y nunca se sabe cuándo te puede salvar la vida saber dar cartas de abajo.

      —¿Cómo?

      —Pues… —dijo ella, dirigiéndose al coche, para luego detenerse y darse la vuelta otra vez—. Nunca se sabe hasta que llega el momento. Lo mejor es estar preparado.

      —Entra —dijo él, abriendo la puerta del coche.

      —Hasta que te disculpes por decir que hacía trampa, no.

      —Si no estabas haciendo trampa, ¿cómo te ganaste tantos centavos?

      —Suerte de principiante —dijo ella, encogiéndose de hombros, lo que hizo que sus pechos, se moviesen de manera insinuante.

      —¿Suerte de principiante? ¿Y la historia que me contaste de que tu novio te enseñó a jugar al póker?

      —Pues, es cierto, me enseñó, pero nunca jugamos en serio, solo practicábamos. Cuando vi el mazo de cartas en la mesa de la comisaría, me imaginé que podría hacerlo. ¿Qué podía perder? Estaba a punto de ofrecerle doble o nada que retirara los cargos en mi contra y tenía escalera real. Si no hubieses entrado allí como un poseso… —le lanzó una mirada de furia antes de meterse en el coche y cerrar la puerta.

      ¿Cómo diablos se las había ingeniado para hacerlo sentirse culpable, cuando ella le había robado el coche, logrado que la metieran en la cárcel y él la había rescatado? Al menos Kay le

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