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otra vez, entró en la autopista y dos kilómetros más allá tomó una salida. Entró en un cine de verano abandonado a unos dos kilómetros de allí. Paró el Mercedes detrás de la vieja pantalla, lo dejó al ralentí, sacó su arma y esperó. A su lado, Priss se quedó muy quieta, sin respirar. Solo se oía el ruido de la carretera cercana. Con la pistola apoyada en la rodilla, Trace se volvió hacia ella:

      –Respira.

      Ella respiró hondo y estuvo a punto de atragantarse.

      –¿Lo has despistado?

      –Creo que sí, pero vamos a esperar un minuto más para asegurarnos.

      Ella miró a su alrededor, perpleja todavía:

      –¿Conoces bien esta zona?

      –No –Trace observó el perfil de su cara: la nariz respingona, la boca carnosa, las largas pestañas oscuras y los ojos verdes y penetrantes–. Estoy menos familiarizado con ella que tú con la ropa interior de encaje.

      Priss lo miró bruscamente. Levantó las cejas.

      –¿De qué estás hablando?

      –De ti –señaló su cuerpo con la pistola–, con esos modelitos de ropa interior. Pareces sentirte a tus anchas con ellos. Una verdadera mosquita muerta ni siquiera habría sabido cómo ponérselos, y menos aún cómo usarlos para provocarme con ellos.

      Ella esbozó una sonrisa sarcástica.

      –Pobre Trace, ¿te has sentido incómodo?

      –Sí –miró fijamente su boca–. Así es

      De pronto pensó que no tenía ni una sola peca. Ni en la cara, ni en el cuerpo, lo cual resultaba muy curioso, con aquel color de pelo.

      Se dio unos golpecitos en la pierna con la pistola, y Priss la miró.

      Convenía que se sintiera un poco insegura. Trace valoraba su cooperación en aquel caso tan embrollado, pero aun así…

      –Bueno, cuéntame, Priscilla Patterson, ¿a qué te dedicabas antes de venir a complicarme la vida?

      Priss sopesó la posibilidad de mentirle. De nuevo.

      –No te molestes.

      Maldición, qué astuto era. Así que ¡qué demonios! Levantó la barbilla:

      –Tengo un sex shop.

      Trace dejó de dar golpecitos con la pistola. Entornó los ojos y se encogió de hombros.

      –¿Por qué será que tratándose de ti no me sorprende?

      –No sé si me gusta cómo ha sonado eso. Además, te lo tienes muy creído si crees que estoy aquí por ti.

      Trace apoyó los hombros contra la puerta para ponerse cómodo.

      –No me digas.

      –Pues sí –Priss alargó el brazo y le dio una palmadita en la mejilla–. Tú no eres más que un estorbo inesperado –apoyó las manos en los muslos, consciente de que Trace estaba mirándole el pecho–. Si estoy aquí es por Murray.

      –¿Porque es tu padre?

      –Sí –lo miró de reojo–. Y porque voy a matarlo.

      Trace no dijo nada durante unos segundos. Guardó su pistola, se recostó en el asiento y puso el coche en marcha.

      –Tú no vas a matar a nadie, Priss, pero me gustaría saber algo más sobre esa sórdida tiendecita tuya.

      –Lo mataré en cuanto tenga una oportunidad –y añadió con la misma indiferencia–: La tienda es genial, no tiene nada de sórdida. Está muy bien dirigida, por mí, desde luego, y tiene mucha clientela. Antes de que muriera mi madre, vivíamos las dos de ella.

      Le dolía pensar en su madre y procuró alejar su recuerdo.

      –¿Es grande?

      –Más pequeña que el despacho de Murray. Vendemos sobre todo libros y películas, pero también algún que otro cacharro con pilas –subió y bajó las cejas cómicamente–. En cuanto a ropa interior… Bueno, tenemos prendas un poco estrafalarias: bragas sin entrepierna, pezoneras y sujetadores sadomaso… Pero es más bien de exposición. Cuando algún cliente quiere esas cosas, suele pedírnoslas por catálogo y nosotros nos llevamos un porcentaje de la venta.

      Trace salió del cine, y no vio que les siguiera ningún coche.

      –Continúa.

      –¿Qué más quieres saber?

      Él siguió observando la zona cautelosamente.

      –¿Alguna vez te habías puesto algo así?

      –No. Me gusta la ropa interior cómoda, de algodón.

      Él asintió con la cabeza.

      –¿Cómo murió tu madre? –preguntó de pronto.

      Priss se preguntó si se había propuesto pillarla desprevenida. Mientras la interrogaba y escuchaba sus respuestas, no dejaba de vigilar la zona. Cuando salieron de nuevo a la carretera, no se dirigió a la autopista, sino que comenzó a callejear.

      –Tuvo un derrame cerebral.

      –Entonces ¿lo que le dijiste a Murray era verdad?

      Ella asintió.

      Trace siguió conduciendo con una mano y con la otra tocó su rodilla.

      –Lo siento.

      Priss deseó poner su mano sobre la de él, pero antes de que pudiera reaccionar él la apartó de su rodilla.

      –No has sido precisamente amable conmigo, Trace, así que ¿por qué iba a creerte?

      Se encogió de hombros.

      –Cada uno de nosotros tiene que atenerse a su papel y tú lo sabes –la miró y volvió a fijar la mirada en la carretera–. Yo perdí a mis padres hace mucho tiempo. Al margen de lo que esté pasando, sé lo que supone pasar por eso.

      Priss aceptó su explicación.

      –Gracias.

      –¿Fue duro?

      –Sí. Sufrió mucho tiempo antes de morir. Estaba… incapacitada. No podía valerse sola. Se fue consumiendo poco a poco y, al final, la muerte fue una liberación.

      Trace volvió a posar la mano en su rodilla y la apretó.

      –¿La cuidaste tú misma?

      –Lo mejor que pude –le dolió el pecho al recordar lo torpe que había sido–. No había nadie más. Pero tenía que trabajar y llevábamos tanto tiempo ocultándonos…

      –¿Para que Murray no supiera nada de vosotras?

      –¿Por qué iba a ser, si no? Mi madre no creía que Murray fuera a interesarse de verdad por mí. Como padre, al menos. No se fiaba de él, y con razón. Por eso teníamos un sex shop. Mi madre decía que a Murray jamás se le ocurriría buscarnos ahí.

      –¿Pensaba que él creería que había vuelto a su vida de clase media?

      Priss asintió.

      –Así que se escondió donde sabía que no la buscaría. Pero debido a nuestra forma de vida no teníamos seguro, ni mucho dinero ahorrado.

      Siguieron circulando un rato en silencio y Priss cerró los ojos. Había sido un día muy largo y complicado. Y aún no había acabado.

      Pasados diez minutos, Trace preguntó:

      –¿Estás dormida?

      –No –hacía tanto tiempo que no dormía de verdad, que casi había olvidado cómo era.

      –¿Quién se está encargando de la tienda?

      –Mi socio, Gary Deaton –Priss

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