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entrar y que se había detenido junto al escritorio, mirándola.

      Era muy alto y tenía los hombros muy anchos. Parecía más un guerrero que un hombre de negocios. Los músculos de su pecho y de sus hombros se marcaban a través de la camisa de algodón blanco de vestir.

      Tenía el rostro anguloso, pero atractivo, con los pómulos marcados y una nariz aquilina, las cejas negras y una boca que parecía esculpida.

      La palabra «guapo» no le habría hecho justicia, sobre todo, porque emanaba una arrogancia y un carisma reservado solo a personas muy poderosas e importantes.

      Pero no fue aquello lo que hizo que Charlotte se quedase inmóvil, sino su mirada. Sus ojos dorados, tan fieros e implacables como el sol del desierto.

      De hecho, era el hombre que se había acercado a ella en el desierto. Estaba segura. Jamás olvidaría aquellos ojos.

      El hombre se mantuvo en silencio y Charlotte tampoco fue capaz de hablar. Entonces, él miró a sus guardias y les hizo un gesto con la cabeza. Estos salieron de la habitación y cerraron la puerta.

      De repente, Charlotte sintió como si hubiese encogido la habitación. Levantó la barbilla e intentó controlar su respiración.

      Él se colocó delante del escritorio, más cerca de ella, y cruzó los brazos sobre el impresionante pecho.

      Charlotte contuvo el impulso de retroceder a pesar de que se sentía pequeña e insignificante bajo aquella mirada, como cuando sus padres habían discutido y ella los había escuchado escondida debajo de la mesa del comedor.

      Se agarró las manos y le preguntó en voz baja:

      –¿Habla usted… mi idioma?

      El hombre no respondió, siguió mirándola.

      Lo que la puso todavía más nerviosa.

      Charlotte tenía la boca seca y deseó saber más árabe, porque era posible que él no la entendiese y quería preguntarle dónde estaba su padre y darle las gracias por haberla salvado.

      «Aunque te ha metido en una celda, ¿recuerdas?».

      –Lo siento –volvió a balbucir–. Tenía que haberle dado las gracias por haberme salvado la vida. ¿Me puede decir dónde está mi padre? Nos perdimos y yo… yo…

      Su mirada la hizo interrumpirse.

      Aquello era una tontería. Su padre podía estar muerto o en la cárcel y ella estaba permitiendo que aquel hombre la impresionase.

      Decidió presentarse, dado que no había llevado encima nada que la identificase cuando se había desmayado en el desierto.

      –Me llamo…

      –Charlotte Devereaux –dijo el hombre–. Y trabaja como ayudante en un yacimiento arqueológico del que su padre, el profesor Martin Devereaux, está al frente, junto con la universidad de Siddq.

      Su inglés era perfecto, casi no tenía acento extranjero.

      –Procede de Cornualles, pero vive en Londres y en estos momentos trabaja como asistente de su padre. Tiene veintitrés años, no tiene hijos y comparte piso con unas amigas en Clapham.

      Ella se quedó boquiabierta. ¿Cómo podía aquel hombre saber tanto de ella?

      –Yo… –empezó a explicar.

      Pero él no había terminado, así que continuó.

      –¿Me puede decir qué hacían en el desierto, lejos del yacimiento, los dos? Ese es, de hecho, el motivo por el que está aquí. Habían cruzado la frontera de Ashkaraz. Lo sabe, ¿no?

      Ella se ruborizó al oír condescendencia en su voz, pero se sintió aliviada al ver que el hombre no hablaba de su padre en pasado.

      –¿Quiere decir que mi padre está vivo? –le preguntó.

      –Sí. Está vivo.

      –Ay, menos mal –respondió aliviada–. Mi padre echó a andar, como hace en ocasiones, y yo fui a buscarlo. Subí a una duna y, de repente…

      –No me interesa cómo se perdió, señorita Devereaux –la interrumpió el hombre en tono gélido–. Lo que quiero saber es cómo salió de la instalación de seguridad en la que estaba.

      Charlotte tragó saliva. Pensó en mentir, pero decidió que eso solo podía causarle más problemas.

      –Rompí el cristal de la ventana y salí por ella –le respondió–. No me resultó muy difícil.

      –¿Salió por la ventana? –repitió él–. ¿Y qué le hizo pensar que eso sería buena idea?

      –Había oído rumores –le dijo Charlotte, poniéndose a la defensiva–. Dicen que las personas que cruzan la frontera de Ashkaraz desaparecen para siempre, que las maltratan y las aterrorizan. Y no sabía dónde estaba mi padre. Así que vi la oportunidad de escapar y la aproveché.

      El hombre no dijo nada, solo siguió mirándola fijamente.

      Charlotte levantó la barbilla un poco más y añadió:

      –Somos ciudadanos británicos, como bien sabe. No puede hacernos desaparecer como a los demás. Mi padre es una persona muy respetada. Cuando se den cuenta de nuestra desaparición, empezarán a buscarnos. Así que será mejor que le diga a quien mande aquí que…

      –No es necesario. Todas las partes interesadas lo saben ya…

      –¿Qué partes interesadas?

      –Yo –respondió él con gesto impasible.

      –¿Usted? –inquirió ella, intentando, sin suerte, utilizar un tono escéptico–. ¿Y quién es usted?

      –Soy el que manda –le respondió él en tono neutro.

      –¿El jefe de la policía o algo así?

      –No, no soy el jefe de la policía, sino el jefe del Estado, el jeque de Ashkaraz.

      Charlotte Devereaux parpadeó, sorprendida, y lo miró con incredulidad con sus ojos azules claros.

      Cuando le habían informado de que se había escapado de la celda, Tariq se había sentido mucho más que enfadado.

      Furioso. Estaba completamente furioso.

      Tenía la ira ardiendo en su interior, como un volcán lleno de lava, pero hacía años que había aprendido a controlarla para que no destruyera todo lo que había a su alrededor.

      Aquel incidente, al fin y al cabo, era culpa suya. Era él quien había decidido llevársela a Kharan en vez de seguir el consejo de Faisal de devolverla a la excavación.

      Había sido él quien había querido llevarla allí para darle el tratamiento médico que necesitaba. Su padre todavía necesitaba más y seguía inconsciente en el hospital. Ella, por su parte, había sido trasladada a las instalaciones en las que dejaban a todos los visitantes ilegales que llegaban a Ashkaraz.

      Esos visitantes solían ser hombres, no mujeres que pudiesen colarse por pequeñas ventanas. Él ni siquiera había sabido que la celda en la que la habían metido tenía una ventana.

      Aunque eso ya no importaba. Lo que importaba era que la mujer se había escapado, había estado paseando por Kharan y había podido comprobar por sí misma todas las mentiras que se contaban acerca de su país.

      No era una nación estancada en el tiempo, inmersa en la pobreza y en la guerra, sino próspera y sana, con una población bien atendida y feliz.

      Y era una nación rica. Muy rica.

      Una nación que tenía que ocultar su riqueza al resto del mundo para que este no la destruyese al querer apropiarse de ella, como había estado a punto de ocurrir casi veinte años antes.

      Él no permitiría que aquello se repitiese.

      Catherine había estado en el epicentro

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