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así fue. Me lo hizo saber y lo supe.

      Días después, en una de esas tardes en que veíamos la televisión en la sala, doña Lore me lo repitió: mi hijo nos cuida nos da para el gasto nos trae regalos. Es un buen muchacho, aunque a veces un poco enojón, pero eso no es su culpa, son las malas influencias de algunos con los que anda y es el estrés que tiene por su trabajo.

      Me quedé callada, ¿qué podía decir?

      Una noche el rey de la casa, el que tenía derecho de hacer y decir lo que quisiera, al que nadie contradecía, decidió que ya no se iría a su habitación, sino que se quedaría a dormir conmigo.

      Fue así como Alfonso, a quien todos llamaban Poncho, dejó de ser mi golpeador y mi violador y se convirtió en mi amante. Un amante impetuoso, lleno de energía y juventud.

      Cosa extraña: de repente era yo otra vez la proveedora de lo que un hombre buscaba y sabía yo perfectamente cómo hacerlo, pues según decía la abuela, lo que bien se aprende no se olvida.

      Mi vida adquirió entonces su rutina: en las mañanas ayudaba en la cocina, en las tardes veía televisión con las mujeres y en las noches me ocupaba del muchacho, que había encontrado en mi cama su escuela para aprender artes amatorias y también el único lugar del mundo donde se sentía seguro, donde se atrevía a dormir.

      Usted me va a cuidar ¿verdad señora? no me va a abandonar ¿verdad señora? no me va a traicionar ¿verdad señora? preguntaba. Claro que te voy a cuidar claro que no te voy a abandonar ni te voy a traicionar le contestaba.

      Empecé a sentir una gran ternura por este jovencito que se fingía tan poderoso y actuaba con tanta violencia, pero que cuando se quedaba dormido, con su cuerpo flaco y su cabello revuelto, parecía tan desvalido.

      Pronto lo comencé a limpiar con un trapito, humedecido con agua y jabón, pasándoselo muy suavemente. Le tuve que quitar las botas y la chamarra, porque siempre se acostaba vestido de pies a cabeza. Y él se dejó, y una vez hasta se acurrucó en mí y me dijo madre.

      Y fue así como Alfonso, a quien todos llamaban Poncho, dejó de ser mi amante y se convirtió en mi hijo, un hijo asustado, lleno de miedos y pesadillas.

      Cosa extraña: de repente era yo por primera vez madre y no tenía ni la menor idea de en qué consistía eso, pues según decía la abuela, lo que no necesitamos nunca lo aprendemos.

      8

      La maternidad se convirtió en mi vida. Nada me interesó más, nada me atrajo más, y nada me ocupó más. Descubrí un mundo no sólo desconocido sino inimaginable. Y descubrí un modo de querer a alguien que nada tenía que ver con los amores que había experimentado.

      El Poncho se convirtió en el centro de mi existencia. Y en su periferia. En su cielo y en su tierra. En el todo y en las partes. En el arriba y el abajo, el en medio y las orillas.

      Lo esperaba a cualquier hora, le preparaba sus alimentos, le lavaba y planchaba su ropa, lo bañaba y acicalaba. Y eso le gustó tanto, que me empezó a hacer regalos: que una mascada que un perfume que unos zapatos, y hasta puso una televisión en mi recámara, para que yo pudiera escoger lo que quería ver.

      Así fue que en vez de telenovelas, empecé a ver programas en los que sicólogas educadoras médicas y madres de familia, explicaban cómo había que cuidar alimentar educar y apoyar a los hijos.

      Esto es lo que decían: que las madres son las que enseñan los saberes básicos para la vida los modelos de conducta y de relación los valores; que las madres tienen virtudes como la compasión la paciencia el sentido común; que las madres son las conservadoras del fuego doméstico centro mágico de todo lo que existe; que las madres deben hacerse responsables de sus crías amarlas y cuidarlas hasta que crezcan; que la relación madre-hijo está sustentada en el amor, la madre ama al hijo incondicionalmente no porque él lo merezca sino porque es su hijo, lo adora y admira no porque haga esto o aquello sino porque es él.

      Y pues yo me lo tomé completamente en serio. Y a las pocas semanas ya había asumido completamente el papel.

      ¿A dónde vas mijo? preguntaba.

      A mis asuntos respondía.

      ¿Cuáles son esos asuntos?

      Usted eso no lo debe preguntar.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      Dime nomás si estudias o trabajas preguntaba.

      Eso no es asunto suyo respondía.

      Pero quiero saber de ti, quién eres qué haces con quién te juntas.

      Pues con la pena, pero no le voy a contestar.

      ¿Por qué llegas tan tarde mijo? preguntaba.

      Porque ando haciendo mis cosas respondía.

      ¿Y cuáles son esas cosas?

      Usted eso no lo debe preguntar.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      Dime nomás si andas metido con los malos preguntaba.

      Eso no es asunto suyo respondía.

      Pero quiero saber de ti, si corres algún peligro.

      Pues con la pena, pero no le voy a contestar.

      ¿Estuviste en la balacera que hubo hoy en la plaza? preguntaba.

      Usted eso no lo debe preguntar respondía.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      ¿Tuviste algo que ver con la muchacha esa que desapareció? preguntaba.

      Usted eso no lo debe preguntar respondía.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      ¿Andabas con los que quemaron el restorán del centro? preguntaba.

      Usted eso no lo debe preguntar respondía.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      ¿Participaste en el asesinato del síndico? preguntaba

      Usted eso no lo debe preguntar respondía.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      ¿Sabes que si haces cosas malas te pueden llevar a la cárcel y hasta te pueden matar? preguntaba.

      ¿Y a usted qué le importa? respondía.

      Porque las madres sufrimos si a nuestros hijos les pasa algo. Como la pobre que vio al suyo policía morir cuando los emboscaron en el camino hacia Aguililla. Tan joven él. Ella lloraba y le decía horrores al gobierno que no cuida a sus agentes.

      ¡Ésa fue la Catrina!

      ¿La conoces?

      La conozco. Muy guapa, le gusta harto la fiesta.

      ¿Y su madre no se enoja?

      Pues eso no sé, pero lo que sí sé es que hay madres que no se enojan. Al revés. Yo vi a una decirle a mi jefe que no uno sino dos de mis muchachos ya trabajan para usted y ahora le ofrezco a mi hija, mire qué bonita es.

      ¿Tu jefe? ¿Cuál jefe?

      Usted eso no lo debe preguntar.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      ¡Es que no quiero que te maten!

      ¿Y a usted qué le importa?

      Porque

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