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en un restaurante mejicano próximo a la sala de teatro. Yo propongo tomar una copa a continuación pero Marta prefiere regresar a casa.

      Marta está bella esta noche, tanto o más deseable que cualquier otra noche, pero por algún motivo, cuando nos metemos a la cama, siento que me abandonan las fuerzas. Lo intento una vez tras otra. Penetrarla. Me había convertido en espectador de mis propios actos y me sentía incapaz de seguir representando aquel papel para el que, sin saber por qué ni cómo, ya no estaba dotado. Marta, solícita, tratando de ayudarme, introduciéndome en su boca, lamiendo y succionando hasta la desesperación sin ningún resultado. El presente mudándose en gerundio, un tiempo indefinido donde resulta imposible la consumación de cualquier acto. Me agito bajo las sábanas pero, al contrario de lo que había ocurrido durante el espectáculo, la conclusión no es la liberación del deseo sino una pasmosa desolación. En ese momento, desprovisto de la coraza protectora de la literatura, confrontado a aquella flaccidez a la que no socorrería ninguna metáfora, solo acuden a mi cabeza una sucesión de palabras que golpean como neones vergonzantes y patibularios: maldición, impotencia, gatillazo.

      El color azul del envoltorio del preservativo y la cabeza abombada de la funda de látex hacen que irremediablemente me venga a la cabeza la imagen de un pitufo defenestrado sobre la mesilla de noche.

      Espero a que Marta duerma para salir de la cama y plantarme frente al teclado. Abro algunas webs de pornografía. Jovencitas. Anal. Bondage. Intento masturbarme viendo esas escenas, no por la necesidad de experimentar placer sino para cerciorarme de que soy capaz de lograr aquello que hasta hacía tan solo una hora se me había concedido de manera gratuita, como respirar o hablar.

      No lo consigo. Mi sexo sigue sin responder, encerrado en sí mismo, empeñado en una idiocia negligente. Cierro el ordenador y regreso al dormitorio. Marta duerme o finge que duerme. Me tumbo de espaldas a ella sin poder conciliar el sueño. Continúo masajeando mi miembro sin esperar ya nada de él, como se acaricia a un niño enfermo o a un moribundo. Me pregunto si alguien sigue masturbándose a oscuras, bajo las sábanas, fantaseando con escenas sexuales en lugar de recurrir a cualquiera de las miles de páginas porno que pueblan la web. La escena se me antoja inverosímil, pero quiero suponer que debe de quedar algún hombre o mujer que prefiere hacerlo así, recurriendo solo al material que le suministra la imaginación. Llego a la convicción de que las páginas de contenido pornográfico deberían, de hecho, incorporar un apartado dentro de su catálogo donde apareciesen personas masturbándose sin el auxilio de ninguna imagen (solo primeros planos de labios entreabiertos y pupilas dilatadas bajo las que se agitan las fantasías como peces tras la superficie de un lago helado). Se me antoja que ese apartado sería algo así como la poesía del porno, destinado a unos pocos pero selectos degustadores de pornografía entre los cuales me gustaría incluirme. Trato de fantasear, de imitar a uno de esos poetas del onanismo, pero mi imaginación solo me ofrece estándares pornográficos ineficaces, clichés manidos. Tal vez mi imaginación, en lo referente al sexo, esté agotada o saturada, y lo que corresponda sea un régimen de adelgazamiento, un Ramadán de abstinencia.

      Del mismo modo en que el ayuno es una llave para hacer regresar el apetito, quizás la privación de imágenes sexuales infunda nuevos deseos. Tal vez.

      Cubro mi glande con su capuchón de piel, con la amargura de quien echa el telón tras una representación fallida. Interrumpido el inútil diálogo con mi cuerpo me quedo a solas con mi conciencia. Monologo. Me abandono al ritual previo al sueño. Pongo a circular mis pensamientos, a entrechocarlos en busca de una idea fulgurante, como un acelerador de partículas que persigue a la desesperada un componente fundamental de la materia, antes de la parada definitiva. No pretendo llegar a ningún lugar por medio de la especulación. Simplemente recurro a ella como una costumbre, y esta noche no es una excepción. Especular había sido desde que tengo uso de razón una manera de conciliar el sueño. Hay quien necesita contar ovejas o respirar de manera pautada. Yo pongo a mi pensamiento en una barquita a la deriva, y así, gradualmente, pasando de la lógica a la analogía y de la analogía a la metáfora, me precipito infaliblemente al ilimitado delirio del sueño.

      La pornografía es el simulacro de la infidelidad. Es el último pensamiento que recuerdo antes de caer rendido por el sueño. El output final de la jornada. O tal vez esa frase ya pertenezca del todo a mi sueño. O quizás sea esa frase un hijo cuya custodia deban disputarse la vigilia y el sueño. En ese caso no sabría muy bien por quién optar, si por uno o por la otra, el sueño o la vigilia. Papá o mamá. Me rindo. Todos nos hallamos divididos, con un cabo de cada pensamiento y de cada gesto en ambos extremos.

      DELECTATIO MOROSA

      A la mañana siguiente nos damos un beso de buenos días. Preparamos el desayuno juntos sin hacer mención a nada de lo que había ocurrido la noche anterior, como si se tratase de un mal sueño que ninguno de los dos desease recordar. A esas horas de la mañana, y en lo que a mí respecta, la realidad carece de la gravedad suficiente como para merecer ese nombre, de modo que sueño y vigilia todavía caminan de la mano, y la tostada y el café son solo un convenio, un Tratado de Tordesillas que señala la separación del uno respecto de la otra, una hita por otra parte absolutamente convencional pero igualmente respetable como cualquiera de los objetos encerrados en el Museo de Pesas y Medidas de París. Bromeamos. Hundo mi nariz en su larga cabellera que huele a sueño y regaliz. Pongo mis manos en sus hombros estrechos y las deslizo por su espalda hasta su culo mientras intenta sacar algo (leche, mermelada…) del frigorífico. Le digo, adoptando un tono premeditadamente fanfarrón, que es una pena que tenga que marcharse al trabajo tan temprano. Siento una promisoria presión bajo los calzoncillos. Sí, probablemente aquello no había sido más que un accidente. No merece la pena darle más importancia de la que tiene. Nos deseamos una buena mañana antes de despedirnos con un beso en la puerta de casa.

      Más bien era la despedida de Marta la que señalaba la diferencia entre sueño y vigilia, el momento en el que me quedaba solo en casa y la realidad llamaba a mi puerta de modo perentorio reclamando su impuesto en forma de palabras, la concreción de ese animal mitológico que era mi talento. Debería ponerme a escribir. Para eso pedí excedencia en mi cómodo trabajo de funcionario, para no tener ninguna coartada, para no reprocharme no haberlo intentado, aun a costa de sacrificar la estabilidad económica. Vivir de la literatura, ese unicornio con el que todos los escritores fantasean.

      Antes de dejar el trabajo podían pasar días sin escribir una sola línea. La escritura era un apéndice compensatorio de mi vida laboral, un órgano que aportaba excitación de manera regular, poco más que eso. Ahora una hora sin escribir pesa sobre mi conciencia como una losa, no digamos un día. Trato de acomodarme a un horario (de nueve a once, una parada para hacer compras y tomar un café, y un segundo turno de doce a dos), pero termino incumpliéndolo con el menor de los motivos. Siempre he sido un escritor de enviones, de raptos creativos más bien efímeros. Mi literatura es básicamente un cúmulo de intensidades, incompatible con un horario de oficina.

      Soy un escritor de esfuerzos breves e intensos, un esprínter que llega derrotado a la línea de meta del fin de párrafo.

      De hecho ocurre que en los momentos de mayor efusividad literaria, cuando uno sabe que lo está haciendo bien, el instante en el que el artesano encuentra a un tiempo el mayor placer y la máxima disolución en su trabajo, en esos momentos algo me incita sin lógica alguna a abandonar la escritura para dedicarme a no se sabe qué actividad, buscar una factura o mirar zapatos en internet o abrir mi cuenta de Facebook o afilar lapiceros. Es un gesto incomprensible, falto de explicación. Como un equilibrista que decide detenerse a contemplar el paisaje antes de dar el último paso sobre el abismo. Se trata, tal vez, de la delectatio morosa, esa dilación de la satisfacción del deseo, de postergarlo precisamente para que no llegue a su cumplimiento y, con él, la vuelta al anhelo, la línea de salida del círculo del deseo. Somos una flecha encaminada a la diana. Sabemos que llevamos la dirección correcta y que no erraremos nuestro objetivo. Y entonces, por qué no tratar de dilatar el tiempo que nos queda hasta el momento del impacto, como una de esas paradojas que tanto gustaban al de Elea.

      Tras echar un vistazo a mis dedos extendidos decido cortarme las uñas.

      A pesar de ser diestro, la

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