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hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es reemplazada, entonces, por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el destino es sustituido por las necesidades colectivas”. (28)

      Se trata de una regresión del hombre a sus bases arcaicas; se diluye la consciencia en una participation mystique, en la que no existen individuos sino grupos. Pero mientras el hombre, genuinamente arcaico, mantiene una relación con los instintos (cuenta con el universo mítico, simbólico que lo contiene y le da sentido), el hombre moderno y, más aún, el hombre culto es “…incapaz de percibir esa voz no garantizada por ninguna doctrina” y corre así, el peligro de hundirse en un gregarismo como, para Jung, era patente en Rusia, Italia y Estados Unidos en tiempos de guerra y postguerra. El hombre moderno se ha unilateralizado y cree que ha logrado una desmitologización (o desmistificación). Sin embargo, como señala un ya célebre pasaje junguiano:

      Todo ello es consecuencia de la moderna hipertrofia de la conciencia; hybris, que lleva a que los hombres no reparen en la peligrosa autonomía de lo inconsciente:

      Los dos errores materialistas que desacralizan la naturaleza externa (“entre los sistemas galácticos no pudo descubrirse el trono divino”) y la interna (“Dios es una ilusión motivada por la voluntad de poder o por la sexualidad reprimida”) forman parte del mismo movimiento que manifiesta y culmina en la “muerte de Dios”. Pero Jung advierte:

      Para Jung, la muerte de Dios significa:

      Y si esta muerte de Dios enuncia una verdad válida para Europa, para Occidente y, acaso, para el mundo entero, responde (o ‘acompaña’) un movimiento de la energía psíquica en cierto sentido arquetípico, presente en el mitologema del Dios que muere o desaparece y resucita o reaparece, ya sea para toda la comunidad, o bien, para unos pocos; ya sea externamente, en el ritual o en el renacer de la naturaleza o en la intimidad anímica. En esta época de la muerte y desaparición de Dios, no se ve al resucitado; se ha perdido el valor sumo que da vida y sentido y no se ha hallado nada a cambio. Psicológicamente, el hombre moderno no sabe proyectar la imagen divina. El retiro e introyección de esa imagen amenazan al hombre con la inflación y disolución de la personalidad.

      Jung describe la aparición de mándalas o figuras circulares en la producción onírica e imaginativa de sus pacientes. Las delimitaciones redondas o cuadradas del centro tienen por finalidad la erección de muros protectores o de un vas hermeticum (recipiente hermético) que evite una irrupción o un desmoronamiento. En los antiguos mándalas hallamos de ordinario la divinidad; en el mándala del hombre moderno no se sustituye la divinidad, sino que, habitualmente, aparece simbolizada, no pocas veces, en la estructura geométrica. Cuando no se produce la proyección, lo inconsciente crea la idea de un hombre deificado, protegido, casi siempre privado de su personalidad y representado por un símbolo abstracto. Sin duda, ello conecta la psique del hombre moderno con modos arcaicos de pensar, pero, a la vez, lo abre a una indeterminación, sembrada de grandes peligros:

      Quizá uno de los mayores méritos de la obra junguiana consiste en haber advertido —desde el punto de vista de una ciencia empírica, por cierto ampliada en su método— las huellas de lo sagrado en el simbolismo de la psique del hombre moderno o, si se quiere, contemporáneo. Allí parece despuntar aquello que permite salir del nihilismo incompleto, para utilizar la expresión de Nietzsche, en el cual nos hallamos sumidos. Esa totalidad se puede proyectar tomando la forma de una megalomanía de la dominación planetaria (un mesianismo salvífico y destructivo), pues no se trata solo de constatar el surgimiento del símbolo, sino de comprometerse con su significación y su fuerza numinosa. Este compromiso es espiritual, más precisamente religioso, como ya se dijo. Es menester la gestación de nuevos símbolos, desafío que requiere del concurso del yo consciente y de la voluntad, pero solo como punto de partida para concitar una apertura hacia un sentido que ha de darse en un lenguaje y en un modo inesperado y, a la vez, arcaico. Pero dicho símbolo (o conjunto de símbolos) debe superar la capacidad reductora del racionalismo y de toda forma de convencionalismo.

      Trátase, en definitiva, del surgimiento o resurgimiento del Dios rejuvenecido; es el “Dios venidero” que procura una nostalgia escatológica y una expectación fecunda. Y tal es, como dijimos, el mensaje central del Liber Novus.

      Como es sabido —desde el punto de vista de una psicopatología de la profundidad— en la psicosis, el paciente suele proyectar en el mundo externo la inminente ruptura de su personalidad y lo hace mediante alucinaciones y delirios vinculados al fin del mundo. ¿Pero, qué ocurre cuando se produce el movimiento inverso, a saber, cuando la misma consciencia colectiva (como consecuencia de una constelación de la época) muestra signos de una inminente ruptura, producto de una disolución del símbolo? Sin duda, esto da lugar a una psicosis colectiva más o menos latente de proporciones gigantescas. ¿Será posible sanar el universo simbólico colectivo? No me refiero a paliativos, ni a meras buenas intenciones, menos aún a exhortaciones morales. Desde el punto de vista junguiano, ello requeriría una enorme fuerza espiritual capaz de levantar proyecciones, para así recuperar esa energía psíquica disociada y lograr que se ordene. Y permítasenos aquí la utilización de un lenguaje

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