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a comer en restaurantes más pijos que yo.

      Impertérrita ante el silencio de él, se volvió a mirar a su alrededor. Y lanzó un respingo.

      –Estoy atónita. Creo que he entrado en el mundo de Oz. ¿La gente bebe botellas Mágnum de champán a mediodía?

      –Eso parece.

      Ella arrugó la nariz, divertida, y él noto que tenía pecas allí. Había entrado por el callejón situado detrás del restaurante y había aterrizado en Babilonia, donde se hablaba de vinos vintage con voz queda, como si fueran la respuesta a todos los problemas del mundo, mientras los camareros servían exquisiteces a una clientela a la que, en su mayor parte, le daba igual lo que comiera, siempre que fuera lo bastante caro para presumir de ello. Estaban en un templo al exceso de lo que era probablemente el puerto deportivo más estiloso del planeta. Él suponía que los empleados habían dejado la entrada de atrás abierta para facilitar la llegada ininterrumpida de suministros, pues ningún lugar del mundo podía esperar almacenar comida y bebida suficiente para satisfacer los apetitos de los superricos.

      –Necesito agua y trabajo, y en ese orden –anunció la joven. Lo miró, buscando en él la solución–. ¿Sabe de algo? –ladeó la cabeza y lo observó con interés descarado. Sus ojos de color esmeralda expresaban inteligencia y tenía una boca hecha para besar–. Quizá pueda encontrar trabajo en alguno de esos barcos enormes del puerto deportivo.

      Esperó, y al ver que él no contestaba, confesó:

      –Me he quedado sin dinero. Este viaje ha durado más de lo que espera. Hay mucho que ver y muy poco tiempo para verlo todo.

      –¿Tiene una fecha límite? –preguntó él.

      –No exactamente –contestó ella–, pero antes o después tendré que volver al trabajo, ¿no? No puedo pasarme la vida de acá para allá. Aunque me gustaría –en sus ojos apareció una mirada de anhelo–. En algún momento tendré que dejar de viajar y probar otra vez la vida real.

      –¿Otra vez? –preguntó él.

      –¡Ah!, usted ya me entiende –repuso ella, con un movimiento descuidado de la muñeca.

      –No estoy seguro. ¿Ha viajado mucho?

      –Salí de Londres.

      –¿Dónde vive y trabaja?

      Ella no contestó. Miraba el puerto deportivo.

      –Adoro el sur de Francia. ¿Usted no? –preguntó.

      Como intento de cambiar de tema, aquel era bastante torpe.

      –La Riviera es uno de los muchos lugares que me gusta visitar –repuso él.

      Ella captó de inmediato su aparente falta de interés.

      –¿Uno de muchos? –preguntó–. ¿No le parece fabulosa y espectacular? ¿No se siente mucho más vivo cuando está aquí? –el rostro de ella se iluminó y toda la tensión que él había detectado en ella, desapareció de pronto–. Música, comida, calor, cielos azules y sol. El modo en que la gente endereza los hombros y habla claramente en lugar de murmurar. Aquí la gente anda y habla con confianza y optimismo, en lugar de caminar encogidos dentro de gabardinas bajo una lluvia fría y un cielo gris.

      –Esa es una buena defensa –admitió él, esforzándose por salir de su humor pesimista–. ¿Es usted abogada?

      –No, pero a menudo he pensado que sería útil tener habilidades legales.

      –¿En qué sentido?

      –¡Oh, ya sabe! –contestó ella, vagamente.

      –Si no es abogada, ¿es escritora? Es usted muy descriptiva.

      Ella se echó a reír y apartó la vista.

      –¿Por qué no pide trabajo aquí? –sugirió él.

      Ella pasó una mano por su ropa arrugada.

      –Con esta pinta, no me contratarían. Y además, quiero alejarme todo lo que pueda. Mi preferencia sería viajar por mar.

      –¿Tiene que alejarse por algún motivo?

      –¿Por qué lo pregunta?

      –Solo sigo el hilo de lo que ha dicho.

      –O sea que yo no soy la única detective. Será mejor que tenga cuidado con lo que digo.

      –Será mejor –asintió él.

      Ambos se miraron como intentando calarse mutuamente.

      Ella era joven, atractiva, inteligente y animosa, una distracción bienvenida en un día difícil.

      –Adivino que no trabajas aquí –comentó ella, después de mirarlo de arriba abajo y tuteándolo–. Unos pantalones cortos rotos y una camiseta sin mangas no me sugieren que busques trabajo de camarero.

      –¿Yo? –él se echó a reír–. No. Creo que no me confiarían ni el fregadero.

      –¿Para transportar las cazuelas, quizá? –musitó ella–. Tienes músculos de sobra.

      –¿Entonces estoy contratado? –bromeó él, enarcando una ceja.

      –Ya te gustaría –repuso ella.

      Se echó a reír y en su mejilla apareció un hoyuelo.

      –¿Y cómo es que te han dejado entrar? –preguntó ella.

      –He entrado sin dudar, igual que tú. Si lo haces con confianza, nadie te para.

      –Pero ¿no puedes ayudarme con lo del trabajo?

      –Lo siento. Temo que no.

      –¿Temes? –preguntó ella–. Hace menos de cinco minutos que te conozco, pero es suficiente para saber que no temes a nada.

      Él habría estado de acuerdo con eso en otro tiempo, pero después de que la roca sobre la que había construido su vida se derrumbara y cayera en pedazos, ya no estaba tan seguro.

      –¿Quizá seas el tipo de hombre con el que yo no debería hablar?

      –Y, sin embargo, aquí estamos –él se apoyó en la pared lateral del bar y extendió las manos.

      –No por mucho tiempo –respondió ella–. Solo necesito un vaso de agua y me largo de aquí. Apuesto a que el barman puede verte por encima de las cabezas de los demás –comentó, mirando a la gente del bar–. A tu lado, todos los demás parecen enanos. Se separarán como las aguas del Mar Rojo cuando te vean moverte. A mí no me verían aunque me ponga a saltar.

      –Me halagas.

      –¿De verdad? –preguntó ella, abriendo mucho los ojos–. No es intencionado, te lo aseguro.

      –Está bien. Espera aquí.

      –No iré a ninguna parte sin antes beber agua –le aseguró ella.

      La chica lo divertía, y había vencido su reserva solo con una frase atrevida y una sonrisa atrayente. Los pechos, grandes y respingones, no la perjudicaban. Como tampoco el trasero firme, que tan bien realzaba el pantalón corto ceñido. Era muy fácil imaginar sus esbeltas piernas alrededor de la cintura de él, aunque terminaran en unas botas desgastadas que debían de ser las más feas que había visto en su vida. Mientras esperaba en la barra, se giró a mirarla. El rostro de ella trasmitía una concentración confusa y él adivinó que seguía tecleando furiosamente en su ordenador mental intentando saber de qué lo conocía.

      A pesar de su aire de trotamundos, era hermosa. Manchada por el polvo del camino y sin nada de maquillaje. Su pelo, en particular, era abundante, de una magnificencia fiera. Su tono cobrizo recordaba un atardecer en el mar. Lo llevaba sujeto atrás descuidadamente con horquillas y parecía pedir a gritos que lo dejaran libre para que él pudiera deslizar los dedos entre los lustrosos rizos, echarle atrás la cabeza y besarle toda la longitud del cuello. Pero no era solo su belleza lo que le llamaba la

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