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Devereaux le provocaba, pero mientras guardaba algunas cosas de aseo y un conjunto de ropa interior en la bolsa de viaje descubrió que no podía controlar la excitación.

      Y eso tenía que terminar.

      Cuando bajó a la calle, Devereaux estaba apoyado en el coche, de perfil, hablando por el móvil. Desde allí no podía oír lo que estaba diciendo, pero con las mangas de la camisa remangadas y las gafas de sol tenía un aspecto relajado, tranquilo…

      Y eso la molestó. Allí estaba ella, enfrentándose con el momento más aterrador y milagroso de su vida y el responsable se portaba como si no pasara nada. Su mundo se había puesto patas arriba en una hora y él parecía no tener una sola preocupación en el mundo.

      Furiosa, se dirigió hacia él, los tacones de sus botas repiqueteando en el pavimento.

      –Seguramente llegaremos alrededor de las ocho –estaba diciendo Luke–. Prepare la suite, señora Roberts. Nos veremos en un par de horas.

      Luke cortó la comunicación, alertado por el taconeo. Con la cabeza bien alta, los ojos clavados en él y moviendo las caderas, Louisa parecía una amazona furiosa.

      Pero eso era mejor que verla frágil y agotada, y se apartó del coche, dispuesto a lidiar con lo que fuera.

      –¿Lista? –le preguntó.

      –Toma –Louisa le entregó la bolsa de viaje–. Vamos a terminar con esto de una vez.

      Después de dejar la bolsa en el asiento trasero, Luke se colocó tras el volante.

      –Pensé que habíamos acordado firmar una tregua –murmuró, mientras arrancaba.

      –¿Ah, sí, cuándo? Perdona, no debí escuchar esa orden –replicó Louisa.

      El mal humor le sentaba bien, pensó. Hacía que sus ojos de color caramelo brillasen como nunca y que sus pechos subieran y bajasen de una manera…

      Sin poder evitarlo, soltó una risotada.

      –¿Te parece gracioso? –exclamó ella, indignada.

      Luke intentó contener la risa. Tenía razón, no era apropiado reírse en aquellas circunstancias.

      –Estás muy guapa cuando te enfadas.

      –Por favor, qué vulgaridad.

      –Ya, pero pensé eso la primera noche y sigo pensándolo.

      –Si esa es tu idea de un cumplido, me compadezco de cualquier mujer que tenga la desgracia de relacionarse contigo.

      –¿Como tú, quieres decir?

      –Un revolcón a toda prisa no es una relación –replicó Louisa.

      –Si no me falla la memoria, no fue a toda prisa.

      Ella apartó la mirada.

      –No quiero hablar de esa noche. Llevo tres meses intentando olvidarla.

      –Entonces, parece que has tenido la misma suerte que yo –dijo Luke.

      Cuando giró la cabeza, vio un brillo de pánico y confusión en su mirada.

      –¿Qué?

      –Parece que no vamos a poder olvidarla. Ninguno de los dos.

      Louisa dejó escapar un suspiro.

      –Supongo que no, pero eso no significa que vayamos a repetir el error.

      Hasta que escuchó esas palabras, a Luke no se le ocurrió cuánto desearía repetir el supuesto error.

      La encontraba increíblemente atractiva, lo excitaba tanto como lo enfurecía y no había sido capaz de olvidarla, pero él no era masoquista.

      Sin embargo, al ver cómo le temblaban los labios, al ver el brillo de sus ojos, supo que estaba engañándose a sí mismo. No había sido solo el comentario de Jack lo que lo impulsó a dejarlo todo esa tarde para ir a buscarla.

      Seguía deseándola. De hecho, no había dejado de hacerlo y era hora de admitirlo.

      Y cuando vio la imagen del bebé en la pantalla había experimentado una oleada de satisfacción masculina que no podía explicar.

      El bebé iba a complicarle la vida, sin duda. Él no era un romántico y tampoco un hombre familiar. Ni siquiera sabía lo que significaba eso. Entonces, ¿por qué estaba tan contento con el embarazo?

      La respuesta era dolorosamente obvia: su reacción al bebé era instintiva y puramente masculina. Louisa estaba atada a él como no lo había estado antes.

      Pero, por su combativa actitud, convencerla de que había algo que los unía no iba a ser fácil.

      –Lo que pasó esa noche no fue un error –dijo, mientras arrancaba–. Ni para mí ni para ti. ¿O querías pasar el resto de tu vida fingiendo orgasmos?

      Louisa tuvo que apretar los dientes. Le había contado eso en confianza… ¿cómo podía sacarlo en ese momento?

      El deseo de darle un puñetazo era tan fuerte que empezó a temblar.

      Quería olvidar el comentario y los recuerdos que despertaba, pero mientras intentaba tragarse la humillación, los recuerdos volvieron en cascada.

      Capítulo Cuatro

      Tres meses antes

      –¿Tu apartamento está muy lejos de aquí? Empieza a hacer frío –Luke apretó el hombro de Louisa, que apoyó la cabeza en su brazo. Era tan sólido, tan fuerte, tan cálido.

      –Deja de quejarte. Hace una noche preciosa.

      –Tienes frío.

      –No, en serio…

      Luke se quitó la chaqueta de cuero para ponerla sobre sus hombros.

      –Vamos a tomar un taxi, te llevo a casa.

      La prenda conservaba el calor de su piel y el aroma de su colonia. Y cuando miró su perfil supo que no quería que la noche terminase. Nunca.

      Una vez en el taxi, se inclinó para darle la dirección al taxista. Cuando terminó, Luke la tomó por la cintura para sentarla en sus rodillas.

      –¿Qué te parece besarse en el asiento de un taxi?

      Las pulseras de Louisa tintinearon mientras le echaba los brazos al cuello.

      –Me parece muy bien, pero desgraciadamente llegaremos en cinco minutos.

      –Una pena –susurró Luke, buscando sus labios.

      Sabía a café y a pasión contenida. Louisa empezó a temblar mientras acariciaba su cuello…

      –Será mejor que paremos –dijo él entonces, con voz ronca–. Cinco minutos no es suficiente.

      En la oscuridad del taxi podía ver el brillo de sus ojos, las pupilas tan dilatadas que el gris había desaparecido.

      Y el sólido bulto bajo su trasero hizo que sintiera un escalofrío.

      –¿Por qué no subes a tomar un café? –sugirió.

      La oferta sorprendió un poco a Louisa. A ella le gustaba tontear. Disfrutaba de las miraditas, las caricias y la anticipación, pero no solía llevar más lejos un tonteo. Por la sencilla razón de que el sexo siempre había sido una decepción para ella.

      A los veintiséis años, nunca había tenido un orgasmo. Había dejado de besar ranas años antes porque, francamente, fingir un orgasmo era una pesadez. A pesar de todo, siempre había sabido que algún día oiría campanitas cuando encontrase al hombre de su vida.

      Y esa noche, cuando conoció a Luke en casa de Mel, su corazón le había susurrado: ¿podría ser él?

      Se habían llevado bien de inmediato, tan absortos el uno en el otro que habían ignorado a sus anfitriones

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