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       LOS 19

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      Ilustraciones:

      Gonzalo Ruggieri

       LOS 19

      Una por una, varias personas que se encontraban en el shopping empezaron a actuar de manera extraña.

      Eran personas que no se conocían entre sí. Cada una había llegado por su cuenta, sola.

      Tenían diferentes edades. Había hombres y mujeres. Chicos de 14 años y abuelas de 70. Señores de traje y mujeres en short y remera.

      No había, siquiera, dos personas parecidas. Y sin embargo todas hacían movimientos raros como si siguieran el ritmo de una música que solo ellas escuchaban.

      Se agachaban, saltaban, se tapaban los ojos, la boca, las orejas, se tiraban de los pelos, caminaban para atrás, corrían.

      Pedro fue, acaso, el primero en darse cuenta de esta especie de locura colectiva. Simplemente porque estaba en el medio del patio del shopping y las personas a su alrededor comenzaron a comportarse como enajenadas.

      ¿No sería una broma para un programa de televisión? Pedro miró hacia todos lados buscando la cámara oculta y no la encontró. Descubrió, en cambio, que entre las personas endemoniadas estaba esa chica que le había llamado la atención en el colectivo minutos antes. Le había llamado la atención porque era linda, pero también porque hizo algo fuera de lo común. Venía hablando por celular (cosa que le permitió saber que se llamaba Carola) y dijo abruptamente: “Empieza la experiencia. Te dejo. Chau”. Y cortó. Sacó de la cartera unos auriculares sin cables, muy pequeños, y se los calzó en los oídos.

      Pedro y Carola se habían bajado en la misma parada, pero ella se apuró a entrar en el shopping y él le perdió el rastro porque se entretuvo leyendo un mensaje de texto de Julián, el amigo con el que había arreglado para ir al cine. Avisaba que estaba demorado.

      Ese cruce furtivo en el colectivo le sirvió a Pedro para fijarse, ahora, que todas las personas que bailoteaban a su alrededor tenían los mismos auriculares.

      De repente aparecieron cuatro agentes de seguridad del shopping e intentaron hablar con el grupo. Su conducta alteraba al público que paseaba o hacía compras, dijeron los guardias.

      En vez de responder, las personas se detuvieron, formaron dos hileras perfectas y comenzaron a hacer los mismos movimientos desaforados, pero con una sincronización propia de bailarines profesionales.

      Finalmente, cuando la seguridad pidió refuerzos y vino la policía, interrumpieron su delirante coreografía. El resto de la gente –se habían juntado centenares en dos minutos– aplaudió, pero las personas ignoraron la ovación y se fueron cada una por su lado, como si nada hubiese ocurrido.

      Pedro siguió con la mirada a la chica del colectivo, a la vez que recibía un nuevo mensaje de texto de Julián. “Perdoname, no llego”, decía.

      Normalmente, Pedro hubiese llamado a su amigo para insultarlo por el plantón. Pero esta vez agradeció su irresponsabilidad. Era lo que necesitaba para olvidarse del cine y lanzarse detrás de la chica.

      La alcanzó en la escalera mecánica que llevaba al patio de comidas. Se quedó cinco peldaños abajo y vio el momento en que ella se quitó los auriculares y los guardó en el bolso.

      Después ella se puso en la cola de la heladería, compró un cucurucho de dulce de leche granizado y chocolate amargo y se fue a sentar a una mesa. Entonces Pedro se animó y la abordó.

      ––Carola –le dijo–. Disculpame, vos no me conocés, pero…

      ––Sentate –lo invitó Carola, muy tranquila y segura de sí misma.

      —Gracias –dijo Pedro, y se sentó–. Te preguntarás cómo sé tu nombre.

      —No me lo pregunto. Pero contame.

      Pedro quedó descolocado por la respuesta. De todos modos le aclaró que la había seguido, casualmente, desde el colectivo hasta el momento de la extraña danza.

      —¿Me podés explicar qué fue eso? Estoy intrigado –dijo Pedro.

      —Fue una performance –contestó Carola.

      —¿Una qué?

      —Una actuación. Una creación artística en vivo.

      —¿Lo estaban filmando?

      —No. Eso es lo mejor. No hay registro de lo que pasa. Solo testigos.

      —La gente usó sus celulares y los grabó, les sacó fotos.

      —Esas imágenes se destruyen. Quedan en blanco.

      —¿Eh?

      —Los auriculares –explicó Carola– sirven para dos cosas. Por un lado, para que los intérpretes liberemos nuestra conciencia y nos dejemos guiar por Él. Y, por el otro, para crear un campo magnético que impide que nos filmen o nos tomen fotos.

      —Esperá –quiso interrumpir Pedro.

      Pero Carola siguió hablando:

      —En un mundo donde todo es imagen, hacer arte que dura apenas unos instantes, y del que solo podés atesorar lo que guarde tu memoria –remarcó tocándose la frente– es una propuesta revolucionaria.

      —No entiendo para qué. Además, ¿quién es Él?

      —Él es el genio que está detrás de esta movida. No tiene nombre. Firma sus mensajes como El Artista. Sus seguidores lo llamamos Él.

      —¿Son una secta?

      —No –rió Carola mientras terminaba su helado–. Somos todos libres y elegimos ser más libres junto a Él.

      Si no fuera por la naturalidad y el gesto relajado con que hablaba, Pedro hubiese pensado que estaba loca. Porque si separaba las palabras de la persona que las pronunciaba, sonaban muy fuentes. Constituían el discurso típico de alguien cuya voluntad fue captada por algún grupo religioso.

      —Tengo que irme –dijo de golpe Carola, y se levantó.

      —Quiero que me sigas contando –le pidió Pedro.

      Carola miró la hora y agregó:

      —No puedo. Se hace tarde. Tenemos que salir de acá.

      —¿Por qué? ¿Qué pasa? –preguntó

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