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y cálido ni unos pantalones tan cómodos para estar sentada durante horas y que, además, no se arrugaban. Incluso los zapatos eran elegantes y cómodos.

      Cecilia se había mirado en muchos espejos en aquella absurda casa y no se reconocía. Ya no parecía una mujer sencilla que había querido ser monja ni, desde luego, una mujer de campo que se ganaba la vida fregando suelos.

      Y le inquietó que un simple cambio de ropa la hiciera parecer una mujer que no desentonaba en un sitio como aquel.

      –No voy a suplicarte –le espetó ella. No le gustaba la forma intensa en que la miraba.

      Mientras ella dormía con su hijo, como si el niño le diera seguridad, en vez de lo contrario, Pascal se había duchado, a juzgar por el cabello húmedo. Y solo se había puesto unos pantalones de cintura baja.

      No llevaba nada más.

      –¿Te he pedido que me supliques? –preguntó él con suavidad–. ¿Esta noche?

      A Cecilia le pareció que la hacía arder. Era un hombre de perfecta constitución física. La boca se le hacía agua al mirarlo. Ya lo había pensado años antes, pero ahora era incluso peor.

      Las cicatrices le recorrían el lado izquierdo de la mandíbula y el cuello, pero ahora parecían adornos, indicadores en el mapa de su masculina belleza.

      Y la verdad era que Cecilia no estaba segura de poder enfrentarse a aquello.

      –Entonces, ¿para qué me has traído aquí?

      –Vas a dormir en mi cama –le dijo con su brusquedad habitual–. Y no vas a acostarte vestida. Me sentiría insultado.

      –Pero Dante…

      –El niño estará vigilado, como es natural, pero por los empleados a los que pago a tal fin. Si Dante te necesita, ellos nos avisarán inmediatamente.

      –Pero…

      –Cecilia…

      Ella detestaba el tono suave de su voz, porque era el más peligroso e implacable.

      –No me he casado para vivir apartado de mi esposa.

      –Esta boda ha sido una especie de chantaje.

      –No me he casado contigo para chantajearte.

      Y ella estuvo a punto de creerle, hasta que se encogió de hombros. Y el maravilloso movimiento de su musculoso pecho le dejó la boca seca.

      –Pero más vale que recuerdes que este matrimonio se ha llevado a cabo porque me conviene a mí, no a ti.

      Cecilia lo sabía perfectamente.

      –Ya te he dado más que suficiente para toda una vida. No voy a darte nada más.

      En la sensual boca de él se dibujó una sonrisa, mientras la miraba con complicidad.

      –Ya te he dicho lo que va a suceder, pero te voy a dar detalles.

      –No hace falta –dijo ella, pero él no le hizo caso.

      –Me rogarás que te acaricie y lo harás más pronto que tarde, hazme caso.

      Entonces, cuando ella creyó que la tocaría y la arrastraría contra su voluntad, él hizo justamente lo contrario. Se dirigió a la enorme cama que dominaba la habitación, que ella se había esforzado en no mirar.

      Cecilia lo observó, sorprendida y ligeramente molesta, mientras se tumbaba en la cama como un antiguo emperador romano.

      –¿Necesitas dormir un rato antes de acabar de amenazarme? –preguntó, tal vez con demasiada emoción en la voz.

      –Quiero que vengas a la cama –dijo Pascal–. Pero no voy a pelearme contigo. Si te vas a dormir a otro sitio, iré a buscarte, te volveré a traer y te dejaré de pie ahí donde estás, hasta que entres en razón y te acuestes a mi lado. Las preguntas que debes hacerte son si estás muy cansada y cuántas veces quieres que hagamos eso.

      –Estoy exhausta. Y no quiero hacer nada de todo eso.

      –Entonces, yo en tu lugar me acostaría ahora mismo, en vez de montar un número que va a acabar del mismo modo.

      Y Cecilia lo creyó. Salió de la habitación, no para alejarse de él, sino para lavarse después de tan largo viaje. Se lavó el rostro y se puso lo único que tenía que parecía apropiado para acostarse: la combinación que había llevado bajo el vestido de novia. Le pareció ridículo ponérsela para dormir.

      Pero la alternativa era meterse desnuda en la cama de Pascal.

      Lo cual era imposible.

      Volvió a la habitación. Pascal estaba tecleando algo en el móvil, tan tranquilo. Lo fulminó con la mirada, pero él no alzó la vista. De todos modos, sintió su mirada mientras se acercaba a los pies de la cama, por el lado opuesto, y se detenía allí.

      De repente entendió a qué jugaba.

      Era la primera rendición. Él podría haberla tomado en brazos y tumbado en la cama; haberla besado hasta que se olvidara de su nombre.

      Pero la estaba obligando a que lo hiciera ella.

      Debería haber salido corriendo para encerrarse en una de las muchas habitaciones vacías.

      Pero no lo hizo. Se tumbó en la cama lo más cerca posible del borde, rígida y resentida, como una mártir en la hoguera.

      Poco después, Pascal apagó la luz. Cecilia esperó con los músculos en tensión que él se echara sobre ella, que se tomara libertades, que se desdijera de su palabra…

      Pero en un brevísimo espacio de tiempo, que indicaba que él no estaba en absoluto preocupado, oyó que respiraba acompasadamente.

      Se había dormido.

      Y ella se había quedado agarrada al borde de la cama como si esperara que la fueran a arrancar de allí en cualquier momento.

      A la mañana siguiente se despertó con una sensación de calidez tan grande que pensó que estaba acurrucada sobre la superficie del sol.

      Ni mucho menos.

      Estaba acurrucada contra Pascal, con las piernas enlazadas en las de él, el cabello sobre su pecho y la boca contra los duros músculos del mismo.

      Contuvo la respiración, horrorizada, y se echó a un lado esperando que el siguiera…

      –Sigues teniendo un tacto de seda –dijo él con voz somnolienta y divertida–. Cuando me lo supliques querida, te haré gemir sin parar.

      –Ni lo sueñes –contestó ella entre dientes mientras se levantaba y se dirigía al cuarto de baño.

      –Por favor, cara.

      Su mirada estaba tan llena de deseo que ella estuvo a punto de tropezar. Y notó que se derretía.

      –En mis sueños soy mucho más exigente.

      Desde entonces, todas las noches habían sido iguales.

      Si Pascal estaba en casa cuando ella se iba a acostar, él lo hacía muy separado de ella y no realizaba ningún intento de aproximación. Sin embargo, cada mañana, cuando se despertaban, estaban abrazados.

      Si él no había vuelto cuando Cecilia se acostaba, ella se despertaba sobresaltada cuando él se metía en la cama, segura de que esa noche atravesaría la línea invisible trazada en el centro de la misma. Pero no lo hacía.

      Daba igual. Seguían despertándose abrazados.

      Cecilia comenzó a darse cuenta de que su cuerpo deseaba a Pascal.

      Mientras se hallaba allí, en uno de los numerosos salones adornados con objetos de valor, la ventana a su espalda y un incierto futuro frente a ella, Cecilia no quería quedarse sin respiración. Fulminó a Pascal con la mirada.

      –¿No tienes una respuesta inteligente? Me decepcionas –dijo él.

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