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       Armando Palacio Valdés

      El origen del pensamiento

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664128089

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       XVI

       XVII

       XVIII

       XIX

       XX

       Índice

      Mario tenía encendidos los pómulos y el resto de la cara bien pálido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resistía a dar paso al café, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente café. Los papás leían los periódicos; las niñas escuchaban distraídas las notas prolongadas, quejumbrosas, del violín.

      El violín se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qué. El vasto salón del café estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el módico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y se daban tono de personas pudientes. Había también estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categoría y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable.

      De todas las calles céntricas de Madrid, la única que conserva cierta tranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calle Mayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El café del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carácter burgués, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la hora presente no se han dado cita allí las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital. Ni a primera ni a última hora de la noche reina allí Príapo, numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos.

      Cualquiera podría observar que una de las niñas, la más llena de carnes y redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilaba en aquella dirección. Cuando esto acaecía, la joven sonreía leve y plácidamente mientras aquél hacía una mueca singular que nada tenía de sonrisa, aunque pretendía serlo.

      Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos pequeños y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo único que prestaba atractivo y ennoblecía singularmente aquel rostro vulgar. No sólo miraba con más recelo que entusiasmo hacia la niña de la mesa inmediata; también dirigía sus ojos asustados hacia la puerta de cristales que se abría y cerraba a cada momento para dejar paso a los tertulios. El chirrido del resorte le producía vivos estremecimientos.

      —¡Cuánto tarda hoy D. Laureano!—exclamó al fin en voz alta dirigiéndose al compañero que tenía enfrente.

      Era éste joven también, de rostro pálido adornado con gafas; gastaba la barba y los cabellos largos en demasía; su traje, más desaseado que mezquino. Ni respondió ni levantó siquiera la cabeza al oír la exclamación de su amigo, atento a la lectura del periódico que tenía entre las manos. Mario quedó algo confuso por aquella indiferencia, y añadió sacando el reloj:

      —Las nueve y media ya... Otros días está aquí a las nueve.

      El mismo silencio por parte del joven de la luenga barba.

      Una miradita a la puerta, otra a su regordeta vecina y un sorbo de café fueron las tres cosas que supo hacer para indemnizarse del desdén de su compañero. Y se propuso firmemente no volver a dirigirle la palabra. Pero a los cinco minutos sacó de nuevo el reloj y, sin acordarse de su propósito, preguntó:

      —Adolfo, ¿sabes si D. Laureano está enfermo?

      Adolfo hizo un leve movimiento de indiferencia con los hombros sin pronunciar palabra.

      —Es que como ya son cerca de las diez menos cuarto...

      Adolfo era realmente un hombre superior, como se verá en el curso de la presente historia. Hablaba poco, reía menos, y el espectáculo de las pasiones humanas no lograba turbar el vuelo elevado de sus pensamientos. Sin embargo, al cabo de un rato, observando la impaciencia de su amigo, traducida en vivos movimientos descompasados que hacían rechinar la silla y ponían en peligro inminente la botella del agua y las tazas de café, levantó los ojos hacia él, y una benévola sonrisa de compasión se esparció por su rostro reflexivo. Mario, que admiraba profundamente a Adolfo, se puso colorado e hizo esfuerzos colosales para estarse quieto.

      —¡Al fin!—exclamó a los pocos instantes, viendo aparecer por la puerta a un caballero alto, de figura distinguida, vestido con exquisita elegancia.

      Pero en vez de manifestarse alegre, como era de esperar, su fisonomía adquirió la misma expresión que si viera un fantasma.

      D. Laureano, que, aunque viejo, conservaba en su rostro fino, expresivo, adornado

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