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historias de aventureros en la jungla o historias de científicos viajeros. A veces eran historias muy aburridas, te voy a ser sincera, historias soporíferas que, sin embargo, me conducían no al sueño sino al espanto, al horror, a la pesadilla, al tictac de una bomba debajo de un automóvil o a la desdicha de un trauma refundido en el último aparador del subconsciente. Pero las escuchaba formulando gestos de asombro y embeleso. Clay leía, yo escuchaba. Ponía cara de encandilación, o de encandilamiento, no sé cómo se dice, ¿cómo se dice?, y después colocábamos un plástico o un trozo de lona encima de las cajas de libros, antes de dormir, no fuera a ser que esa noche lloviera y los libros se echaran a perder. Luego hacíamos el amor, en ese tiempo con mucha delicadeza, porque él sabía, yo no le había dicho nada, pero él se había dado cuenta, y esperábamos el sueño mirando el cielo estrellado y las nubes que clareaban bajo la luna. Una luna grande y blanca, la luna estival, que a mí me parecía, además, dispareja y solitaria. Y escuchábamos el canto de los pájaros, que Clay quería enseñarme a distinguir especie por especie, cantos que él escuchaba como si provinieran de otra galaxia y que a mí me daban la impresión de provenir de un mausoleo, cosa no improbable, porque el cementerio que daba al lago, al final del bosque donde se disolvía el jardín, tenía, además de tumbas chatas y estatuas fantasmagóricas, siete mausoleos que a la distancia parecían puertas frente a casas invisibles.

      Yo me levantaba de madrugada, me internaba en el jardín y el bosque y atravesaba el cementerio hasta la orilla del lago y allí volteaba a mirar la casa, que nunca era visible desde abajo: yo igual me quedaba mirando y veía los mausoleos y escuchaba el ulular del pájaro-campana y de regreso a casa iba cruzando las puertas una por una, y así fueron los días y las noches de las primeras semanas. Clay terminó el techo y se tomó cinco días en construir los libreros sobre la pared del fondo. Después trajo más cajas con los libros que ya no cabían en su oficina del college. Un jueves, a la hora del almuerzo, me recordó que ese fin de semana tenía que viajar a Boston para dar una charla sobre la evolución de los gorriones de sabana en Nueva Inglaterra y que desde ahí se iría a Providence a dar una charla sobre las interacciones sexuales entre plantas y animales en el folclor guaraní. El viaje, en total, iba a tomarle al menos siete días, y me preguntó si quería acompañarlo. Le dije que prefería quedarme, cosa que no era ni cierta ni falsa. A Clay no le pareció extraño, aunque la verdad es que a Clay nada le parecía extraño, ni se lo tomó a mal, cosa que tampoco ocurría nunca. Sí le preocupó, como era predecible, que pasara tantos días sola en medio del bosque, y preparó una lista con números telefónicos que, según dijo, me podrían sacar de aprietos en caso de emergencia. Yo tomé el papel y lo adherí con un imán a la puerta de la refri. Cuando Clay se fue, a la mañana siguiente, le hice adiós desde la boca del camino, mirando la nubecilla de polvo deshacerse entre los árboles, y revisé el buzón de correo. Encontré un sobre de manila muy gordo, que parecía contener un grueso manuscrito, un legajo de papeles, o cierto número de revistas, un sobre que obviamente debía ser para Clay, aunque no llevaba su nombre como destinatario, solamente la dirección, 1 Botany Place. Lo puse sobre la mesa de la cocina antes de prepararme un sándwich de jamón y queso, darme un duchazo, ponerme un par de botas y una camiseta larga y salir a caminar.

      En lugar de tomar la dirección de siempre, fui desde el jardín lateral, más allá de las pajareras, siguiendo un camino de tierra y carbunclos blancos, como los restos de innumerables hogueras pequeñitas, y al final de un sendero de ramas rotas vi una gran masa de agua que, supuse, debía ser un brazo del lago que estaba frente al cementerio. Aunque de inmediato pensé que tal vez no eran lagos, ni ese ni el otro, sino entradas de mar que yo confundía con lagos, o viceversa: tal vez eran lagos que confundía con el mar.

      «Cuando vuelva Clay le voy a preguntar», pensé.

      Seguí caminando. La orilla era pajiza, de juncos verticales, y la masa de agua se imprecisaba en el horizonte, pero la tranquilidad era absoluta y no se divisaban olas ni nada semejante, de modo que quizás sí era un lago. Por otra parte, minutos después vi una lápida y detrás otra, y después las estatuas y más allá los mausoleos y me di cuenta de que el camino que había tomado no era perpendicular a la casa, es decir, no se abría en línea recta desde el jardín lateral en dirección opuesta al cementerio, sino que iba dando la vuelta y terminaba en el mismo sitio al que una llegaba tomando el sendero contrario.

      –¿Qué hago aquí? –me pregunté.

      Y aunque esa pregunta, escuchada por un hipotético caminante que pasara en ese momento, hubiera sonado coyuntural y referida a mi ubicación topográfica en las lindes del cementerio, en verdad era una interrogante mayor, que tenía que ver con lo que yo estaba haciendo en ese lugar del mundo, en ese bosque, en este país, viviendo con Clay. O sea, lo que estaba haciendo con mi vida.

      A cien metros había un bote encallado en un enredo de yerbajos, un bote azul con una línea roja, un bote en el que pensé que podría echar una siesta, o que podía empujar hasta el agua para derivar un rato mecida por la marea, un bote, en fin, es decir un objeto con el cual algo podía hacer. Caminé hacia él y cuando estuve muy cerca descubrí que en su interior había un cuerpo pequeño, arrebujado y bocabajo pero con la cara ladeada, la sien sobre el espinazo de la embarcación, desnudo y al parecer dormido aunque también podía ser un niño malherido o un niño inconsciente o podía ser un enano y no un niño y ciertamente también podía ser un enano muerto. Instintivamente pensé en irme pero de inmediato sentí remordimientos y me puse de rodillas para volverle la cara de lado, pero el niño, que no era un enano sino un niño, no dio señales de vida. En ese momento me sobrecogió una angustia atroz, una especie de ansiedad que tomó la forma de un animal de discretas proporciones, que se empinó dentro de mí, acá en mi pecho, y me agarró las costillas con las patas delanteras y asomó la cabeza por detrás de mi esternón, como una bestia enjaulada.

      Sentí la boca llena de tierra y cogí al niño y lo puse bocarriba y le grité no sé qué cosa y despertó, aunque sus ojos, por un rato, parecieron no verme, o verme desde el escenario de un circo o de una pesadilla paralela. Una pesadilla de seguro no tan terrible, porque ¿cuán terribles pueden ser las pesadillas de un niño así de chico? No tendría más de cuatro años, o a lo sumo cinco. (Respuesta: pueden ser ferozmente terribles. Sobre todo las de ese niño, aunque yo no tenía forma de saberlo. Lo empecé a intuir o a temer unos minutos más tarde, cuando lo puse de pie, a un costado del bote, y, tras desbrozarle el cuerpecito de barro y algas y briznas de paja, vi que tenía la barriga cubierta de tatuajes). Le pregunté cómo se llamaba y se echó a llorar. Lo llevé cargado a casa por el camino del cementerio. En segundos comenzó a silbar un viento helado que mecía las retamas, enredaba hojarascas al ras de la hierba y despolvaba las lápidas verdinegras y noté que el niño estaba tiritando. Miré a todas partes antes de sacarme la camiseta para envolverlo en ella. Cuando me vio desnuda le vino un ataque de risa. Fue una alegría sin motivo, que a los dos nos devolvió la serenidad, pero de inmediato se refractó en los túmulos y las cruces mohosas y las banderitas listadas del cementerio y escudriñó en las fisuras de las tumbas y la quebrazón de los mármoles ulcerados y golpeó las puertas herrumbrosas de los mausoleos.

      Apenas llegamos a casa, busqué una frazada, lo arropé en un sofá y me puse un suéter de Clay que estaba doblado sobre una consola a los pies de un guacamayo disecado. Cogí el teléfono. Mis dedos marcaron dos números equivocados, lo que me hizo recordar el papel en la refri. Fui por él y disqué el número correcto y expliqué todo del modo más claro que pude. Cuando colgué el auricular el niño estaba dormido otra vez. Me senté a su lado, levanté la frazada y le alcé la camiseta para ver si los tatuajes eran lo que había creído: húmeros cruzados, esvásticas, calaveras, águilas imperiales, una araña de patitas geométricas, un monograma ilegible. Instintivamente quise dejar de ver pero de inmediato sentí remordimientos y lo puse bocabajo para revisarle los muslos y las nalgas y por fortuna no vi rastros de violencia.

      Cuando despertó, saltó del sofá y se puso a caminar por la primera sala como un inspector de bienes raíces. Luego entró a la segunda y miró las fotografías alineadas sobre la repisa de la chimenea, que estudió con interés, me dio la impresión, aunque después me pareció que las veía con indulgencia y por último con algo de distancia o con cierto escepticismo. Cogí el retrato de Clay y le expliqué que ese señor era mi esposo, que la casa era suya

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