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de su voluntad. Son necesarias leyes que limiten adecuadamente las esferas de lo que los individuos pueden disponer en el nivel práctico. Pero también tiene que existir un poder que dé eficacia a las leyes. Esto no se lograría con simples promesas de someterse a las leyes limitantes impuestas por la razón. El egoísmo de los individuos las infringiría a la primera ocasión. Tiene que existir una voluntad dominante, dotada de fuerza coercitiva, que dé vigor a las leyes.

      Hobbes deduce así que, ante todo, los individuos tienen que renunciar completamente al ejercicio [51] propio y libre de su voluntad en favor de una voluntad general dominante. Habla de una sumisión contractual de todos a la única autoridad soberana de la voluntad omnipotente del Estado, que es la fuente de todas las restricciones legales y jurídicas, restricciones a la esfera de la voluntad que se transfieren al individuo como aquellas que le incumben. Un individuo, un príncipe, funciona mejor como representante de esta voluntad de Estado, en favor de la cual todo otro individuo, en el contrato estatal, debe, en primer lugar, renunciar completamente a su propia voluntad. Es, pues, mejor un solo egoísta a la cabeza que muchos egoístas.

      Quisiera aún subrayar que, según esta teoría, aquello que es conforme al deber propio del precepto legal se diferencia netamente de lo que es meramente conforme a la razón. Pues algo que es racionalmente práctico existe no solo en el Estado, sino también en el estado de naturaleza, o sea, en el cálculo racional del máximo placer individual. En el Estado, el que actúa se siente vinculado por la ley, se conforma a una voluntad estatal que manda y a su poder amenazante.

      § 11. Las repercusiones de la ética hobbesiana en Mandeville, Hartley y Bentham

      Las repercusiones de la ética de Hobbes se muestran en la tendencia —imposible de extirpar de la ética inglesa de ahí en adelante y no cultivada en tal medida en ninguna otra literatura y ética como en la inglesa— de fundar la moral en el principio del amor propio, sea al desnudo como en Hobbes o como en el frívolo Mandeville y nuevamente en Bentham, sea con el disfraz psicologista como en el utilitarismo altruista desde Hartley.

      Aquí, ejerce siempre una especial fascinación el pensamiento de la armonía entre el bienestar general y el interés propio de los individuos, correctamente entendido, y el [53] pensamiento, conectado con el anterior, de que las virtudes morales tienen la fuente de su valor en la promoción del bienestar general, que comprende él mismo el bien de los individuos, sobre el cual de alguna forma debería estar fundado. Esta forma de pensar proviene de manera manifiesta de la teoría hobbesiana del Estado. Ya ella muestra, a su manera, cómo el bien de cada uno de los hombres está entrelazado con el de los otros hombres, que compiten con él en egoísmo y cómo, finalmente, si la guerra de todos contra todos debe ser evitada, cada uno puede obtener su máximo bien solamente poniéndose como meta el máximo bien de la totalidad. Ciertamente, este pensamiento pierde el firme marco del razonamiento hobbesiano y es tratado como un hecho psicológico de la vida social.

      Para Bentham, la ética se convierte en una «aritmética moral», una doctrina de la estimación correcta del valor de [55] los deleites y de los dolores, y del cálculo correcto de la suma máxima del excedente de placer alcanzable. El vicio se configura como un error en esta estimación y este cálculo; es una falsa aritmética moral. Bentham no hace ningún uso del razonamiento ni de la teoría del contrato de Hobbes,

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