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      Capítulo 2

      CUATRO días más tarde, Sophie decidió ver con sus propios ojos qué estaba pasando en la mansión Ashdown.

      No paraba de escuchar comentarios sobre la remodelación de la vieja casa y se dijo que la curiosidad la obligaba a comprobar los rumores. Por otra parte, razonó, tenía un día libre, Jade estaba en el colegio, y aunque hacía frío, el día era soleado, e invitaba a pasarlo fuera de casa.

      Y para más seguridad, Gregory Wallace estaba en Londres, según los informes ofrecidos por Kat, que parecía estar al tanto de su vida íntima mejor que su propia secretaria. Lo que no era extraño en Ashdown, donde la intimidad era inexistente y la vida secreta una ilusión.

      Tras dejar a Jade en la guardería, volvió a su casa y sacó de inmediato la bicicleta. Se puso cuantas capas de ropa era posible añadir sin entorpecer los movimientos del cuerpo y se dirigió alegremente hacia la casa.

      El lugar no estaba alejado del pueblo, pero se situaba en un paraje pintoresco, en la cima de una colina que dominaba los campos adyacentes, ofreciendo una hermosa vista del conjunto.

      En su día, había sido el lugar más importante del pueblo. Ángela Frank había vivido allí con su marido y su hijo. Hermosos cuerpos jóvenes habían desfilado por aquellos jardínes, bebiendo champán y vistiendo a la última. Habían organizado partidas de croquet seguidas de fiestas que duraban hasta el amanecer. A Sophie las historias le habían llegado de segunda o tercera mano, por lo cual no les otorgaba demasiada credibilidad.

      Lo único que sabía con seguridad era que el día en que el marido y el hijo de Ángela Frank murieron en un accidente de coche, la vida social de Ashdown se detuvo dramáticamente. Aquello había sucedido treinta años atrás, y hasta el día en que decidió vender la propiedad, Ángela había vivido sola, rodeada de sus recuerdos, con la casa semi abandonada y cada vez más triste y decadente.

      Hasta el presente, pensó Sophie pedaleando colina arriba. El viento enredaba su cabello, y la joven sabía que tardaría horas en desenredarlo. Hasta que el caballero de la armadura brillante, Gregory Wallace, se dignó aparecer en el pueblo, despertó al bello durmiente a la vida, y ahora se disponía a hacerse el amo del lugar.

      Ante la idea, frunció el ceño instintivamente, y siguió con gesto de censura hasta llegar a la casa por la parte trasera, dejando tras ella los vastos campos que la rodeaban.

      Oyó los ruidos de la obra, pero en lugar de dirigirse directamente a la parte frontal, dejó la bicicleta sobre la hierba y siguió a pie. Paseó por la fachada trasera, mirando por las ventanas abiertas y comprobando que, efectivamente, las cosas estaban cambiando.

      No podía ser de otro modo, con un hombre rico y experto en construcción. Probablemente bastaba con que chasqueara los dedos para tener el mejor equipo trabajando para cumplir sus deseos, pensó mientras procuraba ver el interior entre los maderos apoyados en la ventana. Porque lo cierto era que él era el dueño.

      El tipo se comportaba como la encarnación misma del encanto y la seducción, pero ella sabía de sobra que aquella imagen no hacía sino ocultar la determinación egoísta de los oportunistas de nacimiento. Podía ser divertido y cálido con el mundo exterior, pero cuando cerraba las puertas y se quitaba la máscara, no era más que otro hombre capaz de pisar a los más cercanos con tal de permanecer arriba.

      Se rodeó el cuerpo con los brazos, repentinamente helada, y miró por otra ventana a un cuarto en el que los hombres trabajaban con eficacia. Estaban empapelando las paredes y los rollos de papel pintado descansaban en una esquina de la habitación. Intentó ver el dibujo, pero no lo logró.

      Katherine no había mentido al decir que el lugar estaba viviendo una revolución. Evitó una mata de flores bajo una ventana y se apoyó en el alféizar de la siguiente, mirando al interior sin disimulo, cuando una voz sonó a su espalda.

      –¿Te diviertes?

      La sorpresa de ser descubierta cuando se creía sola, casi la hizo caerse sobre las matas de lilas. Pero logró darse la vuelta con dignidad y enfrentarse al propio Gregory Wallace, que la miraba con gesto divertido.

      –¿Qué hace aquí? –Sophie hizo la incoherente pregunta mientras se sonrojaba profundamente por la vergüenza de ser pillada haciendo algo que jamás hubiera hecho en circunstancias normales, es decir, espiar a un vecino.

      –¿Qué hago aquí? –el hombre reflexionó con intensidad unos instantes y luego su rostro se iluminó como ante una revelación–. ¡Oh, ya me acuerdo, vivo aquí!

      Una ráfaga de viento hizo que el pelo de Sophie le tapara el rostro y lo retiró con rabia mientras replicaba:

      –Me dijeron que estaba en Londres.

      –No hay que fiarse mucho de los chismes, ¿verdad? –la miró con comprensión fingida mientras el rostro de Sophie se volvía granate–. Pues sí, tenía que estar en Londres hasta mañana, pero cambié una cita para volver hoy y comprobar cómo va la obra.

      Sophie pudo observar que llevaba un traje gris bajo el abrigo y que el atuendo urbano parecía aumentar su estatura y fuerza, haciéndolo aún más impresionante.

      –Siento haber entrado en su propiedad –dijo Sophie con rigidez y buscó con la mirada su bicicleta.

      –Pero resulta que pasaba por aquí… ¿no?

      –No.

      –Entonces quiere decir que ha venido especialmente a ver qué pasaba.

      –Eso es –ahora que no se movía le parecía que hacía mucho más frío de lo que había creído en un principio. Estaba helada.

      –No vi un coche en la entrada.

      –He venido en bicicleta –hizo un gesto en dirección a la abandonada bicicleta y reprimió el deseo de correr hasta ella y salir huyendo.

      –Hace frío aquí fuera –el hombre miró a su alrededor, disfrutando, pensó Sophie con rencor, del mal rato que estaba pasando su víctima. El viento obedeció a su indirecta y una ráfaga más violenta sacudió los árboles cercanos–. ¿Por qué no entramos en la casa? Puedo enseñarte qué estamos haciendo con todo detalle y colmar así tu curiosidad.

      –No siento tanta curiosidad, gracias.

      –Oh, por Dios, pero, ¿qué te pasa?

      –No me pasa nada, y hace demasiado frío para seguir aquí, discutiendo. Si me lo permite, me marcharé…

      –No seas ridícula –la cortó con impaciencia–. Todo el pueblo siente curiosidad por la reforma y es lo más normal. Si no lo reconoces, eres una maldita hipócrita.

      Sophie abrió la boca por la sorpresa.

      –¿Quién se cree que es usted para hablarme así? –su voz sonó aguda por la indignación.

      –El propietario de esta casa y un hombre que no soporta a las mujeres cabezotas que ocultan sus sentimientos.

      Sophie lo miró, atónita.

      –Puede que suela hablar con las mujeres que conoce de ese modo, señor Wallace, pero yo no…

      –Oh, por favor. Es la segunda vez que te veo en mi vida y empiezo a creer que nunca he conocido a nadie tan cabezota. Qué te cuesta dejar esa actitud de dignidad ofendida, dejar de pasar frío y entrar a ver la casa. No hay peligro. Está llena de trabajadores.

      Su mirada decía que, aunque la casa hubiera estado completamente vacía, ella no hubiera tenido nada que temer de él, y Sophie lo sabía.

      También sabía la imagen que estaba dando. Aún más, contaba con su imagen de provinciana y mojigata para defenderse. No llevaba ni una gota de maquillaje, tenía el pelo revuelto por el viento, la ropa ocultaba perfectamente sus curvas, y para completar la imagen erótica, llevaba leotardos de lana, botas e incluso una camiseta térmica. Los mitones eran el toque final a tan hermosa estampa.

      –Si no es molestia –dijo al fin

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