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el suave roce de sus dedos en la piel le provocó una reacción en cadena de escalofríos en el cuero cabelludo, hipnotizándola de tal modo que no podía actuar.

      –Ya está –dijo él apartándole las manos de la cabeza –perfecto.

      –¡Vittorio!

      Una voz masculina resonó desde lo alto de las escaleras, salvándola de dar una respuesta cuando no tenía ninguna.

      –¡Has llegado!

      –¡Marcello! –respondió Vittorio a viva voz–. Te prometí que vendría, ¿verdad?

      –Contigo nunca se sabe –dijo el hombre bajando las escaleras de mármol de dos en dos.

      Iba vestido de arlequín en tonos negro y dorado. Cuando llegó abajo Vittorio y él se abrazaron brevemente.

      –Qué alegría verte –dijo el arlequín–. Y veo que has venido acompañado –sus labios se curvaron en una sonrisa–. Bienvenida, hermosa desconocida. Me llamo Marcello Donato.

      El hombre era imposiblemente guapo. Tenía la piel aceitunada, ojos oscuros, boca sensual y pómulos altos. Pero fue la calidez de su sonrisa lo que hizo que a Rosa le cayera bien al instante.

      –Yo soy Rosa.

      Marcello le tomó la mano para acercarla más a sí y la besó en ambas mejillas.

      –No nos conocemos, ¿verdad? –dijo al soltarla–. Estoy seguro de que me acordaría.

      –Yo mismo acabo de conocer a Rosa –reconoció Vittorio antes de que ella pudiera responder–. Estaba perdida en la niebla y no sabía cómo llegar a su fiesta, y me pareció injusto que se perdiera la mejor noche del carnaval.

      Marcello asintió.

      –Una injusticia de proporciones masivas. Bienvenida, Rosa. Me alegro de que hayas encontrado a Vittorio –dio un paso atrás y los observó detenidamente–. Hacéis una buena pareja. El guerrero fiero que protege a la princesa a la fuga… lo siento, soy un romántico.

      –¿Y de qué huye la princesa? –preguntó Rosa con cierta sorna.

      –Eso es muy fácil –respondió Marcello–. De una serpiente maligna. Pero no te preocupes, Vittorio te protegerá. No hay serpiente en la tierra capaz de vencerlo.

      Los dos hombres se miraron de una manera cómplice.

      –¿Qué me estoy perdiendo? –preguntó ella mirando primero a uno y luego a otro.

      –La diversión –dijo Marcello poniéndose otra vez la máscara–. Todo el mundo está en la planta de arriba. Vamos.

      Marcello era amable y cariñoso, y nadie parecía extrañarse por el modo en que Rosa iba vestida, así que empezó a relajarse. Se había preocupado por nada.

      Subieron juntos las escaleras a la zona de recepción del palazzo, que estaba a un nivel superior de las aguas del canal. Rosa se fijó en que aquella planta era todavía más opulenta y más impresionante que la anterior, con sus techos altos, las lámparas de araña de cristal y las ventanas ornamentales con vistas a lo que parecía ser el puente Rialto a la derecha. Y en ese caso…

      Rosa miró a través de la niebla y de pronto se hizo la luz en su mente.

      –¡Estamos en el Gran Canal!

      Marcello se encogió de hombros y sonrió antes de perderse entre la gente. Rosa sintió una punzada de alegría. Vittorio había sido muy amable pidiéndole que le acompañara, pero la realidad era que ya no estaba perdida. Se giró hacia él.

      –Ya sé dónde estoy. No estoy perdida. Sé volver a casa desde aquí.

      Vittorio se giró hacia ella, le puso las manos en los hombros y la miró fijamente.

      –¿Estás buscando una razón para escapar?

      Una sonrisa pícara asomó a sus labios. Se estaba burlando de ella, y Rosa se dio cuenta de que no le importaba, porque al ver su sonrisa sentía que estaba capturando algo único y auténtico.

      –No, no es eso…

      Vittorio alzó una ceja.

      –¿Por qué tienes tantas ganas de huir de mí?

      Estaba equivocado. No tenía ganas de huir de él, pero se sentía fuera de lugar con un hombre como él, que era mayor que ella, tenía más mundo y se movía en círculos de gente que tenía palazzos. Un hombre que le alteraba la sangre y le despertaba punzadas en el vientre, cosas que no estaba acostumbrada a sentir.

      –Me has invitado a esta fiesta porque estaba perdida y has sentido lástima de mí.

      Vittorio resopló.

      –Yo no hago las cosas por lástima, las hago porque quiero. Te he invitado porque me ha apetecido –le apretó ligeramente los hombros–. Así que en lugar de intentar buscar las razones por las que no deberías estar aquí, ¿por qué no disfrutas del momento?

      –Brindemos –dijo Marcello llegando con tres copas de champán y dándoselas–. Por el carnaval.

      –Por el carnaval –repitió Rosa alzando la suya.

      –Por el carnaval, y por la niebla veneciana que nos trajo a Rosa –murmuró Vittorio mirándola con sus profundos ojos azules.

      Rosa supo en aquel momento que aquella noche no duraría para siempre y se le haría muy corta, pero que pasara lo que pasara, la recordaría para siempre.

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