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hombres estaban concentrados en un partido de béisbol que emitían en una enorme pantalla de televisión. Ni siquiera prestaron atención a las piernas desnudas de Donovan. Por su parte, las mujeres del club de lectura estiraron el cuello sin ningún pudor. Olivia se hundió un poco más en la silla.

      –¿Cuánto tiempo lleváis reuniéndoos aquí? –le preguntó a Gwen.

      –Cerca de un año. Antes solíamos reunirnos en un Starbucks. La verdad es que el club estaba a punto de morir. Nadie tenía tiempo de leer y de reunirse después. Pero ahora tenemos un cien por cien de asistencia.

      –¿Y la lectura? –presionó Olivia.

      Pero no obtuvo respuesta porque Jamie Donovan había vuelto a aparecer con una enorme sonrisa. Su pelo le pareció más oscuro en aquel momento, pero las luces del ventilador del techo lo teñían de oro.

      –¡Feliz miércoles, señoras!

      Gwen sonrió de oreja a oreja.

      –¿No querrás decir «feliz día de la joroba»?

      –Vamos, Gwen, soy un chico educado. Deberías avergonzarte de ti misma.

      –Me encantaría poder avergonzarme de mí misma. ¿Quieres ayudarme?

      Por un instante, Olivia pensó que Gwen había ido demasiado lejos. Que había ofendido a aquel camarero. Él estaba trabajando. Le tocó el brazo a su amiga, intentando presionar para que se disculpara, pero Jamie soltó una sonora carcajada.

      –Muy bueno –reconoció entre risas–. ¿Lo traías preparado?

      –Es posible –contestó Gwen.

      –Me siento halagado. ¿Os traigo lo de siempre? ¿Una jarra de India pale ale y otra de ámbar?

      Todas se mostraron de acuerdo, pero cuando Jamie comenzó a volverse, Olivia se aclaró la garganta.

      –Perdona, ¿a mí podrías traerme una botella de agua?

      –Por supuesto –respondió, empezando a volverse, pero cuando posó en ella la mirada, se enderezó–. ¡Ah, hola! ¿Eres nueva en el club?

      Al saber que su sonrisa iba dirigida a ella, Olivia enmudeció. Entreabrió los labios. De ellos no salió un solo sonido.

      –Esta es Olivia –la presentó Gwen.

      –Hola, Olivia.

      ¡Dios santo! ¿Cómo era capaz de hacer que las sílabas de su nombre sonaran como un beso? Un beso profundo, lento. Olivia se estremeció.

      Jamie Donovan bajó la mirada. Y arqueó las cejas.

      –¡Vaya! Mira eso.

      La indignación la invadió al oír sus palabras. ¿Cómo se atrevía a mirarle los senos como si…?

      Pero Jamie hizo un gesto con la mano.

      –Parece que tú sí sabes cómo se supone que funciona un club de lectura. Las demás deberíais tomar nota.

      El calor encendió las mejillas de Olivia mientras bajaba la mirada hacia su subrayado ejemplar de El último mohicano. Las otras mujeres comenzaron a abuchear a Jamie y a lanzarle servilletas arrugadas. Por supuesto, no estaba mirando sus senos. Ni siquiera se había fijado en ella antes de comenzar a volverse hacia la barra. Olivia se inclinó para guardar el libro en el bolso.

      –Yo vi la película –comentó la mujer que estaba sentada a su lado–. Es increíble. Una historia magnífica.

      –Desde luego. La verdad es que me alegro de haberla leído. Aunque no vayamos a hablar de ella esta noche –desvió la mirada hacia Gwen–. ¿Por qué me dijiste que estabais leyendo El último mohicano?

      Gwen se encogió de hombros.

      –Porque si te hubiera dicho que solo íbamos a tomar una copa y a pasar el rato no habrías venido, ¿o no tengo razón?

      Olivia quería indignarse ante aquella mentira, pero Gwen tenía razón. Lo bueno de un club de lectura era que le proporcionaba a Olivia algo de lo que hablar. Había pensado que podría ayudarla a amortiguar la incomodidad que solían producirle las conversaciones con otras mujeres. Pero en aquel momento estaba allí y aquello era lo que se había propuesto.

      –Tienes razón –contestó–, así que, gracias.

      La conversación sobre El último mohicano condujo a seguir hablando de películas en las que actuaban hombres atractivos e incluso Olivia pudo hacer alguna contribución. Había estado casada, pero no ciega. Y tampoco estaba ciega cuando Jamie volvió a la mesa con las cervezas. Bastaron sus antebrazos desnudos para despertar su atención. Eran unos brazos fuertes y viriles. Todavía seguía mirándolos cuando apareció un vaso de agua ante ella.

      –Su vaso, señorita Olivia –le dijo, dirigiéndose a ella como si fuera una profesora. Y lo era. ¿Sería una coincidencia o se le habría pegado el olor de los rotuladores de pizarra?–. Y también un vaso para la pinta, supongo –deslizó un vaso vacío al lado del agua.

      A Olivia no le gustaba la cerveza, pero en aquel momento no podía interesarle más.

      –Por supuesto –contestó, y los ojos verdes de Jamie chispearon.

      ¡Dios santo! ¿Sería capaz de hacer eso a voluntad? Aquella mirada era un arma letal. Olivia desvió la mirada intentando protegerse y mantuvo los ojos bajos hasta que se fue. Aquel hombre era belleza y simpatía en estado puro. Una simpatía que no discriminaba objetivos. Un rasgo divertido para chicas acostumbradas a disfrutar de aventuras de una noche, pero, desde luego, no era algo por lo que ella debiera sentirse halagada. Lo sabía por propia, y dolorosa, experiencia.

      Pero sí se sentía halagada por el hecho de que Gwen se hubiera tomado la molestia de engañarla para que asistiera. Bastó aquello para hacerla sonreír mientras bebía un sorbo de la más clara de las dos cervezas. Pero aquella claridad ocultaba un sabor amargo y tuvo que disimular una mueca. A lo mejor podía convencer al grupo para que salieran a tomar un martini en otra ocasión. Sin embargo, a medida que fue avanzando la velada, fue acostumbrándose a aquel brebaje. Aquella cervecería no era como esos bares en los que los varones se agrupaban como los hombres de las cavernas. Era un espacio seguro y acogedor y Olivia descubrió que le gustaba. Incluso llegó a beberse medio vaso de aquella repugnante cerveza y, para cuando se disculpó para ir al cuarto de baño, sentía un zumbido muy agradable en la cabeza.

      Aquello iba a formar parte de su nueva vida. Un club de lectura sin libros. Mujeres que disfrutaban de su compañía. Y hombres encantadores dispuestos a atenderla. Bueno, por lo menos, un hombre encantador.

      De pie ante el espejo, Olivia se retocó el brillo de labios, parpadeó varias veces para humedecer las lentes de contacto y se alisó su nuevo peinado, una media melena. Había estado a punto de probar un nuevo color de pelo, pero, en aquel momento, se alegraba de no haberlo hecho. Porque aquella noche quería ser una mejor versión de sí misma. Más madura, más sabia y más segura. Algo más segura. Pero no tanto como para no sobresaltarse como un conejo asustado cuando al salir del cuarto de baño tropezó con Jamie Donovan.

      –¡Ay, lo siento!

      Alargó la mano como si quisiera apuntalar el barril de cerveza que se balanceaba sobre el hombro de Jamie. Pero Jamie la rodeó y dejó el barril en el suelo, detrás de la barra.

      –¿Quieres otra cerveza? –le preguntó.

      –¡No! –contestó ella con tanto énfasis que Jamie arqueó las cejas–. Quiero decir que no… estoy bien, gracias.

      –No te gusta la cerveza, ¿verdad?

      Olivia le miró avergonzada.

      –No, lo siento. No pretendo despreciar tu trabajo ni nada por el estilo…

      –Bueno, creo que mi autoestima sobrevivirá –aquella vez, la sonrisa de Jamie fue más natural, pero no por ello menos deslumbrante.

      –El problema es que me resulta demasiado amarga.

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