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sin experiencia y a Víctor le gustaba. Pero ser una inexperta con Jamie era una cuestión muy distinta. De modo que tendría que fingir. Algo que no tenía por qué resultarle en absoluto difícil. Había tenido relaciones sexuales durante una década. Un hombre no podía ser muy diferente de otro. El proceso siempre era el mismo. Ella tenía el mismo cuerpo. Y eso era lo que la preocupaba.

      Cuando le había preguntado a Víctor, este le había dicho que no le importaba que tuviera los senos pequeños. Pero había sido imposible ignorar las miradas que dirigía a los escotes de otras mujeres. Y las tres mujeres que le había conocido eran impresionantes en ese aspecto.

      Pero era absurdo preocuparse. Solo eran sus senos. Una pequeña parte de lo que a Jamie le interesaba de ella. Al menos, eso esperaba. Y, en cuanto a lo demás, no tenía por qué enterarse de que tenía tan poca experiencia. Saldría del paso fingiendo.

      Ella siempre había sido una persona que funcionaba mediante la lógica. Se sintió mejor después de elegir su sujetador favorito. Era de algodón lila con encaje blanco en los bordes. Se puso una braga a juego y se enfundó el vestido amarillo. Después, se puso las lentes de contacto y se maquilló.

      El reloj indicaba que todavía le quedaba media hora y no estaba muy segura de qué hacer, de modo que se sentó en el sofá con las manos en el regazo. Si quería, podía ir a casa de Jamie y limitarse a compartir el almuerzo con él. Lo sabía. Pero no era eso lo que quería. Le quería a él. Quería sentirle a su lado y dentro de ella. Y, por asustada que estuviera, no retrocedería. Alguien tenía que ser el primero después de Víctor y ese alguien iba a ser Jamie.

      Al cabo de treinta minutos de serena calma, se levantó, se puso unas sandalias de tacón y salió hacia casa de Jamie. Abordaría aquella diversión de la misma manera que abordaba cualquier otra cuestión: con lógica y tranquilidad.

      Lógica, tranquilidad y un corazón que latía enloquecido. Al parecer, lo de divertirse no iba a ser un asunto tan fácil, porque para cuando llegó a casa de Jamie, apenas podía oír otra cosa que su pulso acelerado.

      Advirtió que vivía en un bonito barrio, de casas grandes. Y la suya no era una excepción. El porche estaba dividido en dos entradas. Se dirigió a la de la izquierda y llamó. Cuando comenzó a marearse, se obligó a respirar, y siguió haciéndolo cuando vio una figura acercarse tras el cristal esmerilado de la puerta.

      –Señorita Bishop –la saludó Jamie. Una sonrisa se extendió por su rostro como un cálido regalo–, gracias por venir.

      Ojalá pudiera repetir más tarde esa misma frase, pensó Olivia. Reprimió una risa nerviosa mientras él le abría la puerta por completo y le hacía un gesto para invitarla a entrar. Olivia comenzó a pasar delante de él y trastabilló cuando Jamie se movió para besarla. En el preciso instante en el que se dio cuenta de que pretendía darle un beso en la mejilla, ella estaba volviéndose para darle un beso en la boca. Y para entonces ya fue demasiado tarde. Sus bocas toparon con torpeza antes de que Olivia se apartara.

      La puerta se cerró tras ella.

      –¡Qué bien huele! –dijo animada.

      –Gracias.

      –Y… –se fijó por fin en cuanto la rodeaba y giró asombrada–. ¡Qué bonito!

      Aquel no era un sórdido apartamento. Ni siquiera el refugio de un hombre. Los altos ventanales se abrían a la brisa, dejando que el sol iluminara el suelo de madera. Las puertas y los rodapiés también tenían la calidez de la madera y hacían un bonito contraste con el color almendra de las paredes.

      –¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

      –Unos dieciocho meses –la condujo hacia una cocina pequeña amueblada en granito oscuro y acero inoxidable.

      –Tienes una casa preciosa. No me esperaba esto.

      –¿Ah, no? –abrió la puerta del horno y sacó una sartén–. ¿Qué te esperabas entonces?

      Olivia se aclaró la garganta, pero no contestó.

      –¿Letreros de neón de marcas de cerveza? ¿Pósteres pegados con cinta adhesiva a las paredes?

      –No, yo…

      –Eso lo reservo para mi dormitorio. Así me aseguro de empezar bien el día.

      –Para –Olivia le dio un golpe en el brazo.

      Jamie la agarró de la muñeca y la atrajo hacia él.

      –Llevo mucho tiempo esperando esto.

      La abrazó, le rozó los labios y el mundo pareció explotar. Olivia entreabrió los labios y Jamie deslizó la lengua en su interior. Y, aunque todo comenzó despacio, Olivia no tardó en encontrarse apoyada contra la encimera de la cocina mientras la lengua de Jamie trabajaba en su boca y sus manos la agarraban de las caderas. Ella se aferró a él, adorando su olor, su sabor, su tacto. Durante tres noches seguidas, se había dormido oyendo su voz. También ella había estado esperando aquel momento.

      Habían compartido besos en otras ocasiones, pero aquello fue muy diferente. El cuerpo entero de Jamie estaba presionado contra el suyo. Olivia cambió de postura, Jamie presionó con las caderas y el deseo se desató dentro de ella.

      A lo mejor Jamie pretendía hacerlo allí mismo. A lo mejor la sentaba en la encimera, le subía la falda y le bajaba las bragas. Nunca se había visto en una situación como aquella, excitada hasta la desesperación en una cocina, con el frío granito a su espalda. Ya estaba húmeda. Tan húmeda, de hecho, que hasta podía notarlo.

      Algo vibró con fuerza y Oliva se sobresaltó.

      –Lo siento –le pidió Jamie con voz ronca–. Perdona un momento.

      Cuando Jamie se alejó, dejó tras él tal repentina frialdad que a Olivia se le irguieron los pezones. Tenía la sensación de estar a punto de estallar, pero Jamie continuó moviéndose con calma mientras se agachaba para sacar una fuente del horno.

      –Tortilla al horno. Espero que no tengas nada en contra del beicon.

      –No, intenté hacerme vegetariana hace unos cuantos años. Pero fue un vergonzoso fracaso.

      –¿Ah, sí?

      –A los cuatro días estaba tan desesperada por comer carne que paré en una tienda de camino a casa y me compré un taco. Me lo comí en la caja registradora, mientras estaba pagando.

      –Eso está muy mal –le reprochó Jamie–. Y yo que pensaba que eras una mujer tan controlada.

      Olivia sonrió, aunque era cierto que siempre le había gustado tenerlo todo bajo un estricto control.

      –Puedo llegar a perder la cabeza, supongo. Pase lo que pase, no te interpongas entre mí y una bandeja de tacos.

      –Jamás se me ocurriría.

      A pesar de la intensa esperanza de Olivia, Jamie no volvió a su lado. Al parecer, no iba a haber sexo en la cocina. Aquel hombre estaba dispuesto a darle de comer. Se acercó a la nevera y sacó un cuenco. Los ojos de Olivia bajaron hasta sus pies descalzos. Todo en él hacía que se le hiciera la boca agua, hasta sus pies. Tenía un aspecto adorable y juvenil con aquellos vaqueros viejos y la camiseta. Cuando alargó la mano hacia el interior de la nevera, la camiseta se levantó y Olivia tuvo posibilidad de ver un pedazo de su musculosa espalda y el hueso de su cadera sobresaliendo de forma deliciosa.

      Iba a hacerlo. De verdad lo iba a hacer. Iba a verle desnudo. Iba a tocarle. Iba a envolverle con su cuerpo. Qué sensación tan rara. Era como si se estuviera viendo a sí misma en una película, representando un papel.

      –Olivia, ¿puedes agarrar esto?

      «¿Esto?», Olivia estaba dispuesta a agarrar cualquier cosa que le pidiera. Pero, al final, resultó ser un cuenco de fruta cortada. Le siguió con tristeza a través de la cocina hasta la puerta de atrás.

      Estaba siendo encantador, estaba haciendo un gran esfuerzo por ella. Pero Olivia no necesitaba nada de aquello. ¿Se tomaría

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