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ladrillo. El único lugar al que no había podido llegar su violencia.

      Alex se frotó el hombro y recordó viejas heridas. Había soportado sus golpes y sus consejos: «Lucha por lo que quieres, porque nadie va a hacerlo por ti». Era la única cosa de valor que le había dado aquel malnacido.

      Había llegado el momento de levantar la cabeza y acabar con aquello.

      La imagen de unos ojos dulces y de una risa tentadora lo asaltó, haciéndolo gemir. Salió por la puerta y anduvo por la moqueta dorada y crema hasta llegar al otro lado del pasillo, donde había hecho que alojasen a Yelena.

      Llamó a la puerta y esperó unos segundos. Yelena abrió con una sonrisa en los labios, sonrisa que desapareció al verlo a él.

      Se había quitado el traje y se había puesto unos vaqueros y una camiseta blanca. Los pantalones enfundaban a la perfección sus largas piernas y la camiseta de algodón se pegaba a sus curvas, despertando la imaginación de Alex. Eran unas curvas extremadamente femeninas.

      Él juró en silencio y maldijo a su libido antes de ver cómo se apartaba Yelena y lo dejaba entrar.

      –¿Ha venido Jasmine a verte? –le preguntó Alex, a modo de saludo.

      Yelena se quedó con la mente en blanco y solo notó un cosquilleo en la piel al notar su cuerpo caliente y su familiar olor pasando por su lado.

      –La niñera –le recordó él.

      –Sí, está en el dormitorio, con Bella. Gracias por encargarte.

      Alex se encogió de hombros y se detuvo en el centro de la habitación. Miró a su alrededor.

      –El servicio de guardería del complejo es muy bueno. ¿Te ha gustado la habitación?

      –Es perfecta. Un poco grande.

      –Todas las suites tienen salón, dos dormitorios y cuarto de baño. Y, por supuesto, buenas vistas.

      Alex tomó un mando a distancia que había encima de la mesita del café y le dio a un botón.

      Las cortinas empezaron a separarse muy despacio.

      –¿Son cortinas eléctricas? –preguntó Yelena.

      –Sí –respondió él, divertido al verla sorprendida–. No podemos permitir que nuestros clientes tengan que abrirlas con las manos.

      Ella sacudió la cabeza y sonrió también, muy a su pesar.

      –Por supuesto que no. Podrían… ¡oh!

      Las vistas eran maravillosas. Un enorme acantilado con una cascada que brillaba bajo la luz del sol e iba a parar a un gran lago. Alrededor de este se extendía la flora autóctona y a Yelena le costó distinguir las pequeñas cabañas que Diamond Bay ofrecía a sus clientes.

      Parecía el decorado de una película de enorme presupuesto, pero ella sabía que era real. Diamond Bay tenía el único lago artificial del Estado.

      Y alrededor de este serpenteaban las instalaciones del complejo, formando un refugio lujoso y privado.

      –Es…

      –¿Increíble?

      Yelena dio un paso hacia la ventana, luego, otro.

      –Arrebatador.

      Alex se cruzó de brazos.

      –William Rush tenía buen gusto para las cosas espectaculares.

      Ella se giró despacio a mirarlo y estudió su perfil.

      Allí pasaba algo. Había tensión, sí. Ella había esperado eso, e incluso asco, después de haberlo dejado tirado. Pero había algo más… Sus ojos lo escrutaron. Vio que tenía el ceño ligeramente fruncido, la mandíbula apretada. Se fijó en su nariz aquilina, que bajaba hasta una boca demasiado cálida, demasiado tentadora.

      Él cambió de postura y la miró también.

      –Imaginé que te gustaría –murmuró, casi para sí mismo.

      Y, por un segundo, ella vio el brillo de algo más en sus ojos, pero después se preguntó si no se lo habría imaginado.

      Se quedó sin aliento. Y molesta.

      –Voy a enseñarte tu lugar de trabajo –le dijo Alex.

      Ella asintió, con el corazón acelerado, desapareció en su dormitorio y volvió a aparecer con su maletín y con un grueso bloc de notas.

      –Tu hermana tiene catorce años, ¿verdad? –le preguntó Yelena mientras lo seguía por el pasillo.

      –Hará quince en mayo –la corrigió él, relajándose de repente–. No la conoces, ¿verdad?

      –La vi una vez. Gabriela la invitó a un acto de la embajada el año pasado.

      –Ah, es verdad… –giraron a la izquierda y se detuvieron delante del ascensor–. Volvió muy contenta. Y pasó mucho tiempo enseñando la tarjeta de «invitado especial» a todo el mundo.

      Alex apretó el botón y también los labios.

      –Tu madre no pudo asistir esa noche. Estaba enferma, ¿no?

      –Sí.

      Alex bajó la mirada y se cruzó de brazos, girando el cuerpo hacia los ascensores.

      «Qué raro», pensó Yelena, pero no lo comentó.

      –Esa noche me besaste por primera vez. En la cocina, ¿te acuerdas? –le dijo él.

      Yelena levantó la vista, sonrojada.

      –Me besaste tú a mí.

      –Y después me mandaste a paseo –comentó Alex, haciendo una mueca.

      –Eras el novio de Gabriela.

      –Uno de tantos.

      –¿Estás acusando a mi hermana de…?

      –Oh, venga ya, Yelena –dijo Alex, poniendo los ojos en blanco justo antes de que se abriesen las puertas del ascensor–. Los dos sabemos que Gabriela es una chica de vida alegre, en el buen sentido del término. Le gustaba llevarme colgado del brazo cuando estaba en la ciudad, pero no le interesaba mucho más.

      «No puedo hablar de esto», se dijo Yelena, agarrando su bolso con fuerza y clavando la vista en las puertas del ascensor.

      –Cuéntame más cosas de Chelsea –le pidió.

      Él hizo una pausa, como para hacerle saber que sabía que estaba intentando cambiar de tema.

      –Es una chica increíble –dijo por fin–. Y una prometedora tenista. Por fuera parece fuerte, pero por dentro…

      –Es la típica adolescente: vulnerable e insegura.

      –Sí –admitió él, sorprendiéndola con su sonrisa–. ¿Tú qué sabes de eso?

      –Lo sé todo –le dijo ella mientras ambos salían del ascensor–. Era la chica nueva del colegio, ¿recuerdas? Y, además, extranjera.

      –Todavía me acuerdo del día que llegaste.

      ¿Cómo iba a olvidarlo? La belleza morena de Yelena los había vuelto locos a todos, montada en su BMW negro y brillante, con las gafas de sol de Dior puestas.

      –Estaba muy nerviosa –le contó ella, sacándolo de sus pensamientos.

      –Pues no se notaba. Te deslizaste por el aparcamiento como si fuese tuyo.

      Ella rio un momento mientras pasaba por delante de la puerta de cristal que Alex acababa de abrir.

      –¿Que me deslicé? No creo.

      –Sí. Gabriela va a saltos por la vida. Tú te deslizas como un barco perfecto por un mar en calma.

      –¿Así es como me ves… perfecta? ¿Intocable?

      Él

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