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tirarte otra almohada, si quieres —dijo.

      Pero él la había distraído de su pesadilla. Suzanne sabía que esa había sido su intención y lo amaba por ello.

      —Solo digo que quizá debas dejar alguno en el bosque —Stewart arrojó la tolla húmeda sobre la silla, pero, cuando captó la mirada de ella, la recuperó y la llevó al cuarto de baño—. Todos los años te matas convirtiendo este sitio en un cruce entre un país de las maravillas invernal y el taller de Santa Claus —empezó a vestirse rápidamente, poniéndose todas las capas necesarias para su trabajo—. Tienes grandes expectativas, Suzanne. No es fácil cumplirlas.

      —Es verdad que las cosas pueden ser un poco estresantes cuando las chicas están juntas…

      —Son mujeres, no chicas. Y «un poco estresantes» es decir muy poco.

      —Quizá este año sea diferente —Suzanne quitó las sábanas de la cama—. Beth y Jason son felices. Estoy deseando tener a mis nietas aquí. Colgaré calcetines encima de la chimenea y prepararé bandejas de dulces. Y Hannah no tendrá que hacer nada, porque pienso tenerlo todo hecho cuando llegue para poder pasar tiempo con ella. Quiero que me ponga al día de lo que hace —sujetó las sábanas contra su pecho—. ¡Ojalá encontrara a alguien especial para…!

      —¿Para qué? ¿Para comérselo con patatas? —Stewart movió la cabeza—. Te suplico que no le digas eso a ella. Las relaciones de Hannah son asunto suyo. Y no me parece que tenga mucho interés.

      —No digas eso —repuso ella.

      Se negaba a creer que pudiera ser verdad. Hannah necesitaba una relación íntima. Una familia propia. Un círculo protector. Todo el mundo necesitaba eso.

      Era algo que ella, Suzanne, siempre había deseado. Con seis años había soñado ya con eso. Había pasado sus primeros años con una madre demasiado borracha para ser consciente de su existencia. Más tarde, cuando los órganos internos de su madre habían dejado de luchar contra el maltrato constante que sufrían, Suzanne había entrado en una casa de acogida. Todas las historias que escribía en el colegio tenían que ver con ella formando parte de una familia cariñosa. En sus sueños tenía padres y hermanos. Cuando cumplió los diez años, se había resignado ya a que eso nunca iba a ocurrir.

      Al final había acabado en una residencia y allí había conocido a. Esta se había convertido en la hermana que Suzanne tanto había anhelado y había volcado en esa amistad todo el amor que le sobraba. Estaban tan unidas, que la gente asumía que eran familia.

      El amor de Cheryl había llenado todas las grietas y huecos en el alma de Suzanne, como pegamento que juntara fragmentos rotos. Dejó de sentirse sola y perdida. Ya no quería que la adoptaran porque tendría que irse de la residencia y eso implicaba dejar a Cheryl.

      Compartían habitación, compartían ropa y compartían risas. Compartían también esperanzas y sueños.

      El recuerdo era tan vívido y la necesidad de oír la risa contagiosa de Cheryl tan fuerte, que Suzanne estuvo a punto de alcanzar el teléfono.

      Hacía veinticinco años que no hablaban y, sin embargo, el impulso de llamarla no había desaparecido.

      La parte de ella que echaba de menos a su amiga no se había curado nunca.

      La voz de Stewart la arrastró de vuelta al presente.

      —¿Suzanne? ¿En qué piensas?

      Él creía que Cheryl era una mala influencia.

      Lo irónico de eso era que Suzanne no habría conocido a Stewart de no ser por Cheryl. No habría sido guía de montaña de no ser por Cheryl.

      —Estaba pensando en Hannah —contestó.

      —Si le hablas de su vida amorosa, te garantizo que subirá al primer avión que salga de aquí y no tendremos una Navidad feliz.

      —No le diré ni una palabra. Le pediré a Beth que me ponga al día. Me alegro de que vivan las dos en Nueva York. A Hannah le viene bien tener a su hermana cerca. Y Beth está casada y feliz y le encanta ser madre. Puede que eso inspire a Hannah.

      Pronto volverían a estar juntas las tres hermanas y Suzanne sabía que ese año la Navidad sería perfecta.

      Estaba segura.

      Capítulo 2

      Beth

      La maternidad la estaba matando.

      Beth intentaba en vano sacar a sus hijas de su juguetería favorita cuando llegó la llamada. Por un momento se sintió culpable, como si la hubieran pillado haciendo algo que no debía.

      Le había prometido a Jason que no compraría más juguetes, pero no se le daba bien negarles nada a las niñas. Su marido subestimaba continuamente la insistencia de las niñas. Nadie podía acabar con la determinación de una persona tan fácilmente como un niño decidido. «Por favor, mamá. Por favor, por favor…».

      A ella le resultaba especialmente difícil porque quería a toda costa ser una buena madre y tenía la desagradable sospecha de que no lo era. Había descubierto que había una gran brecha entre la intención y la realidad.

      Sacó el teléfono y apartó a Ruby de otro camión de bomberos gigante, ese con luces parpadeantes y una sirena ruidosa, que sin duda lo habría diseñado un hombre joven, soltero y sin hijos.

      No reconoció el número, pero contestó de todos modos, reacia a perder lo que podía ser la oportunidad de una conversación con un ser adulto. Desde que tenía hijos, su mundo se había encogido, y tenía la sensación de haberse encogido con él.

      Esos días estaba dispuesta a hacer amistad con cualquiera que no quisiera hablar de problemas para comer, dormir o de comportamiento. La semana anterior se había descubierto prolongando una conversación con alguien que quería venderle un seguro del coche, aunque no tenía coche. Al final había colgado el vendedor, lo cual debía de ser todo un hito en la historia de las llamadas de ventas.

      —Hola —dijo.

      El teléfono estaba pegajoso e intentó no pensar en la procedencia de la sustancia pegada a él. ¿La golosina favorita de Melly? Cuando Beth estaba embarazada, había decidido no dar jamás azúcar a sus vástagos, pero esa, al igual que tantas otras resoluciones, se había evaporado ante el fuego feroz de la realidad.

      —¡Quiero el camión de los bomberos, mamá!

      Como siempre, a las niñas les daba igual que estuviera hablando por teléfono y seguían hablando con ella. Ni descansos para publicidad, ni para ir al baño y, desde luego, no para llamadas telefónicas.

      Sus necesidades eran las últimas de la fila.

      Beth siempre había sabido que quería tener hijos. Lo que no sabía antes de ser madre era a cuánto de sí misma tendría que renunciar en el proceso.

      Se volvió ligeramente para poder oír a la persona que llamaba.

      —¿Beth McBride? —era una voz vigorosa y formal. Una mujer con un objetivo, que tachaba esa llamada de su lista de cosas que hacer.

      En otro tiempo, Beth había sido como esa mujer. Había disfrutado del glamour y el brillo de Manhattan. Del ritmo frenético de la ciudad. Había sido como probarse un vestido y descubrir que te sienta perfectamente y que no quieres quitártelo nunca. Quieres comprarte dos por si se estropea uno y altera de algún modo esa imagen perfecta.

      Y luego, un día, te despiertas y descubres que el vestido ya no es tuyo. Lo has echado de menos. Has visto a otras personas con él y has querido arrancárselo.

      —Beth McBride al habla.

      McBride.

      Hacía años que nadie la llamaba así. Años que era Bethany Butler.

      —Beth, soy Kelly Porter, de KP Recruiting.

      Beth habría soltado el teléfono,

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