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la carta original, con el sello incriminador, estuviera emparejada con las instrucciones destinadas a ella.

      —En cuanto a Wolverstone —explicó Del—, le he enviado aviso de que hemos puesto su plan en acción. Partió hace diez días con la última fragata, de modo que sabrá que nos dirigimos a casa con suficiente antelación como para poder disponer a sus hombres en los puertos.

      Rafe alargó una mano, tomó el portarrollos que tenía más cerca, junto con la carta y las instrucciones, y se dispuso a abrir el cilindro.

      —Ahora, tal y como sugirió él, sorteamos los lotes, en este caso los cilindros —anunció mientras procedía a enrollar cuidadosamente la carta y las instrucciones y a introducirlas en el cilindro.

      Los demás hicieron lo mismo, sonriendo tímidamente, conscientes todos de que Del había estado a punto de hacer valer su rango y reclamar el original.

      No habría servido de nada, pues habían renunciado a sus cargos esa misma mañana. Estaban todos juntos en eso, todos iguales.

      —¿Dónde está la cesta? —preguntó Rafe mientras cerraba su cilindro.

      Gareth volvió a depositarla sobre la mesa. Rafe la tomó y dejó en su interior el cilindro que había rellenado, y luego recogió los cilindros de los demás, cerrados con las cartas y las instrucciones.

      —Muy bien —Rafe se levantó, cerró la tapa de la cesta con sus manos y la agitó para que se mezclaran los cilindros. Con un último y exagerado movimiento, dejó la cesta en medio de la mesa y volvió a sentarse.

      —Todos juntos —propuso Del—. Metemos la mano y cada uno toma un portarrollos, todos a la vez, el que tenga más cerca —miró a los otros a los ojos—. No los abriremos aquí. Abandonaremos esta habitación juntos, pero desde el momento en que salgamos por la puerta del Red Turkey Cock, tomaremos caminos diferentes.

      Esa misma mañana habían abandonado los barracones. En el transcurso de los años, todos habían reunido unos cuantos criados que viajaban con ellos. Esos criados estaban en esos momentos preparados y esperando, preparados para viajar, pero cada uno a un destino diferente.

      Intercambiaron una última mirada y se echaron hacia delante, hundiendo una mano en la cesta. Esperaron a que cada uno hubiese agarrado un cilindro y, todos a una, sacaron el suyo de la cesta.

      —Muy bien —dijo Rafe, la mirada fija en su portarrollos.

      —Un momento —Gareth apartó la cesta vacía de la mesa y la sustituyó por una botella de aguardiente y cuatro vasos. Llenó los vasos con el líquido ambarino y dejó la botella sobre la mesa.

      Cada uno tomó un vaso y se levantó.

      —Caballeros —Del extendió su brazo y miró a cada uno de los demás—. Por nuestra salud. Buen viaje y que la suerte nos acompañe.

      Sabían que la Cobra Negra los iba a perseguir. Sabían que necesitaban toda la suerte del mundo.

      —Hasta que volvamos a vernos —Gareth levantó su vaso.

      —En las verdes costas de Inglaterra —añadió Logan.

      —Por la muerte de la Cobra Negra —tras dudar unos instantes, Rafe también levantó su vaso.

      Todos asintieron y bebieron, vaciando sus vasos y dejándolos sobre la mesa.

      Se volvieron hacia la puerta, levantaron la persiana de bambú y pasaron por debajo, saliendo al bar cargado de humo.

      Avanzaron con rapidez entre las desvencijadas mesas y llegaron a la puerta de la taberna, hasta los polvorientos escalones.

      Del se detuvo y alargó una mano.

      —Buena suerte.

      Todos se estrecharon las manos, cada uno de ellos con los demás.

      Y durante un último instante, se limitaron a quedarse allí y mirarse los unos a los otros.

      Hasta que Rafe dio un paso hacia la polvorienta calle.

      —Que Dios y San Jorge nos acompañen a todos —con el último saludo, se alejó.

      Se separaron y cada uno de ellos desapareció por un camino diferente de la bulliciosa ciudad.

      15 de septiembre, dos noches después

      Bombay

      —Tenemos un problema.

      La voz encajaba con el entorno, el aristocrático y sucinto acento adecuado a la belleza, la elegancia, el inmoral lujo que prevalecía en el patio cerrado del discreto bungalow escondido en el límite del elegante distrito de Bombay.

      Vista desde fuera, la casa no llamaría la atención de nadie. La fachada que daba a la calle no destacaba por nada, idéntica a muchas que la rodeaban. Pero al entrar al vestíbulo, a uno le asaltaba una sensación de discreta elegancia, si bien las estancias delanteras, las que podrían frecuentar las visitas de cortesía, no pasaban de ser discretamente refinadas, sobrias y bastante espartanas.

      Los pocos elegidos que eran invitados a pasar más allá rápidamente sentían el cambio en el ambiente, uno que llenaba sus sentidos de crecientes riquezas.

      No era solo un despliegue de riqueza, sino un despliegue deliberadamente sensual. Cuanto más se adentraba uno en las estancias privadas, más lujoso, más elegante era el mobiliario, más artístico y elegante el decorado.

      El patio, rodeado por las estancias privadas del dueño, era el apogeo del placer sensual y reparador. Un estanque alargado y alicatado brillaba bajo la luz de la luna. Árboles y arbustos bordeaban las paredes encaladas, mientras que las ventanas y puertas abiertas daban acceso a estancias misteriosamente oscuras y seductoras. El exótico perfume de una pasiflora impregnaba la brisa nocturna, las flores caídas como pedacitos de seda esparcidas por el suelo de piedra.

      —¿Y eso? —una segunda voz contestó a la primera en la fresca oscuridad.

      Las dos personas conversaban en la extensión abierta de la terraza que salía del salón privado del dueño y se adentraba en el patio. La segunda persona estaba recostada en un sofá, apoyado contra cojines de seda, mientras que la primera caminaba de un lado a otro del borde de la terraza, los talones marcando un ritmo que evidenciaba cierta tensión.

      Un tercer hombre observaba en silencio desde un sillón junto al sofá.

      Las sombras de la noche los engullían a todos.

      —¡Maldito Govind Holkar! —la primera persona se interrumpió y se mesó los espesos cabellos—. No me puedo creer que tardara tanto en avisar.

      —¿Avisar de qué? —preguntó la segunda persona.

      —Perdió mi última carta, la que le envié hace más de un mes para intentar persuadirle de que nos diera más hombres. Esa carta.

      —Por perder, te refieres…

      —Me refiero a que desapareció del escritorio de la habitación de Holkar en el palacio del gobernador en Poona mientras ese condenado sabueso de Hastings, ese MacFarlane, estaba casualmente allí, esperando para escoltar a la sobrina del gobernador de regreso a Bombay.

      —¿Cuándo fue eso? —la segunda voz ya no sonaba tan lánguida.

      —El día dos. Por lo menos ese fue el día en que Holkar se dio cuenta de que la carta había desaparecido. Y también fue ese el día en que MacFarlane abandonó Poona al amanecer con su tropa y la sobrina del gobernador. Holkar envió a sus hombres tras ellos…

      —No me lo digas —la voz de barítono del hombre que había permanecido en silencio contrastaba con las más agudas de los otros dos—. Mataron a MacFarlane, pero no encontraron la carta.

      —Eso es —la voz del primer interlocutor estaba cargada de ira y frustración.

      —Entonces por eso matamos a MacFarlane… me lo estaba preguntando —el tono frío del segundo interlocutor no dejaba traslucir emoción alguna—.

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