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de mitigar sin éxito la molesta jaqueca. El sol resplandeciente y el silencioso y hermoso jardín parecían burlarse de la agitación que bullía en su cerebro.

      Ir a Paxos había parecido tan buena idea… En el pasado, la villa familiar siempre había sido un refugio acogedor y sereno, alejado de los ojos curiosos de los medios de comunicación; un lugar donde podía relajarse y ser él mismo. Pero incluso ese emplazamiento tranquilo carecía de la magia suficiente para ofrecerle el sosiego que necesitaba para acabar su trabajo.

      Después de cuatro días de repasar la biografía de su madre, sus emociones eran un tumulto de sobrecogimiento ante tanta belleza y talento mezclados con la tristeza y el remordimiento por todas las oportunidades que había perdido cuando estaba viva. Todas las cosas que habría podido decir o hacer y que podrían haber marcado una diferencia en lo que ella había sentido y en la decisión tomada. Quizá hasta convencerla de no haberse sometido a aquella intervención.

      Pero ese era un camino muerto.

      Y lo peor era que siempre había atesorado la soledad que ofrecía la villa, pero en ese momento parecía reverberar con los fantasmas de días más felices, haciendo que se sintiera solo. Aislado. Su hermana, Cassie, había tenido razón.

      Cinco meses no bastaban para desterrar su dolor. Bajo ningún concepto.

      Entonces apareció a su lado un estilizado gato negro que maulló pidiendo la comida mientras se frotaba contra la tumbona.

      –De acuerdo, Emmy. Lamento la tardanza.

      Cruzó el patio descalzo hacia la barbacoa de piedra, atento a las afiladas piedras. De un cubo metálico sacó una caja de galletas para gatos y llenó un comedero de plástico, evitando los dientes del felino mientras atacaba la comida. A los pocos segundos, los dos cachorros blancos que había tenido se acercaron con cautela al plato, con las orejas y la lengua rosadas en total contraste con su madre. Papá Oscar debía de estar en los olivares.

      Les llenó el cuenco de agua y les deseó buen provecho.

      Al regresar a la villa, suspiró mientras se pasaba una mano por el pelo.

      Le había robado diez días a Inversiones Belmont para tratar de ordenar la maleta llena de páginas manuscritas, recortes de prensa, notas personales, diarios de citas y cartas que había recogido del escritorio de su difunta madre. Hasta el momento, solo había experimentado un rotundo fracaso.

      Desde luego, no había sido idea suya acabar la autobiografía de su madre. Ni mucho menos. Sabía que únicamente atraería más publicidad a su puerta. Pero su padre se mostraba empecinado en ello. Estaba preparado para dar entrevistas de prensa y convertirse en propiedad pública si con ello ayudaba a desterrar los fantasmas y celebrar la vida de ella del modo que quería.

      Por supuesto, eso había sido antes de la recaída.

      Además, jamás había sido capaz de negarle nada a su padre. En el pasado ya había apartado a un lado sus sueños y aspiraciones personales por la familia y gustoso volvería a hacerlo sin pensárselo dos veces.

      Pero… ¿por dónde empezar? ¿Cómo escribir una biografía de la mujer mundialmente conocida como Crystal Leighton, hermosa e internacional estrella de cine, pero que para él era la madre que lo había acompañado a comprar zapatos y había asistido a cada competición deportiva de la escuela?

      La mujer que había estado dispuesta a abandonar su carrera cinematográfica para no someter a su familia a la invasión constante y repetida de intimidad que acarreaba el rango de celebridad.

      Se detuvo bajo la sombra de la marquesina del ventanal que daba al comedor y contempló los jardines y la piscina.

      Necesitaba hallar algún enfoque nuevo para sortear la masa de información que cualquier celebridad, esposa y madre acumulaba en una vida y darle algún sentido.

      Y deprisa.

      El editor había querido el manuscrito en su mesa a tiempo para un importante homenaje de Crystal Leighton en un festival de cine de Londres programado para la semana anterior a Semana Santa. La fecha de entrega se había alargado hasta abril y en ese momento podía considerarse afortunado si tenía algo para antes de finales de agosto.

      Y cada vez que la fecha de entrega cambiaba, aparecía otra biografía no autorizada, por lo general llena de mentiras, especulaciones e insinuaciones personales sobre su vida privada y, por supuesto, la terrible forma en que había llegado a su fin.

      Tenía que hacer algo, cualquier cosa, para proteger la reputación de su madre.

      Y si alguien iba a crear una biografía, sería alguien a quien le importara mantener dicha reputación y recuerdo vivos y respetados.

      Y quizá existiera la remota posibilidad de que él pudiera reconciliarse con la propia culpabilidad de cómo le había fallado al final, algo que lo estaba ahogando. Quizá.

      Giró hacia el interior y frunció el ceño al ver movimiento al otro lado de los ventanales que separaban la casa del patio.

      Su ama de llaves no estaba y no esperaba visitas. Ninguna. Su oficina tenía órdenes estrictas de no revelar la localización de la villa ni de proporcionarle a nadie detalles de su contacto privado.

      Parpadeó varias veces y encontró las gafas en la mesita lateral.

      Una mujer que nunca había visto entraba en su salón, recogiendo cosas y volviendo a dejarlas en el sitio que les correspondía como si fuera la dueña del lugar.

      ¡Sus cosas! Documentos personales y muy íntimos.

      Respiró despacio y se obligó a mantener la calma. Tuvo que contener el impulso de echar a esa mujer a la fuerza.

      Lo último que quería era a otra periodista o supuesta cineasta buscando trapos sucios entre las cartas personales de sus padres.

      Algo inaceptable.

      La puerta del patio estaba medio abierta, por lo que cruzó el suelo de piedra con el sigilo que le daba estar descalzo y para que ella no pudiera oírlo por encima de la música de jazz para piano que sonaba en el equipo de música.

      Apoyó una mano en el marco. Pero al tirar del cristal su cuerpo se paralizó.

      Había algo vagamente familiar en esa mujer de pelo castaño tan ajena a su presencia mientras estudiaba la colección familiar de novelas populares y libros empresariales que se habían acumulado allí con el paso de los años.

      Le recordaba a alguien a quien ya había conocido, pero su nombre y las circunstancias de dicho encuentro solo producían una irritante mente en blanco. Quizá se debía a la extraña combinación de ropa que llevaba. Nadie en la isla elegía adrede ponerse unas mallas de un motivo floral gris y rosa debajo de un vestido fucsia y una chaqueta cara. Y debía de llevar cuatro o cinco pañuelos largos de diseños y colores de marcado contraste, lo que con ese calor no solo era una locura, sino algo ideado para impresionar en vez de resultar funcional.

      Pero una cosa estaba clara. Esa chica no era una turista. Era una mujer de ciudad enfundada en ropa de ciudad. Y eso significaba que se encontraba allí por un motivo… él. No obstante, fuera quien fuere, era hora de averiguar qué quería y enviarla de vuelta a la ciudad.

      Entonces la vio alzar una foto enmarcada en plata y se le heló la sangre.

      Era la única fotografía que tenía de las últimas Navidades que habían celebrado juntos como una familia. El rostro feliz de su madre sonreía bajo la falsa cornamenta de reno que lucía para alegrar al pequeño de Cassie. Una instantánea de la vida en la Mansión Belmont como solía ser y que ya no podría repetirse jamás.

      Y que en ese instante estaba en manos de una desconocida.

      Tosió con ambas manos en las caderas.

      –¿Buscas algo en particular? –preguntó.

      La chica giró en redondo con una expresión de absoluto horror en la cara. Y mientras lo miraba a través de las enormes gafas de sol, un fugaz fragmento de memoria pasó por su mente

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