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si se encargaba de la casa–. Con esa hija que tiene, que le saca faltas a todo, sabes tan bien como yo que no hay nadie que aguante en aquella casa más de cinco minutos.

      –¿Y qué hago?

      –¿Qué es lo que quieres hacer?

      Yancie se quedó pensativa. Quería mucho a su padrastro, pero…

      –No puedo volver –respondió–. Es imposible vivir con Estelle.

      –Pues no vuelvas –le respondió Delia Alford–. Puedes quedarte a vivir aquí si quieres. Aunque estoy segura de que Astra querrá que te vayas con ella. Tiene sitio en su piso. También te puedes ir a casa de Fennia.

      El piso en el que vivían sus primas era del padre de Astra. Él vivía en las Islas Barbados, en vez de en su piso de Londres.

      Yancie estaba a punto de decirle que iba a llamar a Astra cuando llegó su primo Greville a ver a su madre.

      –¡Yancie! –exclamó sonriendo, después de saludar a su madre. Se dirigió a ella con los brazos abiertos.

      Yancie se acercó a su medio primo, que ya estaba cerca de los cuarenta. Greville le dio un abrazo y un beso y después le preguntó que qué era aquello que había oído cuando entraba de que iba a buscar trabajo.

      Mientras se tomaban una taza de café, Yancie le informó de todo lo que había pasado.

      –Tendría que haber buscado trabajo mucho antes –le dijo Yancie.

      –Ya sabes que tu madre no va a poner muy buena cara cuando se entere, ¿no? –comentó Greville–. Se va a enfadar tanto contigo como con Ralph.

      –No me había acordado de mi madre –respondió Yancie. Hacía años que no vivía con ella, ya que nada más cumplir los siete la habían enviado a vivir interna en un colegio.

      Yancie siguió conduciendo mientras se acordaba de su padre que había muerto en un accidente de esquí. Su madre había heredado bastante dinero, pero se lo había gastado casi todo. Porque a Ursula Dawkins no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de buscar trabajo. En vez de eso, lo que había hecho había sido casarse con un hombre con mucho dinero. Ese hombre fue Ralph Proctor.

      Yancie pasaba las vacaciones en su casa y se había encariñado mucho con Ralph Proctor. Y él también con ella. Cuando su madre se divorció de él, su padrastro no solo le daba dinero a su madre, sino también a ella para que terminase sus estudios.

      Pero eso no impedía que su madre tratara de hacerle la vida imposible si se enteraba de que no solo había abandonado la casa de Ralph, sino que además había encontrado un trabajo.

      –El problema es que no tengo ninguna especialidad –le explicó a su tía y a su primo–. Podría hacer las cosas de la casa, supongo, pero…

      –¡De eso nada! –exclamó Delia Alford de forma tajante.

      –Pero es que es lo único que sé hacer –confesó Yancie.

      –¡Tonterías! –declaró su tía–. Sabes conducir y sabes…

      –Hay un puesto de conductora en Addison Kirk –intervino Greville. Su madre y su prima lo miraron–. Pero a lo mejor no te apetece hacer eso…

      –¡Me encantaría! –respondió Yancie muy contenta.

      –Oye, que no te lo decía en serio.

      –Pues yo sí.

      –No sé si van a querer darle el puesto a una mujer… –empezó a decirle. Al ver cómo le estaban mirando las dos, no pudo hacer más que sonreír–. Aunque como todos dicen que hay que conseguir la igualdad de las mujeres, a lo mejor se lo piensan.

      Greville les contó que uno de los conductores se había jubilado y que el puesto llevaba vacante más de una semana. Delia puso una sonrisa de oreja a oreja. Estaba orgullosa de su hijo. Él, al igual que su padre, estaba en el consejo de administración de Addison Kirk.

      –Pues entonces no hay nada más que hablar –le respondió su prima sonriendo–. ¿Para qué sirve si no tener un primo en el consejo de administración?

      –Tienes razón –replicó su primo.

      Después de pasar una entrevista, cuyos resultados ella ya sabía de antemano, Yancie consiguió el puesto. Greville le sugirió que no dijese a nadie que había conseguido aquel trabajo por él.

      –De hecho –le dijo sonriendo–, sería mejor que nadie se enterara de que somos familia.

      Yancie guardó el secreto. En pocas semanas pasó de no tener coche a ir a visitar a sus amigos conduciendo un Mercedes, un Jaguar y otros coches parecidos.

      El jefe de Yancie le había hecho unas pruebas de conducción y había quedado satisfecho. Le tomaron medidas para hacerle un uniforme. Dos chaquetas, dos faldas y varias camisas con el logotipo bordado de Addison Kirk, que consistía en un puente sobre la bola del mundo. Yancie pensó que el logotipo tenía que ver con el material industrial que fabricaba la empresa. Cuando iba a visitar a sus amigos se ponía un broche sobre el logotipo. No quería correr el riesgo de que alguno de ellos fuera con el cuento a su madre.

      Yancie, mientras conducía, se quedó pensando en la sugerencia que le había hecho su tía, de que se fuera a vivir con sus primas.

      –Que no se te ocurra irte a vivir a otra parte –le había dicho Astra.

      –Eso mismo digo yo –repitió Fennia. Era como estar otra vez en la residencia, pero mejor. Las tres primas tenían más o menos la misma edad y se llevaban como hermanas.

      Yancie miró el cuadro del coche y se fijó en que se estaba quedando sin gasolina. Iba a ser difícil poder llegar con lo que le quedaba a Londres. Ni tampoco tenía suficiente para ir a recoger al señor Clements.

      Pensó en que no faltaba mucho para llegar a una gasolinera. Sería mejor no pasársela, porque no habría otra en varios kilómetros. No había tiempo para pensar. Tenía que actuar. Dio un volantazo para ponerse en el carril de al lado y en su maniobra casi se pega contra un Aston Martin.

      Ya lo había visto antes, porque la había intentado adelantar, pero se había olvidado de su presencia. No tenía tiempo para disculparse. Tenía que llegar cuanto antes a la gasolinera.

      Por fortuna, el conductor del Aston Martin había reaccionado y había evitado el accidente. En cuestión de minutos llegó a la gasolinera.

      Salió del Mercedes y no había hecho más que cerrar la puerta cuando el Aston Martin se detuvo detrás de ella. De su interior salió un hombre alto y moreno. A juzgar por la expresión de su cara, iba a tener que disculparse.

      Lo habría hecho, de no haber sido porque su puesto de trabajo estaba en juego. Si a aquel hombre tan bien trajeado se le ocurría anotar el número de su matrícula y formalizar una queja, perdería su empleo.

      –¿En qué diablos iba pensando? –le preguntó el hombre de forma agresiva nada más colocarse a su lado. La miró de arriba abajo y se fijó en el broche que llevaba. Por suerte no podía identificar el logotipo de la empresa donde trabajaba.

      Ella no estaba acostumbrada al tono que utilizó aquel desconocido.

      –¿Yo? –respondió–. Usted es el que ha tenido la culpa. Si hubiera ido por donde tenía que ir, no habría ocurrido nada.

      –¡Usted fue la que invadió mi carril! –gritó el hombre muy alterado–. Y ni siquiera puso el intermitente.

      –¡Está bien, no tengo todo el día para estar discutiendo aquí con usted! –le interrumpió, adoptando una actitud muy arrogante. Al parecer aquel hombre tampoco estaba acostumbrado a que le hablaran en semejante tono. Se dio cuenta por la forma en que estaba respirando y apretando los dientes.

      –¡Hablaremos de esto más tarde! –le respondió. Se dio la vuelta y se metió en su Aston Martin.

      Yancie se quedó boquiabierta. No

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