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el siglo XIX se ha arruinado por un excesivo gasto de simpatía, sugiero que se acuda a la ciencia para solucionarlo. La ventaja de las emociones es que nos llevan por el mal camino, y la ventaja de la ciencia es que excluye la emoción.

      –Pero tenemos gravísimas responsabilidades –aventuró tímidamente la señora Uandeleur.

      –Sumamente graves –se hizo eco lady Agatha. Lord Henry miró con detenimiento al señor Erskine.

      –La humanidad se toma demasiado en serio. Es el pecado original del mundo. Si los cavernícolas hubieran sabido reír, la historia habría sido distinta.

      –No sabe cuánto me consuela oírle –gorjeó la duquesa–. Siempre me siento muy culpable cuando vengo a ver a su querida tía, porque no me intereso en absoluto por el East End. En el futuro podré mirarla a la cara sin sonrojarme.

      –Sonrojarse es muy favorecedor, duquesa –señaló lord Henry.

      –Sólo cuando se es joven –respondió ella–. Cuando una anciana como yo se sonroja, es muy mala señal. ¡Ah, me gustaría que me dijera usted cómo volver a ser joven! Lord Henry meditó unos instantes.

      –¿Recuerda usted algún gran error que cometiera en sus primeros tiempos, duquesa? –preguntó mirándola desde el otro lado de la mesa.

      –Muchos, por desgracia –exclamó ella.

      –Pues vuelva a cometerlos –dijo él con gravedad–. Para recuperar la juventud, basta con repetir las mismas locuras.

      –¡Deliciosa teoría! –exclamó ella–. He de ponerla en práctica.

      –¡Una teoría peligrosa! –dijo sir Thomas, con la boca tensa.

      Lady Agatha movió con desapruebo la cabeza, pero la idea le pareció de todos modos divertida. El señor Erskine escuchaba.

      –Sí –continuó el joven lord–; se trata de uno de los grandes secretos de la vida. En la actualidad la mayoría de la gente muere de una indigestión de sentido común y descubre cuando ya es demasiado tarde que lo único que nunca lamentamos son nuestros errores.

      Se oyeron risas en torno a la mesa.

      Lord Henry jugó con la idea, animándose cada vez más; la lanzó al aire y la transformó, la dejó escapar y volvió a capturarla, la adornó con todos los fuegos de la fantasía y le dio alas con la paradoja. El elogio de la locura, mientras lord Henry proseguía, se elevó hasta las alturas de la filosofía, y la filosofía misma se hizo joven y, contagiada por la música desenfrenada del placer, vestida, cabría imaginar, con su túnica manchada de vino y una guirnalda de hiedra, danzó como una bacante sobre las colinas de la vida y se burló del plácido Sileno por su sobriedad. Los hechos huyeron ante ella como asustados animalitos del bosque. Sus pies alabastrinos pisaron el enorme lagar donde sienta sus reales el sabio Omar, hasta que el zumo rosado de la vid se elevó en torno a sus extremidades desnudas en oleadas de burbujas moradas, o se deslizó en espuma por las negras paredes inclinadas de la cuba. Fue una extraordinaria improvisación. Lord Henry sentía fijos en él los ojos de Dorian Gray, y saber que había entre quienes lo escuchaban alguien a quien deseaba fascinar parecía dar mayor agudeza a su ingenio y prestar colores más vivos a su imaginación. Se mostró brillante, fantástico, irresponsable. Encantó a sus oyentes haciendo que se olvidaran de sí mismos, y que siguieran, riendo, la melodía de su caramillo. Dorian Gray nunca apartó de él los ojos, y permaneció inmóvil como si estuviera encantado, sucediéndose las sonrisas sobre sus labios, mientras el asombro, en el fondo de sus ojos, adoptaba una pensativa gravedad.

      Finalmente, cubierta con la librea de la época, la realidad entró en la estancia en forma de lacayo para decir que a la duquesa la esperaba su coche. La noble señora se retorció las manos con fingida desesperación.

      –¡Qué fastidio! –exclamó–. He de marcharme. Tengo que recoger a mi marido en el club para llevarlo a Willis's Rooms, donde debe presidir no sé qué absurda reunión. Si llego tarde se enfurecerá sin duda, y no puedo exponerme a una escena con este sombrero. Es demasiado frágil. Una palabra dura acabaría con él. No, he de irme, mi querida Agatha. Hasta la vista, lord Henry, es usted absolutamente delicioso y terriblemente desmoralizador. Desde luego, no sabría qué decir sobre sus ideas. Tiene que venir a cenar con nosotros una de estas noches. ¿El martes? ¿Está usted libre el martes?

      –Por usted, duquesa, ¿de quién no prescindiría yo? –respondió lord Henry, con una inclinación de cabeza.

      –¡Ah! ¡Muy amable y muy cruel de su parte! –exclamó la duquesa–, pero no se olvide de venir –y abandonó la habitación seguida por lady Agatha y las otras damas.

      Cuando lord Henry se hubo sentado de nuevo, el señor Erskine, dando la vuelta a la mesa, y colocándose a su lado, le puso una mano en el brazo.

      –Usted habla mucho de libros –dijo–, ¿por qué no escribe uno?

      –Me gusta demasiado leerlos para molestarme en escribirlos, señor Erskine. Desde luego, me gustaría escribir una novela, una novela que fuese tan encantadora y tan irreal como una alfombra persa. Pero en Inglaterra no hay público más que para periódicos, libros de texto y enciclopedias. No hay en todo el mundo personas con menos sentido de la belleza literaria que los ingleses.

      –Me temo que tiene usted razón –respondió el señor Erskine–. Yo mismo tuve ambiciones literarias, pero las abandoné hace mucho. Y ahora, mi joven y querido amigo, si me permite que le dé ese nombre, ¿le puedo preguntar si mantiene usted todo lo que nos ha dicho durante el almuerzo?

      –He olvidado por completo lo que he dicho –sonrió lord Henry–. ¿Tan inmoral era?

      –Sumamente inmoral. De hecho le considero extraordinariamente peligroso, y si algo le sucede a nuestra buena duquesa le tendremos por responsable directo. Pero me gustaría hablar con usted sobre la vida. La generación de la que formo parte es francamente aburrida. Algún día, cuando se canse de Londres, venga a Treadley, expóngame su filosofía del placer mientras degustamos un excelente borgoña que tengo la fortuna de poseer.

      –Me encantará. Una visita a Treadley será un gran privilegio. Cuenta con un perfecto anfitrión y una biblioteca igualmente perfecta.

      –Su presencia le añadirá un nuevo encanto –respondió el anciano caballero, con una cortés inclinación–. Y ahora tengo que despedirme de su excelente tía. Me esperan en el Atheneum. Es la hora en que dormimos allí.

      –¿Todos, señor Erskine?

      –Cuarenta, en cuarenta sillones. Hacemos prácticas para una Academia Inglesa de las Letras.

      Lord Henry rió, poniéndose en pie.

      –Me voy al parque –exclamó.

      Al atravesar la puerta, Dorian Gray le tocó en el brazo.

      –Permítame ir con usted –murmuró.

      –Creía que le había prometido a Basil Hallward que iría usted a verlo – respondió lord Henry.

      –Prefiero ir con usted; sí, siento que debo ir con usted. Permítamelo. Y prometa hablarme todo el tiempo. Nadie lo hace tan bien.

      –¡Ah! Ya he hablado más que suficiente por hoy –dijo lord Henry, sonriendo–. Todo lo que quiero ahora es mirar la vida. Puede usted venir y mirarla conmigo, si lo tiene a bien.

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