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preguntándole broncamente:

      —¿Dice usted... que esa mujer está encinta? Lo ha dicho usted.

      — Sim —contestó Duhamel meneando la cabeza afirmativamente, con rítmica precisión.

      —¿De cuántos meses?

      — Acrescento que de cuatro. O tempo justo que hará que se casó....

      Miranda tendió la vista por todos lados, hincó sus pupilas en su mujer, en el jesuita, en el doctor.... Después cogió a estos dos de la mano y les rogó tartamudeando, que le concediesen una conferencia de algunos minutos. Pasaron a la habitación inmediata, y Lucía quedó sola con el cadáver. Pudo creer que era terrible pesadilla todo lo ocurrido. El balcón, abierto, dejaba ver las obscuras masas del arbolado del jardín; las estrellas brillaban convidando a dulces meditaciones; ardían los cirios ante Pilar, y en la fachada de Artegui se veía luz al través de unas cortinas.... Bajar diez escalones, y encontrarse en el jardín; atravesar el jardín, y encontrarse sobre un pecho amante que para ella era cera suavísima, acero para sus enemigos.... ¡Horrible tentación! Lucía se apretaba el corazón con las manos, se hincaba las uñas en el pecho.... Uno de los golpes recibidos le dolía mucho; era en la clavícula, y parecíale como si tuviese allí un tornillo que le retorciera los músculos para que estallasen. Si Artegui se presentase entonces.... Llorar, llorar con la cabeza apoyada en sus hombros.... Al fin se acordó de una oración, que le había enseñado el Padre Urtazu, y dijo: «Dios mío, por vuestra Cruz, dadme paciencia, paciencia». Estuvo largo rato repitiendo entre gemidos: «paciencia».

      El Padre Arrigoitia se presentó al fin, solo. Su frente ebúrnea venía cubierta de arrugas y sombras. Hablaron largo rato Lucía y él, en el balcón, sin sentir el frío, que era más que mediano. Lucía abrió por fin ancho cauce al dolor.

      —Ya ve usted si yo mentiría... ahí, delante de ese cadáver.... Ahora mismo pudiera marcharme con él, Padre... y si Dios no estuviese en el cielo....

      —Pero está, está... y nos mira...—respondía el jesuita acariciándole afablemente las manos heladas—. Basta de delirio.... ¿No ve usted cómo empieza ya a castigarla? Inocente es usted de lo que la imputa el señor don Aurelio, y, sin embargo, su atroz sospecha... tiene, tiene apariencias de fundamento... porque usted misma se las ha dado, yendo hoy a casa de ese hombre.... La castiga a usted Dios en lo que más quiere; en ese angelito que no vino aún al mundo....

      Lucía sollozó amargamente.

      —Vamos, ánimo, pobrecita, hijita mía... siguió el padre espiritual cada vez más meloso y consolador. Y ¡por Dios y su madre santa! A España, a España mañana mismo.

      —¿Con él?—preguntó Lucía horrorizada.

      —Él hace sus maletas para tomar el tren de la noche.... Se va a Madrid... La deja a usted.... Si usted quisiera arrojarse a sus pies, y con humildad y arrepentimiento....

      —Eso no, padre...—gritó la altiva castellana—. Creerá que soy lo que él me llama.... No, no.—Y con más blandura, añadió—: Padre, hoy me he portado como buena, pero estoy rendida..., no me pida hoy más. Fáltanme ya las fuerzas.... Piedad, Señor, piedad.

      —Pido, sí, pido por amor de Jesucristo... que mañana mismo se vaya usted a España.... No me aparto de usted hasta dejarla en el tren.... Váyase usted, hija querida, con su padre. ¿No ve usted que tengo razón? Qué creerá su marido de usted si se queda usted aquí... pared por medio... usted es demasiado discreta y buena para intentarlo siquiera. ¡Por esa criaturita! Que su padre se persuada.... porque se persuadirá con el tiempo y su conducta de usted.... ¡Ah! ¡No separe el hombre lo que Dios ha unido! Él volverá, volverá al lado de su esposa..., no lo dude usted. Hoy en su cólera... se dejó arrastrar... pero mañana....

      Sollozos más hondos y desgarradores fueron la respuesta.

      El Padre Arrigoitia estrechó cariñosamente las manos de la afligida.

      —¿Me promete usted...?—murmuró con ardiente súplica, con la autoridad toda de su voz, acostumbrada a mandar en los espíritus.

      —Sí, respondió Lucía.... Me iré mañana... pero déjeme ahora desahogar..., me muero.

      —Llore usted—contestó el jesuita—. Ensanche ese corazón. Yo rezaré entretanto.

      Y entrando de nuevo en la estancia, arrodillose al lado del lecho mortuorio, sacó su breviario, y a la luz parpadeante de los blandones, fue leyendo en voz alta, compuesta y grave, las cláusulas melancólicas del oficio de difuntos.

      Más de dos semanas dio pasto a las lenguas ociosas de León el singular suceso de la llegada de Lucía González, sola, triste, desmejorada y encinta, a la casa paterna. Inventáronse mentiras como castillos para explicar el misterio de su vuelta, el retiro en que se dio a vivir, la tremenda pesadumbre que nublaba el rostro del tío Joaquín González, la desaparición del marido, y tantas y tantas cosas que a escándalo y drama conyugal transcendían. Como suele suceder en casos análogos, rodaron algunos adarmes de verdad envueltos en arrobas de patrañas, y algo se dijo que no iba del todo fuera de camino; mas por falta de datos secretos que enlazara los conocidos, anduvo a tropezones el juicio del público, y allí caigo, y aquí me levanto, acabó por extraviarse del todo. Bien se colige que los despellejadores de oficio hicieron el suyo con diligencia y afán extremado, y quién censuró al maduro pisaverde que buscaba novia de pocos años, quién al padre vanidoso y majadero, que sacrificaba a su hija por afán de hacerla dama, quién a la niña loca que.... En suma, pusieron ellos tantas moralejas a la historia de Lucía, que yo creo poder eximirme de añadir ninguna. Lo que con más empeño criticó la gente, fue este moderno requisito del VIAJE DE NOVIOS, costumbre extranjerizada y vitanda, buena sólo para engendrar disturbios y horrores de todo linaje. Sospecho que con el triste ejemplo de Lucía, tradicionalmente conservado y repetido a las niñas casaderas en lo que resta de siglo, no habrá desposados leoneses que osen apartarse de su hogar un negro de uña, al menos en los diez primeros años de matrimonio.

      Marzo, 1881

      Recuérdese la fecha de este Prefacio.

      A

      ~La tribuna~

      7

      Prólogo

      Lector indulgente: No quiero perder la buena costumbre de empezar mis novelas hablando contigo breves palabras. Más que nunca debo mantenerla hoy, porque acerca de La Tribuna tengo varias advertencias que hacerte, y así caminarán juntos en este prólogo el gusto y la necesidad.

      Si bien La Tribuna es en el fondo un estudio de costumbres locales, el andar injeridos en su trama sucesos políticos tan recientes como la Revolución de Setiembre de 1868, me impulsó a situarla en lugares que pertenecen a aquella geografía moral de que habla el autor de las Escenas montañesas , y que todo novelista, chico o grande, tiene el indiscutible derecho de forjarse para su uso particular. Quien desee conocer el plano de Marineda , búsquelo en el atlas de mapas y planos privados, donde se colecciona, no sólo el de Orbajosa, Villabermeja y Coteruco, sino el de las ciudades de R***, de L*** y de X***, que abundan en las novelas románticas. Este privilegio concedido al novelista de crearse un mundo suyo propio, permite más libre inventiva y no se opone a que los elementos todos del microcosmos estén tomados, como es debido, de la realidad. Tal fue el procedimiento que empleé en La Tribuna , y lo considero suficiente—si el ingenio me ayudase—para alcanzar la verosimilitud artística, el vigor analítico que infunde vida a una obra.

      Al escribir La Tribuna no quise hacer sátira política; la sátira es género que admito sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso. Pero así como niego la intención satírica, no sé encubrir que en este libro, casi a pesar mío, entra un propósito que puede llamarse docente . Baste a disculparlo el declarar que nació del espectáculo mismo de las cosas, y vino a mí, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que sólo aspiraba retratar el aspecto pintoresco y característico de una capa social , se le presentó por añadidura la moraleja,

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