ТОП просматриваемых книг сайта:
Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн.Название Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa
Год выпуска 0
isbn 9789176377260
Автор произведения Emilia Pardo Bazán
Жанр Языкознание
Серия biblioteca iberica
Издательство Ingram
Sintió de pronto dos dolores agudos, como una herida gemela hecha con dos armas a un tiempo: distinguió una tijera enorme que sobre ella se cernía; vio caer al suelo dos alas de paloma blancas y ensangrentadas; y sin ser poderosa a más, cayó ella también, pero de prodigiosa altura; no al suelo del jardín, sino a un precipicio, una sima muy honda, muy honda.... Allá en el fondo ardían dos lucecicas, y la miraban unos ojos compasivos de mujer vestida de blanco.... Ni más ni menos que caía en la gruta de Lourdes... no podía ser otra; estaba tal como la había visto en la iglesia de San Luis en Vichy; hasta la Virgen tenía los mismos rosales, los mismos crisantemos.... ¡ay, qué fresca y hermosa era la gruta, con su manantialillo murmurador! Lucía ansiaba llegar... pero la angustia de la caída la despertó, como sucede siempre en las pesadillas.
—XIV—
A pocos días de haberse confesado Pilar, expiró. Fue su muerte casi dulce y del todo imprevista, en cuanto careció de agonía. Una flema mayor que las demás cortó su respiración algunos segundos, y apagose la débil luz de la vida en la exhausta lámpara. Lucía estaba sola con ella, y sosteníale la cabeza para toser, a tiempo que, doblando de pronto el cuello, la tísica entregó el alma. Tiene este horrible mal de la tisis tan diversas fases y aspectos, que hay enfermo que al morir cuenta los instantes que le restan de existencia, y haylo que cae sorprendido en la eternidad, como la fiera en el lazo. Lucía, que nunca había visto muertos, no pudo imaginar que fuese sino un síncope profundo; creía ella que el espíritu no abandonaba sin lucha y ansías mayores su vestidura mortal. Salió gritando y pidiendo auxilio; acudió primero Sardiola a sus voces, y meneando la cabeza, dijo: «Se acabó.» Miranda y Perico llegaron en breve; justamente estaban en casa por ser las once, hora de cambiar el lecho por el almuerzo. Miranda alzó las cejas, frunciolas después, y dijo poniendo la voz en el registro grave:
—Era de temer, de temer.... Sí, estaba muy mal.... Pero tan de pronto, señor... si es que parece imposible....
En cuanto a Perico, escondió la cabeza entre las manos, y murmuró más de tres docenas de «Jesús, Jesús.... Válgame Dios, válgame Dios.... Qué desgracia, qué desgracia...» y aún debo añadir, en honra de la sensibilidad del insigne pollo, que se demudó bastante su rostro, y pugnaron por asomar a sus lagrimales, y asomaron al fin, unas cuantas gotas de eso que los poetas llaman rocío del alma. No quise omitir estos pormenores, a fin de que no se crea que Perico era malo, siendo así, que de investigaciones y curiosos datos estadísticos resulta que aún valía más que las dos terceras partes de la prole de Adán. Triste y mustio de veras, se dejó conducir por Miranda a su cuarto, y es cosa averiguada también, que en todo el curso de aquel día no entraron en su cuerpo más alimentos que dos tazas de té y un huevo pasado por agua, que la extrema debilidad le obligó a sorber, entrada ya la noche.
El Padre Arrigoitia y el médico Duhamel, de acuerdo con Miranda, y facultados telegráficamente por la desconsolada familia Gonzalvo, proporcionaron a la muerta cuanto necesitaba ya: mortaja y ataúd. Pilar, vestida de hábito del Carmen, fue extendida en la caja sobre su mismo lecho; encendieron luces, y dejáronla, a la española, en la cámara mortuoria, no acatando la costumbre francesa de convertir en capilla ardiente el portal, exponiendo allí el cadáver para que todo el que pase lo rocíe con una rama de boj que flota en una caldereta de agua bendita. Depósito, exequias y entierro, debían verificarse el día siguiente.
Hízose todo con tal celeridad y tino, que serían las tres de la tarde no más cuando en la estancia, ordenada ya, y junto al balcón abierto, leía el Padre Arrigoitia en su Breviario las oraciones por los difuntos, y Lucía le contestaba entre sollozos «Amén». La llama de los cirios, devorada por la claridad gloriosa del sol, no era más que un punto rojizo, en cuyo centro se distinguía la negra raya del pábilo. A lo lejos se escuchaba el sordo rodar de los coches, anunciado antes por el retemblido de los vidrios; y dominando los rumores de la calle, la voz del jesuita que decía:
— Qui quasi putredo consumendus sum, et quasi Vestimentum quod comeditur a tinea ....
Protestando contra el cántico de muerte, el hermoso sol de invierno enviaba sus rayos a la cabeza inclinada y canosa del sacerdote, y encendía con tonos calientes la nuca de Lucía, inclinada también.
Y continuaba el rezo:
— Heu mihi, Domine, quia pecavi nimis in vita mea ....
Un rayo de luz más vivo y directo se coló en la cámara, y fue a posarse en la difunta. Estaba Pilar consumida y hecha un mirlo de flaca; ni majestad ni hermosura añadía la muerte a aquel residuo de organismo devorado por la extenuación y la fiebre. La toca blanca hacía resaltar la verdosa palidez de su rostro chupado. Parecía haber encogido y menguado en estatura. Su expresión era vaga, entre sonrisa y mueca. Veíansele los dientes de marfil. Sobre su pecho destelló, al reflejo solar, el latón de un crucifijo que el Padre Arrigoitia le había puesto entre las manos.
Bien rezarían el jesuita y la amiga cosa de una hora; pero al cabo de ese tiempo se levantó el Padre, manifestando que para volver a velarla, necesitaba ir a su casa y despachar algunos urgentes asuntos que le reclamaban. Miró a Lucía, y viéndola descolorida y los ojos hinchados, le dijo bondadosamente:
—Retírese un poco, hija, a descansar... está usted del color de la muerta. No ordena Dios tratarse así.
—Lo que haré, Padre—respondió Lucía—, será bajar un rato al jardín a tomar el fresco.... Juanilla se quedará aquí.... Me arde la cabeza, necesito aire.
De nuevo fijó en ella su mirada el jesuita, y prontamente, acercándose a su oído y silabeando como en el confesonario, murmuró:
—Ahora que esa pobrecita se ha muerto... ya sabe usted mi consejo, ¿verdad? ¡Tierra en medio, hija! Esta vecindad... estos aires no le convienen. A León.... Si me envían allá... la he de felicitar.
Y como Lucía lo mirase elocuentisimamente, añadió:
—Sí, sí... tierra en medio. ¡Cuántas almitas enfermas he curado yo con eso solo! Vaya, hasta luego... hasta cuanto antes. Si, hijita querida, sí; esas cosas las apunta todas Dios en el cielo....
—Padre...