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aquella mañana no se había pasado menos de dos horas al espejo, ensayando el regio modo de andar de la sueca.

      —¡Qué empaque!—observó Luisa Natal—. No, buena moza, ya lo es. ¡Cuidado con el talle! ¡Y qué manos! ¿No se las habéis reparado?

      —Yo la miro poco—contestó Pilar—. No le doy ese plato de gusto. ¡Sólo adopta esos ademanes teatrales para llamar la atención!

      —¡Fresco se ha quedado Albares!—exclamó Amalia—. ¡Ella ni se enteró de que estaba ahí!

      Todas se volvieron a mirar hacia las vidrieras. Ya no se hallaba allí el duque.

      —Ahora se habrá ido escapado a intentar verla en el Parque. ¿Vamos a convencernos?

      —Sí, vamos, vamos; la escena será chistosa.

      Levantáronse, y recogieron aprisa abanicos, sombrillas y velos, precipitándose hacia la puerta.

      —Eh, ¡señoritas!—decía la condesa de Monteros—. No corran ustedes tanto, yo no soy tan joven como ustedes, y voy a quedarme atrás. A fe—añadía entre dientes—que cuando le eche la vista encima a mi señor sobrino, le espeto lo que viene al caso, por matar así a disgustos a aquella pobre Matilde que es un ángel.

      Mientras se solazaba Pilar de manera tan conforme a sus inclinaciones, aguardábala Lucía en el balcón del chalet . A aquella hora, nadie estaba en casa, ni Miranda, ni Perico; el Casino se los había tragado a todos. Apenas cruzaba un transeúnte por la retirada calle. Sólo se oía, entre el silencio, el estridor monótono de la máquina de coser que la hija de la conserje manejaba. En el jardín, las rosas, embriagadas del calor bebido durante la mañana entera, se deshacían en perfumes; hasta las frías rosas blancas tenían matices rancios, como de carne pálida, pero carne al fin. De todo el coro de aromas se formaba uno solo, penetrante, fortísimo, que se subía a la cabeza, como si fuera la fragancia de una rosa no más, pero rosa enorme, encendida, que exhalaba de su boca de púrpura hálito fascinador y mortal. Lucía empezaba por coser, al sentarse; pero al cuarto de hora la almohadilla se caía de su regazo, escapabásele el dedal del dedo, y vagarosa la pupila, permanecía con los ojos fijos en los macizos de rosales, hasta que al fin sus párpados se cerraban, y recostando la frente en las ramas que tapizaban el balcón, abandonábase a la delicia de aquella atmósfera embalsamada, sin oír, sin ver, respirando no más. Dos meses antes, no hubiera podido estarse quieta media hora; los jardines la convidaban a correr. Ahora, por el contrario, la incitaban a dejarse estar así, inmóvil, y anonadada, como el güebro ante el sol.

      Una tarde, Pilar, al volver de su club, la halló como nunca pensativa.

      —Tonta—le dijo—¿en qué cavilas? Si vinieses al Casino, te divertirías mucho.

      —Pilarcita—murmuró Lucía echándole al cuello los brazos—, ¿me guardarás un secreto si te lo digo?

      Encendiéronse los ojos de la anémica.

      —¡Pues no! Desahoga ese corazón, mujer.... Entre nosotras, ¿verdad?, todo puede contarse.... Yo he visto tantas cosas... nada me sorprende....

      —Escucha...—dijo Lucía—. Quisiera saber, a toda costa, cómo sigue la madre del señor don Ignacio Artegui.

      Retrocedió Pilar desorientada; y riéndose en seguida con su cínico reír, exclamó:

      —¿No es más que eso? ¡Vaya un secreto! ¡Gran puñado son tres moscas!

      —Por Dios—suplicó apurada Lucía—, que a nadie se lo indiques.... Yo me muero por saberlo, pero si se entera... alguien.... Miranda, o así....

      —¡Eh! boba, yo lo sabré pronto, y sin informar a nadie.... Tengo mil medios de averiguarlo.... Te prometo que saldrás de la curiosidad....

      Pilar dio dos o tres golpecitos en la barbilla a Lucía, que estaba grave y aun algo confusa.

      —¿Paseamos hoy, señora enfermera?—interrogó la anémica.

      —Sí, y beberás leche en Vesse. Pero coge otro traje de más abrigo, por Dios: eres capaz de resfriarte.... ¿No has notado qué bien huelen las rosas? En León apenas las hay: me acuerdo de que las que podía coger se las ponía todas a la Purísima que tengo en mi cuarto.

      —XI—

      Era el Casino para Perico y Miranda, como para todos los ociosos de la colonia, casa y hogar durante la temporada termal. En conjunto el gran edificio se asemejaba a un concierto de voces que convidasen a la existencia rápida y fácil de nuestro siglo. El espacioso peristilo, la fachada principal con su vasta azotea, su jardinete reservado, donde vegetan en graciosas canastillas exóticas plantas, y sus ricos y caprichosos adornos renacientes de blanquísima sillería; las altas columnas de bruñido pórfido que el interior sustentan; las muelles butacas y los anchos divanes; los cupidillos traviesos (símbolo artístico de efímeros amores que suelen vivir el espacio de una quincena de aguas) que corren por la cornisa del gran salón de baile, o revolotean en el azul de los anchos recuadros del teatro; el oro prodigado en toques hábiles, como puntos de luz, o en luengos listones, como rayos de sol; las grandes ventanas de límpidos cristales, todo, en suma, ayudaba a la fantasía a representarse un templo ateniense, corregido y aumentado con los beneficios y goces de la civilización actual. Quien mirase el Casino por su fachada sur, podía ver desde luego el numen que allí recibía culto y sacrificios: la Ninfa de las aguas, inclinando la urna con graciosa actitud, mientras salen a sus pies de entre un cañaveral dos amorcillos, y uno de ellos, alzando una valva, recoge la sacra linfa que de la urna copiosamente fluye. Sacerdotes y flamines del templo de la Ninfa son los mozos del Casino, que a la menor señal, a un movimiento de labios, acuden tácitos y prontos con lo que se desea: cigarros, periódicos, papel, refrescos, hasta las aguas, que traen a escape, en un tanque vuelto boca abajo sobre un plato, a fin de que no pierdan su preciosa temperatura ni sus gases.

      Prefería Miranda el salón de lectura, donde hallaba cantidad de periódicos españoles, incluso el órgano de Colmenar, que leía dándose tono de hombre político. A Perico se le encontraba con más frecuencia en otro departamento tétrico como una espelunca, las paredes color de avellana tostada, los cortinajes gris sucio con franjas rojas, donde una hilera de bancos de gutapercha moteada hacía frente a otra hilera de mesas, cubiertas con el sacramental, melodramático y resobadísimo tapete verde. Así como la marea al retirarse va dejando en la playa orlas paralelas de algas, así se advertían en los respaldos de los bancos de gutapercha roja series de capas de mugre, depositadas por la cabeza y espaldas de los jugadores, señales que iban en aumento desde el primer banco hasta el último, conforme se ascendía del inofensivo piquet al vertiginoso écarté , porque la hilera empezaba en el juego de sociedad, acabando en el de azar. Los bancos de la entrada estaban limpios, en comparación de los del fondo. Aquella pieza donde tan nefando culto se tributaba a la Ninfa de las aguas fue testigo de hartas proezas de Perico, que, por su semejanza con todas las de la misma laya, no merecen narrarse. Ni menos requiere ser descrito el espectáculo, caro a los novelistas, de las febriles peripecias que en torno de las mesas se sucedían. Tiene el juego en Vichy algo de la higiénica elegancia del pueblo todo, cuyos habitantes se complacen en repetir que en su villa nadie se levantó la tapa de los sesos por cuestión del tapete verde, como sucede en Mónaco a cada paso; de suerte que no se presta la sala del Casino a descripciones del género dramático espeluznante; allí el que pierde se mete las manos en los bolsillos, y sale mejor o peor humorado, según es de nervioso o linfático temperamento, pero convencido de la legalidad de su desplume, que le garantizan agentes de la Autoridad y comisionados de la Compañía arrendataria, presentes siempre para evitar fraudes, quimeras y otros lances, propios solamente de garitos de baja estofa, no de aquellas olímpicas regiones en que se talla calzados los guantes. Es de advertir que Perico, aun siendo de los que más ayudaban a engrasar y bruñir con la pomada de su pelo y el frote de sus lomos los bancos de gutapercha, no realizaba el tipo clásico del jugador que anda en estampas y aleluyas morales y edificantes. Cuando perdía, no le ocurrió jamás tirarse de los cabellos, blasfemar ni enseñar los puños a la bóveda celeste. Eso sí, él tomaba cuantas precauciones caben, a fin de no perder. Análogo es el juego a la guerra:

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