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Hubo un tiempo en que se le antojó trabajar, y entró en una casa de comercio.... Después estudió medicina y cirugía, y tengo entendido que deja tamañitos a Rubio y a Camisón.... En Madrid se iba a los hospitales, por gusto, a estudiar.... En la guerra hizo lo mismo. ¿Sabes tú dónde me lo encontraba yo a veces en Madrid? Pues en el Retiro, mirando al estanque grande fijamente.... ¿Qué tienes, chica?

      Lucía, con los ojos cerrados, mortecina la color, se recostaba en el tronco del plátano que sombreaba el banco. Cuando abrió los párpados, la sombra de sus sienes era más marcada, y su mirar vago, como de persona que vuelve en sí de un síncope.

      —No sé.... Es que a veces parece que me quedo así, sin sentido.... Es como si me arrancasen el estómago—balbució.

      —«Ciertos son los toros»—pensó Pilar—; «¡bien madruga la bendición de Dios!»—añadió para sí, descaradamente.

      La noche se venía a más andar, un soplo helado movió el follaje; las dos damas se abrocharon, estremeciéndose, sus abriguillos de paño café con leche, a tiempo que dos bultos negros se destacaban al fin de la avenida. Eran Miranda y Perico, que se asombraron de hallarlas allí tan tarde.

      —¡Bonito modo, bonito modo de curarse! ¡Demonios! ¡Si no coges una pulmonía, una pulmonía como para ti sola! Anda, loca, vente, vente.

      Levantose Pilar, decaída, muriéndose, y fue a cogerse del brazo de Miranda. Perico ofreció el suyo a Lucía, cuya robustez se había sobrepuesto ya el desfallecimiento momentáneo.

      —Dudo que pueda mañana beber las aguas—dijo Lucía a su acompañante—. Estuvo hoy algo excitada... y ahora viene la reacción de cansancio....

      —¿A que resucita, a que resucita si la dejo ir al Casino?

      —¡Ay, Periquillo del alma!—gritó la anémica, que con su fino oído no perdía palabra—. ¿Me dejas, eh? ¿Qué daño me ha de hacer eso? Ande usted, Miranda, interceda usted por mí.

      —Hombre, alguna vez.... Puede que le sirva de alivio, distrayéndola.

      —No haga usted caso, Gonzalvo.... Dice el señor Duhamel que no.... ¿quién lo sabrá mejor, el médico o ella?

      —¿Y usted?—pronunció Perico, con unos asomos de galantería a que le incitaban el anochecer, el marido caminando delante y sus inveteradas malas mañas—. Y usted, joven y bonita como es, ¿por qué no viene al Casino? Esas galas que se mueren de risa, de risa, en los baúles mundos, estarían mejor luciéndose allí.... Vamos, anímese usted, anímese usted, y yo la traeré un ramo de camelias como el que tenía anoche la sueca.

      —No quiero eclipsar a la sueca—exclamó risueña Lucía—. ¿Qué será de ella si me presento yo?

      —Pues aunque lo diga usted de guasa, de guasa, es la pura verdad...—y Perico bajaba traidoramente la voz—. Vale usted por diez suecas...—y en tono más alto añadió—si Juanito Albares no hiciese tanta majadería, maldito si nadie se acordaba, se acordaba de ella....

      Juanito Albares, como le llamaba amistosamente Perico, era duque, grande de España dos o tres veces, marqués y conde no sé cuántas; dato que es muy digno de ser tenido en cuenta por los biógrafos del elegante Gonzalvo.

      —¿Dónde tiene usted los ojos, hombre?—exclamó Lucía con su franqueza castellana—. ¡Valor se necesita para decir eso!, es hermosísima la sueca; en cualquier parte, emboba a la gente. Más blanca es que la leche, y luego unos ojos....

      —No te fíes de blancuras—intervino Pilar—. Habiendo en el mundo toalla de Venus y blanco de Paros.... Es demasiado mujerona.

      —Demasiado alta—afirmó Perico como el zorro de las uvas.

      —Pierda usted cuidado—decía bajito Miranda a Pilar—. Conquistaremos a ese hermano fiero, e irá usted una noche al Casino: ¡no faltaba otra cosa! ¿Se había usted de marchar de Vichy sin ver el teatro, y sin asistir al concierto? Eso sería inaudito.

      —¡Ay, Miranda! usted es mi ángel salvador. Si no hay otro medio de lograrlo, nos escapamos usted y yo una noche... un rapto... hay que hacer como en las novelas... traerá usted un corcel, me subiré a la grupa, y, ¡hala!, que nos pillen... encerramos con llave primero a Perico y a Lucía, y allí se quedan haciendo penitencia.... ¿eh? ¿Qué le parece a usted?

      Cuando llegaron ante la verja del chalet , cuyos mecheros de gas brillaban ya entre la sombra de los árboles, Miranda dijo para sí:

      —Ésta es más entretenida que mi mujer. Al menos dice algo, aunque sean tonterías, y está de buen humor, a pesar de que tiene medio pulmón sabe Dios cómo....

      —Esta chica es más sosa que el agua, que el agua—pensó a su vez Perico al separarse de Lucía.

      Ínterin llegaba el esperado día de asistir a la fiesta nocturna, Pilar se acostumbró a pasar un par de horas en el salón de Damas del Casino, de una a tres de la tarde generalmente. Es el salón de Damas un atractivo más del hermoso edificio donde se reconcentra la animación termal; allí las señoras abonadas al Casino pueden refugiarse, sin temor a invasiones masculinas; allí están en su casa, y son reinas absolutas, tocan el piano, bordan, charlan, y a veces se deslizan hasta el lujo de un sorbete o de alguna confitura o bombón que roen con igual deleite que si fuesen ratoncillos sueltos en un armario de golosinas. Es un harén de moras civilizadas, un gineceo no oculto en la pudorosa sombra del hogar, sino descaradamente implantado en el sitio más público que darse puede. Allí concurrían y se congregaban todos los astros hembras del firmamento de Vichy, y allí encontraba Pilar reunida a la escasa, pero brillante colonia hispano americana; las de Amézaga, Luisa Natal, la condesa de Monteros: y se formaba una especie de núcleo español, si no el más numeroso, tampoco el menos animado y alegre. Mientras alguna rubia inglesa ejecutaba en el piano trozos de música clásica, y las francesas asían de los cabellos la ocasión de lucir primorosas labores de cañamazo, dando en ellas tres puntos por hora, las españolas, más francas, aceptaban la holgazanería completa, dedicándose a hablar y a manejar el abanico. Una magnífica esfera geográfica, colocada al extremo del salón, parecía preguntarse cuál era su objeto y destino en semejante lugar; y en cambio, los retratos de las dos hermanas de Luis XVI, Victoria y Adelaida, damas tradicionales de Vichy, sonreían, empolvada la cabellera, rosadas y benévolas, presidiendo el certamen de frivolidad continua celebrado a honra suya. Eran murmullos como de voleteos de pájaros en pajarera, ruido de risitas semejante a sartas de perlas que caen desgranándose en una copa de cristal, sedoso crujir de países de abanico, estallido seco de varillajes, ruedecillas de sillón que un punto corrían sobre el encerado piso, ruge—ruge de faldas, que parecía estridor de alitas de insecto. Embalsamaban la atmósfera leves auras de gardenia, de vinagre de tocador, de sal inglesa, de perfumería Rimmel. No se veían sino dijes y prendas graciosas abandonadas sobre sillas y mesas; sombrillas largas, de seda, muy recamadas de cordoncillo de oro; cabás y estuches de labor, ya de cuero de Rusia, ya de paja con moños y borlas de estambre; aquí un chal de encaje, allí un pañuelo de batista; acá un ramo de flores que agoniza exhalando su esencia más deliciosa; acullá un velito de moteado tul, y encima las horquillas que sirven para prenderle.... El grupo de españolas, capitaneado por Lola Amézaga, que era muy resuelta, tenía cierta independencia e intimidad, bien distinta de la reserva secatona de las inglesas: y aún entre ambos bandos se advertía disimulada hostilidad y recíproco desdén.

      De mucha diversión había servido a las españolas ver cómo las inglesas sacaban muy formales un periódico, tamaño como la sábana santa, del bolsillo, y se lo leían de la cruz a la fecha.

      No había podido obtener Pilar que Lucía la acompañase al salón de Damas; cortedad y encogimiento de niña educada en provincia se lo vedaban, haciéndole temer más que al fuego a aquellas mujeres curiosas que examinarían su tocado como el diestro confesor los repliegues de la conciencia del penitente. Pilar, en cambio, estaba allí en su elemento y esfera natural. Su voz algo aflautada sólo rendía el pabellón ante el ceceo cubano de la Amézaga capitana.

      Oigamos el concertante.

      —Pues éste lo compré

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