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dinero.

      El Marqués podía entender la razón por la cual Hester había decidido que él debía ser el padre de su hijo.

      Pero también estaba seguro de que ella tenía la intención de divertirse con cualquier otro que le llamara la atención. Todo aquello le repugnaba.

      Sin embargo, tenía que enfrentarse al hecho de que si esa mujer iba a ver a la Reina, como había dicho, Su Majestad le haría llamar inmediatamente.

      Entonces no podría hacer otra cosa que obedecer la Orden Real y casarse con Hester.

      La Reina era muy severa cuando se trataba de intervenir en cualquier escándalo relacionado con quienes ocupaban un lugar en la Corte.

      El Padre del Marqués había sido Maestro de la Casa durante muchos años y sabía que era sólo cuestión de tiempo el que a él le ofrecieran el mismo cargo.

      Como a la Reina le gustaban los hombres bien parecidos, a menudo el Marqués había sido distinguido con pequeños favores de los que había disfrutado mucho ya que le había resultado muy divertido ver la envidia que aquello había despertado en los miembros de la Casa Real.

      Si él desafiaba a la Reina negándose a cumplir sus órdenes, sería exiliado.

      El Marqués no se engañaba a sí mismo pensando que todos le querían bien. Sabía que muchos de sus contemporáneos envidiaban sus hazañas en la Pista de Carreras.

      También era envidiado porque conquistaba a todas las mujeres bellas que ellos hubieran deseado conseguir. Recientemente había ofendido a un Estadista muy influyente al arrebatarle a una atractiva Bailarina de Ballet del Covent Garden. El Marqués la había instalado en una cómoda Casa de St. John's Wood.

      Ahora se daba cuenta de que el Estadista estaría más que dispuesto a vengarse y haría que las cosas en la Corte se complicaran más de lo que ya lo estaban.

      —¿Qué puedo hacer? ¿Qué demonios puedo hacer? —se preguntó a sí mismo.

      El Mayordomo le informó de que su carruaje se encontraba ya en la puerta y salió del despacho pensando a dónde podría ir.

      Quería pedir consejo a alguien, pero por el momento no se le ocurrió nadie en quien pudiera confiar.

      Cuando se subió al carruaje, un Lacayo esperó con la puerta abierta para recibir órdenes. Entonces el Marqués dijo lo primero que le vino a la mente.

      —Lléveme al Club White.

      La puerta se cerró, el Lacayo subió junto al Cochero y se pusieron en marcha.

      Al mirar hacia la puerta de la Casa, el Marqués observó al Mayordomo y a dos Lacayos que si inclinaban ante él. Entonces tuvo la horrible sensación de que Hester estaba sentada junto a él y de que ya nunca podría deshacerse de ella. Tardó apenas diez minutos en llegar al Club y pidió al Cochero que le esperara.

      Buscó una cara conocida, a algún amigo que, por un milagro, encontrara la solución a su problema.

      Con una sensación de alivio vio a Lord Rupert Lindford, quien estaba sentado en un Salón, conversando con otros Caballeros.

      Lord Rupert levantó la mirada, y al ver al Marqués exclamó:

      —¡Aquí llega Anglestone! Vamos a preguntarle cual es su opinión.

      Los otros dos hombres asintieron y el recién llegado se sentó junto a ellos. Un Camarero se acercó para preguntarle si deseaba algo de beber.

      —¡Un coñac doble! —respondió él.

      Mientras hablaba advirtió que Lord Rupert le miraba sorprendido, pues todos sabían que el Marqués era abstemio. Como solía montar sus propios caballos mantenía su peso lo más bajo posible comiendo poco y bebiendo menos. Sin embargo, en ese momento necesitaba un trago fuerte.

      —De lo que estamos hablando —dijo Lord Rupert a manera de explicación—, es de Tony Burton.

      El Marqués no pareció reaccionar y uno de los presentes dijo:

      —Ya sabe de quién se trata. Es el autor de varios libros y está a punto de sacar otro llamado El Kasidah.

      —Es también el hombre que llegó hasta la Meca disfrazado —intervino otro de los presentes.

      —Eso fue en 1853 —dijo Lord Rupert—, y lo que estamos comentando es que, hoy en día nadie se atrevería a enfrentarse a una muerte casi segura por simple curiosidad.

      —¿De verdad consideras que todos somos unos cobardes? —preguntó el tercer hombre llamado Lord Summerton.

      —¡Por supuesto que lo somos! —respondió Lord Rupert—. Todos nos hemos vuelto muy cómodos y aunque queda mucho mundo por descubrir somos demasiado perezosos como para intentarlo.

      —Eso es muy tajante y yo no lo creo —intervino Lord Summerton.

      —¿Te imaginas a Virgil vestido como un peregrino? — preguntó Lord Rupert—. ¿Arriesgando su vida por ver la Ciudad Prohibida?

      Él se echó a reír.

      —¡Yo apostaría mil libras a que no!

      —¡Acepto la apuesta! —exclamó el Marqués.

      Por un momento todos permanecieron en silencio. Entonces Lord Rupert preguntó:

      —¿Has dicho que aceptas la apuesta?

      —Iré a La Meca —continuó el Marqués y cuando vuelva con el derecho a llevar el turbante verde, tú me pagarás mil libras.

      Dejó de hablar cuando el Camarero volvió con la bebida que se tomó en un solo trago.

      —¡Estás loco! —exclamó Lord Rupert.

      Cuando se dirigían en carruaje del Club a Park Lane, Lord Rupert preguntó al Marqués:

      —¿Hablas en serio, Virgil, o se trata de una broma que no acabo de comprender?

      —Jamás he hablado más en serio —contestó el Marqués—, y pienso salir de Inglaterra mañana muy temprano.

      —¡Mañana! —exclamó Lord Rupert.

      —Llegue o no llegue a La Meca, sólo así encontraré la respuesta a una pregunta que desde hace unas horas no me deja vivir —dijo el Marqués—, y es si debo o no casarme con Hester Wynn.

      —¡Por Dios! —exclamó lord Rupert—. Yo creía que eso había terminado.

      —Así es —respondió el Marqués—, pero ella me acaba de comunicar que va a tener un hijo.

      Lord Rupert se quedó mirando al Marqués como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

      Enseguida preguntó:

      —¿Me estás diciendo la verdad?

      —Hester ha sido muy clara al decirme que si no me caso con ella, el Duque irá a ver a la Reina.

      —Pero... no es tu hijo.

      —Nadie lo sabe mejor que yo —aseguró el Marqués—. ¡Te juro, Rupert, que yo no la he tocado desde septiembre!

      —Si me lo preguntas, yo creo que es de Midway —opinó Lord Rupert.

      —Eso es lo que yo supongo también —estuvo de acuerdo el Marqués—, pero él no tiene dinero y Hester quiere ser Marquesa.

      —¡Ella quiere ser tu esposa! —lo contradijo Lord Rupert—. A decir verdad, Virgil, cuando terminaste con ella, me sorprendió mucho que Hester se hubiera alejado sin aspavientos.

      —También a mí —admitió el Marqués—, pero ahora quiere vengarse.

      —¿Y tú crees que huyendo?... —comenzó a decir Lord Rupert.

      —¡Volaría a la luna o bajaría a los infiernos si eso me salvara de tener que casarme con ella! —aseguró el Marqués.

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