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les pediré ni un centavo. Si puedo hacerlo, ¿estarían dispuestos a pagarme lo que crean que pueden pagar o lo que yo mismo haya ganado?

      —Bueno . . . , eso me suena bastante justo —respondió Will—. Si deseas asumir el riesgo . . .

      Edgar comenzó ese lunes por la mañana uno de los períodos más felices de su vida. Para finales de esa semana no había dudas sobre lo que valía para la tienda. El primer mes los hermanos le pagaron con un traje nuevo. A partir de ese día, obtuvo un salario regular.

      Fuera de la librería, seguía transitando un camino solitario y sin amigos verdaderos. Su vida social consistía en asistir a la iglesia y a la escuela dominical y pasar las noches en el Tabernáculo de Sam Jones, donde escuchó a una sucesión de evangelizadores notables. Además de Sam P. Jones, que había construido el gran salón parecido a un granero, escuchó los inspirados sermones de grandes personajes como George B. Pentacost, George Stewart y Dwight L. Moody.

      Un día se encontró personalmente con Dwight Moody y compartió una larga plática con este famoso evangelizador. Cuando Edgar le contó sobre sus deseos de ser predicador y el insalvable problema de conseguir fondos para la capacitación adicional que requería, Moody le ofreció algunos consejos sensatos: «Si el Señor quiere que seas un predicador, el camino se te abrirá de algún modo. Pero no olvides que no es necesario subir a un púlpito para servir a Dios. Sírvelo desde el lugar donde estés, sin importar donde sea, y con lo que tengas a tu disposición».

      —Pero de todos modos quiero ser predicador —reafirmó Edgar.

      Edgar había entablado una relación de amistad con un joven llamado Ralph que asistía a los encuentros de renacimiento. Ralph vivía en el campo a cinco millas de distancia de la iglesia y llegaba todas las noches montando un caballo. Después de un encuentro se quedaron platicando hasta la medianoche.

      —No querrás cabalgar hasta tu casa en la oscuridad —le dijo Edgar—. Ven a casa conmigo y quédate a pasar la noche.

      Edgar había estado taciturno y nervioso últimamente, y esa noche el sermón le había despertado un alto grado de entusiasmo. Cuando llegaron a la casa la encontraron llena de parientes Cayce que habían llegado desde fuera de la ciudad en una visita sorpresiva. Incluso su propia cama estaba ocupada, y le habían preparado algo de lugar en el angosto sofá de la sala.

      —Lo siento —le dijo el Juez—, pero tu amigo tendrá que irse a su casa o hallar otro sitio donde quedarse.

      El temperamento ya crispado de Edgar explotó.

      —Si Ralph se va me voy con él, y no regresaré —dijo Edgar con firmeza—. No está bien que ni siquiera pueda invitar a un amigo a mi propia casa.

      El Juez respondió a los gritos y fue la madre de Edgar la que tuvo que interponerse entre ellos para tranquilizarlos con palabras suaves. En medio de la disputa, Ralph se escabulló y se dirigió a su casa. Todavía furioso, Edgar se arrojó en el sofá sin quitarse siquiera la chaqueta o los zapatos.

      Poco después de medianoche, se despertó abruptamente y encontró todo el sofá en llamas y la habitación llena de humo. Saltó con un grito de alarma, tomó el sofá que se quemaba y lo llevó afuera por la puerta principal. Pronto un banco de nieve fresca extinguió las llamas.

      Su grito había despertado a toda la casa, pero para cuando salieron el fuego ya estaba apagado. Extrañamente, no se había dañado la casa y Edgar no tenía ninguna quemadura en el cuerpo, aunque su traje nuevo se había comenzado a quemar en una docena de sitios. No había razón aparente para que el fuego comenzara en el sofá. Edgar no había estado fumando y la estufa se encontraba al otro lado de la habitación.

      El día siguiente lo acometió otro de sus curiosos cambios de personalidad, marcado por el mismo deseo frenético y poco natural de estar en compañías poco recomendables. Esa noche en lugar de ir a casa a cenar y luego al tabernáculo, se dirigió derecho hacia el salón de billar y comenzó a hacer amigos entre la muchedumbre que lo visitaba. Aprendió el juego casi de inmediato y estuvo tan listo como cualquiera para apostar y mostrar sus habilidades.

      La mañana siguiente terminó su segunda breve rebelión contra su propia naturaleza. O tal vez simplemente había sido canalizada en una nueva dirección. Ese día se percató abruptamente de la cantidad de muchachas bonitas que pasaban por la calle o que entraban a la tienda para conseguir libros o artículos de escritorio. Después de la cena se ocupó especialmente de lustrarse los zapatos y cepillarse el cabello. Camino al tabernáculo, tomó las calles más alejadas para evitar que lo acosaran sus compañeros más recientes.

      En el encuentro le prestó más atención a las jovencitas de la audiencia que al sermón. Era el primer interés que sentía por el sexo opuesto desde que había sufrido su desengaño amoroso. Al regresar a casa, se quedó despierto largo rato, pensando en la mujer cubierta por el velo que caminaba a su lado en el sueño.

      Uno o dos días después pasó por la librería Ethel Duke, una joven maestra que había sido vecina suya en el pueblo.

      —Edgar, me dijeron que estabas trabajando aquí, y quise pasar a saludarte. Quiero que conozcas a mi prima, Gertrude Evans.

      Edgar observó a la otra muchacha que se encontraba en el carruaje, y sintió que lo atravesaba una descarga eléctrica. Gertrude era pequeña, delicada y encantadora. Tenía cabello castaño y grandes ojos café enmarcados por un rostro dulce. Cuando lo miró seriamente y le devolvió el saludo, Edgar pensó que nunca había visto a una joven tan bella. El toque de su mano perduró como una caricia en su piel.

      —Estoy . . . ehhh . . . encantado de conocerla —tartamudeó, sintiéndose de pronto torpe y falto de modales.

      —Habrá una fiesta al aire libre en casa de Gertrude el viernes por la noche —anunció Ethel Duke—. Edgar, ¿quieres venir? Nos gustaría que asistieras, y conocerías a muchos jóvenes de por aquí. Seguramente te agradará.

      —Prométame que vendrá —dijo Gertrude en voz baja mientras lo observaba seriamente.

      Era la voz más tierna y suave que Edgar jamás había escuchado.

      —Me gustaría —alcanzó a contestar Edgar con un hilo de voz.

      —Bien. A las ocho entonces. Gertrude vive en la vieja casa de los Salter, al este de la ciudad, justo antes de llegar al Hospital Western State. Sé puntual.

      Edgar se quedó mirando el carruaje que se alejaba, mientras sentía un súbito sofoco.

      Los días siguientes fueron difíciles para Edgar. Fluctuaba entre un deseo febril de que llegara el viernes y un temor paralizante. Cuando más información obtenía sobre la familia de Gertrude más se asustaba.

      El padre había sido un arquitecto de renombre hasta su muerte. Su madre era Elizabeth Salter, hija de una de las familias más prominentes y líder innata de la alta sociedad. Vivían en la exquisita mansión familiar con dos tías de Gertrude y sus hermanos Hugh y Lynn.

      Edgar pensaba en lo que era, un pobre muchacho del campo con una educación elemental y sin ninguna preparación para el futuro, torpe e incómodo en su único traje. Con los quince dólares que ganaba por mes en la librería apenas podría comprarle un vestido a Gertrude. Se imaginó trastabillando entre los finos, educados y divertidos invitados a la fiesta, tímido y falto de modales, y se le cubrió la frente de transpiración.

      Sólo su intenso deseo de volver a ver a Gertrude evitó que enviara sus excusas y regresara corriendo a la seguridad de la granja.

      Esa noche volvió a tener su sueño. La muchacha continuaba cubierta por el velo, pero esta vez él escaló el acantilado frenéticamente y había llegado mucho más arriba al despertarse. Parecía un buen presagio.

      Caminó la milla y media hasta la fiesta a paso lento, luchando contra el pánico que amenazaba con abrumarlo. Casi se dio la vuelta para huir cuando llegó al cercado de la gran casona que se había iluminado con faroles, pero Ethel Duke lo divisó y ya no tuvo escapatoria. Se pasó los minutos siguientes en presentaciones y amonestándose mentalmente por sus temores completamente

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