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la visión del más allá. Son muy pocos los que podrían ver al abuelo o a esos pequeños compañeros de juego sobre los que me solías comentar de tus pláticas con ellos. Desconozco el propósito de esos dones, y también tú lo desconoces por ahora, pero puedes estar seguro de que existe. Dios no brinda tales cosas sin ton ni son. No abuses de tus dones ni los trates a la ligera. Trata de encontrar su propósito dentro de ti en la oración. Cuando lo halles, debes serle fiel. Y que nunca te avergüence ser diferente de los demás.

      Edgar sostuvo su mano surcada de arrugas y no le dijo nada sobre la rebelión que crecía en su pecho. Y por sobre todo, no le habló de su súbito y apasionado deseo de ser normal y dejar de ser diferente.

      Esto era importante por un nuevo motivo. El joven Edgar Cayce había descubierto a las mujeres. Mejor dicho, a una mujer. Era la hija de un vecino, una vivaz jovencita que disfrutaba coqueteando y siendo admirada como la más bella de cada fiesta. Cuando finalmente reunió el coraje necesario para pedirle una cita, le sorprendió su pronta aceptación. Después de acompañarla a dos o tres reuniones sociales, se convenció de que el suyo era el mayor amor de todos los tiempos.

      Finalmente, se decidió a hablarle de sus sentimientos, pero la muchacha lo desengañó al instante. El objeto de su pasión dejó muy en claro que no tenía la menor intención de renunciar a su vida alegre para convertirse en la aburrida esposa de un predicador o un misionero, y sobre todo no tenía intenciones de hacerlo con un muchacho campesino a quien todos consideraban un poco loco.

      Edgar estuvo devastado por un tiempo y decidió tomar distancia de las muchachas. Unas pocas noches más tarde tuvo un sueño extraño y muy vívido. Caminaba de la mano con una joven. Ella tenía la cara oculta por un velo, pero él sabía que estaba profundamente enamorado. Después de un tiempo se encontraron con una extraña figura con alas que arrojó un paño de oro sobre sus manos entrelazadas y les dijo: «Juntos pueden lograrlo todo, separados casi nada».

      Cruzaron un arroyo y un sendero enlodado y llegaron a un acantilado muy empinado. La parte superior se perdía entre unas nubes que se encontraban a gran distancia por sobre sus cabezas. Edgar encontró un cuchillo afilado y comenzó a cortar huecos para colocar pies y manos en la pared del acantilado, ayudando a la joven a seguirlo mientras trepaba. Seguían subiendo con la parte superior todavía oculta por sobre sus cabezas, cuando se despertó.

      El sueño era tan real y perturbador que estaba seguro de que tendría algún significado. Se lo contó a su madre, que le dio una interpretación obvia.

      —Esa joven es tu compañera real, la que caminará contigo por la vida. En tu sueño está cubierta por un velo porque todavía no la has visto, aunque ya está contigo en espíritu. El paño de oro debe ser el matrimonio que los une, y el ascenso por el acantilado por tus propios medios representa el trabajo que desarrollarás en tu vida para sostener a tu familia.

      —Parece lógico —admitió Edgar—, Pero he decidido tomar distancia de las mujeres.

      Su madre sólo sonrió y le tocó la mejilla con sus finos dedos. Edgar volvería a experimentar este sueño más de cincuenta veces durante su vida. Con el paso de los años se encontraría subiendo cada vez más alto con su compañera, hasta que en los últimos sueños de su vida casi podría ver la parte superior del acantilado. Pero incluso después de conocer y casarse con Gertrude, el rostro de la compañera de sus sueños permaneció oculto. Tal vez el velo al fin se levantó cuando Edgar se sumergió en su último y definitivo sueño.

       4

       La mujer de sus sueños

      Como la abuela había fallecido y la casa grande estaba vacía, el Juez comenzó a sentirse inquieto y falto de raíces. Las actividades rurales nunca lo habían seducido como a sus hermanos. Así que en enero de 1899 se mudó con su familia a la ciudad de Hopkinsville y comenzó a vender seguros.

      Edgar no los siguió, ya que la idea de trabajar en una oficina o fábrica que lo encarcelara le erizaba la piel. En la granja se encontraba cerca de la naturaleza, con la libertad y la soledad que necesitaba para expandir sus pensamientos y sueños, y para buscar respuesta a las cosas que lo inquietaban.

      La abuela le había dicho que era diferente de otros muchachos, y con el tiempo se había dado cuenta de que así era. Le había dicho que buscara el propósito dentro de sí mismo y en la oración. Busco con honestidad y por largo tiempo, pero no encontró respuesta. Seguía deseando convertirse en predicador, y más allá del hecho de que podría aprenderse los sermones durante el sueño, allí no parecía haber ningún uso para sus curiosos talentos. Lo que necesitaba mucho más que poder ver el más allá era el dinero para pagar estudios avanzados. Ese era un problema que lo atormentó durante todo el verano.

      El 8 de agosto, en el aniversario de la muerte de su abuela, estaba trabajando con un par de mulas en el campo cuando sintió una presencia a sus espaldas. Giró rápidamente y sólo vio el campo vacío, pero de repente supo que la mujer de su visión anterior estaba allí.

      Su voz sonaba en sus oídos: «Deja la granja y ve a la ciudad. Tu madre te extraña y te necesita. Ve a encontrarte con ella lo antes posible».

      El sentimiento de su presencia se desvaneció y desapareció. Temblando, Edgar desenganchó las mulas y regresó a los graneros. Cuando anunció que se iba, su tío perdió los estribos.

      —¡Qué ingratitud! —exclamó su tío—. Te mantuve todo el invierno y ahora que comienza la cosecha y hay pocas manos disponibles, te vas y me dejas colgado. Bueno, te diré algo: si estás tan ansioso por ir a la ciudad, tendrás que ir caminando. No voy a malgastar mi tiempo llevándote.

      Edgar reunió sus escasas pertenencias y se dispuso a caminar las catorce millas hasta Hopkinsville. Era el final de la tarde, pero caminando rápido y tomando algunos atajos llegó a la casa de su familia situada sobre la calle West Seventh al comenzar la noche. La familia estaba cenando. El tío se encontraba con ellos, se veía avergonzado.

      —Edgar —dijo su tío al verlo—, estaba tan apenado de haber perdido los estribos en tu presencia, que enganché una yunta y salí detrás de ti. Debo haberte perdido cuando tomaste algún atajo.

      Su madre lo abrazó y lloró un poco, las niñas se arremolinaron a su alrededor gritando de alegría y el Juez le dio un apretón de manos. En el primer momento de emoción al reunirse con su familia Edgar olvidó cómo la ciudad lo hacía sentirse sofocado y perdido entre extraños.

      Este sentimiento regresó la mañana siguiente, un sábado, cuando comenzó a buscar trabajo. Mientras recorría las calles, comenzó a invadirlo un sentimiento de desesperanza. Su visión lo había traído aquí y lo había abandonado sin una sola pista de un propósito o plan. Aquella promesa de la infancia de que iba a servir al Señor y curar a los enfermos parecía remota e imposible de cumplir.

      La Ferretería Thompson no tenía vacantes de trabajo. Se alejó de la muchedumbre que allí se encontraba sintiendo solamente alivio. Junto a la ferretería se encontraba la Librería Hopper. El viejo Hopper, que años atrás le había enviado su Biblia a Edgar, había muerto y en su lugar dejó a sus hijos Will y Harry a cargo del negocio.

      Edgar entró al local y lo invadió un cálido sentimiento de pertenencia. Era el primer sitio de la ciudad en que se sentía cómodo y en casa. Se sintió identificado con los hermanos Hopper al contarles de la Biblia que su padre le había enviado.

      —Me gusta su negocio y me agradaría trabajar aquí —les dijo entusiasmado.

      —Gracias, pero no necesitamos empleados —respondió Will—. El sitio es pequeño. Harry y yo hacemos todo lo necesario y de todos modos nos queda tiempo de sobra.

      —Puedo encontrar otras cosas que hacer —rebatió el joven—. Sólo quiero estar aquí.

      —No podemos pagar salarios —le aseguró Harry al ver que insistía, y añadió—: Lo siento, con los ingresos que hay apenas ganamos lo suficiente para

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