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en el momento de su lanzamiento a unos U$S 150. El Estado también asumió directamente el pago de la mitad de los sueldos de más de dos millones de empleados en relación de dependencia (incluso de grandes empresas), postergó el vencimiento de impuestos, ofreció créditos a tasa cero a autónomos, giró refuerzos a jubilados, pensionados y beneficiarios de planes sociales y duplicó el reparto de alimentos tanto para comedores como con las nuevas tarjetas recargables del Plan Alimentar.

      Lo que nadie se preguntaba al principio de la cuarentena era quién iba a pagar todo eso.

      Cuando quedó claro que la vuelta a la antigua normalidad no sería pronto, la mayoría de los economistas se enredó en discusiones teóricas sobre la impresión de pesos y sus efectos inflacionarios. Otros se autoflagelaban por lo mal que siempre se había portado el país con los acreedores, porque esa inconducta nos complicaba ir a pedir prestado para la emergencia como, por ejemplo, Perú o Ecuador, muy golpeados por la enfermedad.

      La alternativa de financiar esa pila de nuevos gastos mediante un impuesto sobre los mayores patrimonios o “grandes fortunas” flotó desde el principio entre intelectuales y en algunos pocos medios de comunicación, pero se coló en el centro del poder político el 5 de abril, cuando el diputado Máximo Kirchner dejó trascender que presentaría un proyecto en ese sentido.

      Justo antes de la irrupción del virus, la discusión sobre la necesidad de un impuesto a los superricos había copado las elecciones primarias de los Estados Unidos, donde ya no solo lo proponía el demosocialista Bernie Sanders sino también la senadora Elizabeth Warren, exfuncionaria de Barack Obama. Especialistas como Piketty y Milanović vienen advirtiendo desde hace al menos un lustro que si el Estado no interrumpe con acciones decididas la vertiginosa carrera actual hacia la concentración de ingresos y riqueza en cada vez menos manos, los superricos no solo van a controlar los resortes de poder de las democracias occidentales –como ya lo hacen– sino que van a terminar por enterrarlas como forma de gobierno, ante la creciente resistencia que generarán sus privilegios y el descrédito en que se sumirá la ficción de ser “iguales ante la ley”.

      Con el virus y la cuarentena, el debate se instaló con fuerza en España de la mano de disidentes de Podemos, que terminaron por empujar al vicepresidente Pablo Iglesias a proponer, ya en mayo, una “tasa de reconstrucción”. También aparecieron proyectos en Italia, Suiza, India, Perú, Brasil y otros países, aunque ninguno avanzó en los primeros dos meses de aislamiento.

      La propuesta de Máximo Kirchner terminó empantanada entre la renegociación de la deuda y las urgencias de la cuarentena, mientras se desplegaba un sordo e intenso lobby para cajonear la idea. El presidente Alberto Fernández aclaró tres veces en distintas entrevistas que pensaba en un impuesto módico, que abonarían menos de 15.000 personas –porque se cobraría solo a patrimonios superiores a los U$S 3 millones–, y que ni siquiera lo llamaría impuesto sino “aporte extraordinario”. También trascendió que se gravaría a esos patrimonios con una tasa insignificante (del 2 al 3,5%) en comparación con el daño que la propia corona-crisis y cuarentena les impuso per se a emprendedores y cuentapropistas de todos los tamaños.

      El establishment y quienes lo representan políticamente de modo más desembozado igual procuraron anticiparse y bloquear cualquier debate al respecto.

      El contexto es una desigualdad pasmosa. Un país que hasta la dictadura se jactaba de mantener indicadores sociales europeos, aun con una macroeconomía bamboleante, pasó en los últimos cuarenta años a albergar gigantescos bolsones de pobreza que lo latinoamericanizaron a la fuerza. La hiperinflación de Alfonsín y el estallido de la convertibilidad completaron lo que había empezado con la desindustrialización deliberada de los militares y cada escalón se solidificó sobre los anteriores. Así, lo que en 1974 era un fenómeno marginal, de menos del 10% de la población, pasó a instalarse como un dato indeleble de su cuadro distributivo. Ni siquiera en el momento de mayor prosperidad del kirchnerismo la tasa de pobreza perforó el piso del 25%, recalculada por distintos arqueólogos de los datos malversados como Daniel Schteingart (UMET), Leopoldo Tornarolli (Cedlas-La Plata) o Martín González Rozada (UTDT).

      Las estadísticas sobre riqueza son mucho más opacas, en gran medida por las tácticas de ocultamiento que despliegan sus poseedores acá y en todo el planeta. Pero algunos datos permiten caracterizar al menos cuantitativamente a esa cúspide de la pirámide cuya taxonomía definió acaso por primera vez José Luis de Ímaz en Los que mandan (1964), esa obra pionera de la sociología de las élites criolla. A ese famoso 1% que expuso con éxito en los Estados Unidos el movimiento Occupy Wall Street durante la crisis global de 2008, pero que después siguió concentrando riqueza favorecido por las medidas que desplegó el mundo desarrollado para salir de esa debacle.

      ¿Cuántos son los argentinos ricos? Según los registros fiscales, sorprendentemente pocos. Apenas 32.484 personas, si se contabiliza a quienes declararon patrimonios por más de U$S 1 millón en 2017, último año contable con información consolidada. Incluso suponiendo que cada millonario registrado encabeza una familia de cuatro miembros, los habitantes de hogares con patrimonios superiores a U$S 1 millón serían apenas el 0,3% de la población total. Con la salvedad de que los inmuebles, vehículos, embarcaciones y demás bienes registrables aparecen valuados a su tasación fiscal, siempre inferior a la de mercado y a veces hasta un tercio o una cuarta parte de la real.

      Los datos de la AFIP, lógicamente, excluyen la parte “negra” que esos millonarios no declaran y las fortunas que muchos otros ocultan al fisco. En medio de la discusión sobre el nuevo impuesto, de hecho, la AFIP descubrió 950 cuentas en el exterior sin declarar, propiedad de argentinas y argentinos, por más de U$S 1 millón cada una. En total contenían U$S 2600 millones. De esas cuentas, 700 estaban a nombre de gente que no había presentado declaración jurada de bienes personales. Es decir, que no admitía atesorar siquiera U$S 30.000 aparte de su vivienda. Algunos tenían más de 20 millones que omitieron declarar y que además eligieron no blanquear en 2016 (aunque era gratis y ni siquiera debían repatriarlos).

      Los dueños de altos patrimonios, en realidad, son muchos más de los que registra el fisco. El economista, exdiputado y actual director del Banco Nación, Claudio Lozano, estima que superan el triple. Lo calcula sobre la base de informes de consultoras privadas como Wealth-X y Capgemini, apenas dos de las varias que florecieron en las últimas décadas para estudiar el comportamiento de la nueva élite global de supermillonarios y suministrar a empresas datos lo más certeros posible sobre sus consumos,

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