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acompañara. Estaba hecho polvo; no eran solo las rojeces, sino los ojos llorosos y los labios algo hinchados, además de se le notaba que hacía esfuerzos por respirar.

      —Vas a arrepentirte —amenazó desde su altura—. Bailo muy bien.

      —Oh, no voy a arrepentirme de que me arresten por escándalo público y me quiten la licencia...

      —¿Escándalo público? Voy a bailar, ricura, no a desnudarme.

      —Si lo quieres hacer tampoco pasa nada —exclamó la chica del pacto, que sonreía tanto o más que el Bob Marley estampado en su camiseta enorme.

      Aiko se acercó a Marc casi al mismo tiempo que una de las recepcionistas más mayores. La urdidora del plan ya había puesto la música a todo volumen, despertando al resto de los que esperaban. Marc solo tuvo tiempo para prepararse para la introducción antes de que lo obligasen a bajar de nuevo.

      —Señor, esto es un hospital. Haga el favor de comportarse.

      —¿Un hospital? Lo siento, será que la alergia me hace tener alucinaciones... —Se lamentó, poniendo ojos de cordero.

      La megafonía les interrumpió un segundo. «Rebeca Hervás, pase a consulta número tres». La chica que recibía ese nombre resultó ser una traidora, puesto que se levantó, guiñó un ojo a Marc y le hizo un saludo.

      —No has cumplido parte del trato, así que...

      —¿Qué? ¿Va en serio? —espetó Aiko—. ¡Te encuentras perfectamente! ¡Sabes que él está peor...!

      —Basta ya —espetó la recepcionista—. Vengan conmigo. Las reacciones alérgicas tienen prioridad.

      —No... No pueden ir seiscientos dólares a la basura.

      —Tranquila, no han ido a ninguna parte —repuso Marc colocándose a su altura. Tosió un poco antes de seguir hablando—. Gracias por defenderme, pero no hay por qué. No le he ingresado ni un centavo.

      —Menos mal... Empezaba a pensar que vas por ahí sobornando a todo el mundo.

      —Yo no soborno, yo chantajeo o miento. Son cosas distintas. En el momento en que tienes que pagar para mantener tus privilegios,

      has perdido el poder. O eso me explicó Yasin cuando estaba estudiando la caída de los merovingios... —Volvió a toser—. Genial, esto empieza a derivar a tuberculosis.

      La recepcionista lo miró por encima del hombro antes de abrir la puerta entreabierta de una consulta.

      —No sea nenaza.

      Marc esbozó su sonrisa encantadora y, antes de entrar, dijo:

      —Cielo, eso es más ofensivo para ti que para mí.

      Aiko se infiltró en la habitación por el estrecho hueco que había dejado, disculpándose en nombre de Marc por haberle devuelto la pelota. Cerró tras ella, algo más tranquila, y saludó al médico con una sonrisa.

      —Vaya, vaya, parece que tenemos un brote de alergia —comentó el tipo, levantándose. Se ajustó las gafillas sobre el tabique—. ¿Cuál es su nombre, para que le anote en la lista de atendidos?

      —Busque Miranda.

      El hombre estuvo unos segundos con los ojos clavados en la pantalla. Asintió.

      —Miranda, Marcus Enrico.

      Aiko abrió los ojos de par en par. Antes de que pudiera decir nada, Marc la acalló con una mirada significativa, casi hostil.

      —Sin comentarios.

      Ella se cubrió la boca con la mano y no añadió nada. Por suerte, el médico retomó lo importante y le hizo una señal a Marcus Enrico para que se pusiera cómodo en la camilla. Le preguntó por cosas que ya habían respondido a la recepcionista —qué había ocasionado su estado, síntomas y alergias a medicamentos— y se dirigió, silbando, a la mesilla donde estaban las agujas.

      Marcus Enrico lo miró con desconfianza.

      —¿Qué va a hacer?

      —Inyectarle cortisona, claro. Es el mejor antiinflamatorio para estos casos.

      —¿No la hay en pastillas?

      El médico se ajustó las gafas.

      —Desde luego. Y también hay crema. Pero en su estado lo más eficaz sería una inyección. Puede estar tranquilo, no le dolerá.

      —No es por eso. No me importa el dolor. No me dan miedo las agujas. Solo... Tengo prisa. Puedo tomarme la pastilla por el camino.

      —En realidad sería conveniente que se quedara en consulta unos minutos, hasta que remitiese la inflamación. El efecto suele ser inmediato, por eso no se pasa a los pacientes a observación, pero visto que está bastante afectado y le suministraré una dosis pequeña...

      —¿Cómo que una dosis pequeña? Si cree que será insuficiente deme la grande. No pienso pasar por dos pinchazos.

      Aiko fingió que le picaba la nariz para ocultar una sonrisa tierna. Tenía a un hombre de metro ochenta, con la cartera llena de dinero y dueño de una seguridad aplastante prácticamente temblando por una aguja. Desde luego no parecía Superman en ese momento, pero eso no echó abajo la manera que Aiko tenía de verlo.

      El médico ignoró todos sus intentos por alejarse de la aguja, que no fueron demasiado inteligentes.

      —¿No sufriré efectos secundarios? ¿Eso qué es, una aguja o una varita mágica? No la veo lo suficientemente limpia. Oiga, está usted un poco mayor; ¿no preferiría buscar a alguien que no manifieste principios de Párkinson?

      Aiko se compadeció de él cuando se puso blanco como la tiza. Lo único que delataba el malestar físico y mental de Marc —porque por dentro debía estar gritando como un maníaco—, era la palidez y la presión en la mandíbula. Por lo demás, parecía estar tomando el sol en la playa.

      En un arrebato estúpido y voluntarioso, solo porque ella sabía cómo se sentía, lo cogió de la mano y entrelazó los dedos con los de él. Marc ladeó la cabeza en su dirección y la miró sin comprender.

      —Solo necesitas distraerte y no mirar. Es lo que yo siempre hago cuando me sacan sangre. Contar, decir marcas de coches, enumerar cosas que me gustan...

      —Cosas que me gustan —repitió con la garganta seca—. ¿Sabes qué pasa? No se me ocurre nada más que una.

      —Pues piensa en ella.

      Marc cerró los ojos y se humedeció los labios. Tenía todo el cuerpo en tensión. Dios mío, si ella hubiera podido retratarse la primera vez que estuvo delante de una aguja, esa habría sido exactamente su postura... No solo la de encoger los músculos, sino de intentar mostrar fortaleza frente a los que le agarraban la mano. Ella tampoco quería confesar que tenía miedo cuando estaba en una camilla, ni cuando le daban malas noticias, ni cuando presentía que no había mejoras.

      El médico por fin acertó donde era. Presionó un algodón contra la zona hasta que se cortó el hilillo de sangre, y volvió a poner la manga en su sitio.

      Aiko intentó no hacer ninguna estupidez, pero no pudo contenerse cuando él abrió los ojos y lo primero que hizo fue suspirar. Se dijo que no tendría más importancia y se inclinó para abrazarlo por el cuello. Reposó la barbilla sobre su hombro.

      —Has sido muy valiente.

      Él se quedó en silencio un segundo. Creyó que diría que no había sido para tanto, que se quitase, o que se reiría por su arrebato, pero no fue así. Le devolvió el gesto con un solo brazo torpe, y una mano más perdida aún, que lo único que hizo fue rozar tímidamente las puntas de su pelo.

      —¿Te encuentras mejor? —preguntó al separarse, roja como un tomate—. La gente a veces se desmaya con estas cosas, o le baja la tensión de golpe. Es que lo piensas y es un poco loco, ¿no? Meter una aguja en la carne de alguien... ¿A quién se le ocurriría? Y piensa que no

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