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al oído, la molestaba. Pero si ella conseguía estar conectada con Dios todo el tiempo, al Diablo ya no le quedaría espacio para atormentarla. Si bien los ataques disminuyeron en sus épocas más pías, nunca se fueron del todo. ¿Por qué, si no había un segundo en que mi madre no estuviese conectada con Dios? Porque a veces hay pruebas, decía el cura. Las pruebas que Dios le mandaba a ella eran los ataques, así no se olvidaba de cómo era su vida antes de Él. Dios cerraba y abría el grifo de la cordura para probarla. Dios era un perverso. Y ella lo aceptaba, y después le agradecía con cantos y mantras. Más de una vez la vi levantarse de su mecedora para contestar el teléfono, y en vez de aló decía: “¿Alabado?”. El desconcierto de quien llamaba duraba hasta que ella explicaba, con disculpas y risas, que era que estaba en medio de una oración y el teléfono la había interrumpido. “Ah, claro”, decían al otro lado, de lo más normal.

      Una vez, cuando era chica, soñé que mi mamá me mataba. Entraba a mi cuarto mientras dormía, se paraba al lado de mi cama y me miraba por un rato largo hasta que yo abría los ojos. Tenía un cuchillo en la mano y me decía: “Corre, corre bien lejos”. Pero enseguida se abalanzaba sobre mí y hundía el cuchillo en mi barriga.

      Me levanté gritando y la encontré como en el sueño: parada al lado, pero sin cuchillo. Trató de calmarme, estiró los brazos hacia mí; yo me escabullí, pegué un salto hasta la cama de mi hermana y me aferré a ella, entre llantos, diciéndole que no la dejara acercarse. La evité durante días. Y en esos días mi hermana se convirtió en el escudo que me protegía de mi madre. Ella le insistía en que la dejara hablarme, explicarme que había sido un sueño, que ella era mi mamá y nunca iba a enterrarme un cuchillo en la barriga; pero mi hermana, recia y altiva, estiraba su cuello de gacela y soltaba: “Déjala, te tiene miedo”.

      Con los años fui perdiendo el vínculo con toda mi familia. Por elección, hoy no tengo mayor relación con ninguno de ellos, mucho menos con mi madre, y eso me hace recordar sus gestos con lo que yo llamo cierta distancia saludable y otros —¿ellos?— podrían llamar crueldad. Pero justo ese gesto de mi hermana lo guardo como un tesoro extraño, una piedra deforme pero valiosa que me regalaron alguna vez. No sé de dónde le salió protegerme de esa forma, pero lo hizo hasta que yo la liberé de la responsabilidad y busqué a mi madre mortificada para decirle que ya estaba bien, que se me había pasado.

      Cuando todavía la veía, cuando iba de visita a mi ciudad, me sorprendía de las cosas que le escuchaba decir de sí misma, o de mí, o de mis hermanos. Me hablaba de extraños, me hablaba una extraña. Y en ese punto, ya no podía estar segura de si era ella quien construía relatos paralelos o yo. Cuando le preguntaba por sus nervios decía que estaba perfecta, tomando sus aguas homeopáticas, disfrutando de los nietos. Empecé a verla como una niña que mentía para defenderse desde la más furiosa inocencia. Contaba episodios maravillosos o trágicos de su vida familiar con el mismo movimiento frenético de manos, con el mismo sudor en el bozo y esos ahogos crónicos que interrumpían constantemente sus monólogos. El espacio para contestarle se hacía cada vez más delgado; su atención frente a lo que el otro decía, cada vez más sorda. Y en esos ratos breves que compartíamos el a parecía tensa pero controlada. Como alguien que se guarda muchas cosas incomprensibles —y, por ende, aterradoras— para sí misma y prefiere poner candados a las puertas que las contienen. Y si a uno se le daba por asomar un ojo en esas puertas, solo encontraba bruma.

      Nuestro primer alejamiento duró unos seis años, pero después hubo una tregua. Cuando la vi de vuelta todo en ella había cambiado. Era comprensible: mi papá, su marido por casi cuarenta años, había muerto hacía poco. Ella vino a visitarme a Buenos Aires, una ciudad que no conocía ni había pensado conocer jamás. Pero no tenía curiosidad. Estaba casi siempre callada, mirando el vacío como si fuera un pozo de nubarrones. Hablaba suave, medida, conteniendo alguna erupción repentina que no correspondía exponer. A veces solo murmuraba y yo le decía “¿Qué?”. Y ella: “¿Qué?”. Los ojos apagados, enrojecidos. Y: “Que está todo bien, todo tranquilo, perfecto”, repetía.

      Estaba deprimida. Era obvio.

      “¿Por qué no hablas, mami?”. “Me refugio en el silencio de Dios”.

      Le insistí en que viera a un médico, que eso que le pasabapodía curarse con una pastillita de nada, que se tomaba a la mañana con el café. Era simple, mentí. Me dijo que sí, que lo haría, como para no discutir, porque esa era la nueva tónica. Una de las últimas tardes que estuvo acá, mientras almorzábamos en un lugar coqueto y luminoso, se quedó mirando por la ventana largamente hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas. Afuera había árboles de flores violetas, jóvenes que iban y venían en ropa primaveral, niños con sus madres y sus mochilas fluorescentes en la espalda. Traté de decirle algo. Soy mala para decir cosas.

      Ella habló antes:

      —No siento nada —dijo—, no me calienta ni el sol.

      En las telenovelas que veía mi madre la heroína siempre sufría un trauma que la exculpaba. Muchas veces enloquecía, pero también se quedaba ciega, o perdía la memoria y de ese modo le daba paso a su nueva vida, que era justo lo opuesto de su vida anterior. Era como si la pérdida de conciencia y/o facultades la liberara de su presente gris y la situara frente a un horizonte llameante y prometedor, sin que mediara responsabilidad alguna de su parte. Gracias a la tragedia —involuntaria, inesperada— conocía al amor de su vida, o bien a sus verdaderos padres —ricos y viejos, a punto de dejarle toda su herencia— o a alguien que descubría su belleza oculta bajo el hollín y la convertía en una gran modelo.

      A veces, intentando entender algo, me pregunto si mi madre era simplemente una mujer insatisfecha que buscaba una salida. Entonces la imagino repasando su entorno con frialdad, pensando que la única forma de escaparle a todo eso era una fuga de conciencia. Una mujer como ella —temerosa, culposa, extremadamente dependiente— jamás habría podido idear una fuga verdadera. Tampoco se habría hecho alcohólica o drogadicta, porque no estaba dentro de sus contingencias emocionales entregarse al vacío —o al vicio— de brazos abiertos y ojos cerrados. ¿Por qué? Por el infierno: borrachos, drogones y suicidas van ahí. Los locos no, porque para cometer un pecado hay que tener conciencia de ello. En la ley divina, al contrario que en la humana, la ignorancia del pecado te exculpa del castigo. La alternativa de mi madre era, entonces, diseñarse vías de escape que la situaran en universos paralelos donde no existíamos sus hijos, ni su marido, ni esa casa donde pasaba sus días flotando como un globo.

      Pero por muchos argumentos que me dé, honestamente, esa hipótesis tampoco cierra porque —otra vez— lo que más recuerdo de sus ataques es el modo en que los padecía. Había dolor auténtico. Había impotencia y angustia. Había alaridos que pedían auxilio y compasión. Me cuesta aceptar que ninguno de nosotros viera eso en su momento, porque ahora lo veo claramente. Escuché decir alguna vez que cuando se está tan cerca de alguien que enloquece, uno se convierte en voyeur. Algo entre el shock y el morbo te toma los huesos y la voluntad y no puedes hacer más que mirar el declive con la frialdad de un sociópata. No sé si es cierto, ni siquiera recuerdo quién me lo dijo: a lo mejor es algo que inventé para exculparme.

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