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      SACERDOTE: Vos besaste a tu primo.

      ISABEL: Sí.

      SACERDOTE: ¿Por qué lo besaste, Isabel?

      ISABEL: ¡Porque se fue al seminario! ¡Lo perdí, padre! Y yo no sabía lo que sentía, hasta que llegó el momento. (Pausa) Me dijo “Chau, primita, te voy a extrañar mucho. (Sigue recordando) Allá hay mucho silencio. Voy a extrañar tu risa”. Pelotudo.

      SACERDOTE: ¡Isabel!

      ISABEL: Se me desmoronó el mundo, padre. Se me escapó la infancia. Se me iba, padre. Y ya no era mi primo, era un hombre al que acababa de descubrir que amo. ¿Y si le arruiné la vida, padre?

      SACERDOTE: Hay tantas cosas que no sabemos, Isabel.

      ISABEL: Déjeme hablar, padre. Necesito hablar. Necesito que me escuche y que me diga si hice mal, y si hice mal que me perdone… No, eso no importa. Quiero que me diga si es posible que le haya arruinado la vida.

      SACERDOTE: Hay algo más importante que eso, Isabel.

      ISABEL: Fue recién, padre. Julio se acaba de ir. Por eso estaba triste. Porque lo besé, y él se fue trastabillando, tartamudeando… pobrecito. ¿Sabe qué es lo peor, padre? Creo que le gustó.

      SACERDOTE: Seguro. Él también te quiere.

      ISABEL: (Enojada) ¿Qué sabe usted? ¡No soy una nena, padre! ¡No me diga cosas que no puede siquiera saber para contentarme! ¿Cómo sabe eso? ¿Eh?

      SACERDOTE: Tranquilizate, Isabel. Por favor.

      ISABEL: ¿En el seminario le enseñaron eso? ¡No quiero que me tranquilice, quiero que me diga la verdad!

      SACERDOTE: Tenés razón, Isabel, discúlpame. Es la costumbre de consolar a la gente. Siempre tengo la palabra adecuada para cada situación.

      ISABEL: ¡Pero esta vez no sirve!

      (Pausa.)

      SACERDOTE: Isabel.

      ISABEL: ¡¿Qué?!

      SACERDOTE: ¿Puedo preguntarte qué pasó después del beso?

      ISABEL: No sea chusma.

      SACERDOTE: No, Isabel, no es por ser chusma. Yo necesito saber qué pasó después de que lo besaste.

      ISABEL: ¿Para qué? Ya le dije, Julio se fue corriendo. La carita…

      SACERDOTE: Eso ya lo dijiste. Preguntaba por vos. ¿Qué pasó con vos después del beso?

      (Pausa, ella seria.)

      ISABEL: No me acuerdo…

      (Pausa.)

      SACERDOTE: ¿Puedo contarte algo?

      ISABEL: (Angustiada) No me acuerdo… Estaba triste. Muy triste.

      (Pausa.)

      SACERDOTE: Escuchame. Llevo cuarenta y pico de años de sacerdocio ¿Sabés? Muchas veces me he preguntado qué habría sido de mi vida si hubiera decidido dejar los hábitos. O no tomarlos.

      ISABEL: Muy triste.

      SACERDOTE: El día en que estaba por irme al seminario, mi prima, mi prima de mi vida, la mujercita más linda que conocí, el alma más bella, el espíritu más alegre que Dios puso frente a mí, la chica más hermosa, la de los ojos pícaros y la sonrisa de luz, reaccionó de una manera que jamás habría imaginado. Mi prima me besó, Isabel, cuando me iba al seminario. Fue suficiente para poner en duda todas mis ideas, todos mis sentimientos. La duda, Isabel. Lo peor es la duda.

      ISABEL: No puedo recordar.

      SACERDOTE: No importa. Ya vas a recordar. Tranquilizate.

      ISABEL: Hay como un vacío, desde que Julio se fue, hasta que me veo con Batuque, abajo.

      SACERDOTE: Suele pasar. Con una emoción fuerte. Con un susto grande. Suele pasar. (Pausa) Dejame que te cuente. Es importante. Creo. Mi prima tuvo un accidente, terrible.

      ISABEL: ¿Cuándo?

      SACERDOTE: Después de lo del beso. Yo me fui, con la mente nublada. Tenía una sensación de felicidad nueva, de… no sé cómo explicarte, Isabel. Mi prima fue la persona con quien compartí mi infancia, era mi hermanita, prácticamente. Y de golpe, era una mujer que me besó. Mi cabeza daba vueltas, no entendía nada. Mi prima, mi hermanita, ese beso que me gustó… es decir… me confundió, apareció toda una nueva dimensión en mi mundo que desconocía.

      ISABEL: ¿Y su prima?

      SACERDOTE: Si yo hubiera podido hablar con ella después de eso… aclarar los sentimientos… saber que ella estaría bien… La duda, Isabel. Lo peor es la duda.

      ISABEL: ¿Qué? ¿Murió?

      SACERDOTE: Dios me perdone por esto… ojalá hubiese muerto. (Reacciona) No, no. Estoy desvariando. Si ella hubiese muerto habría perdido la esperanza… de poder preguntarle si ella se cayó del balcón, por atolondrada, o si se tiró, desesperada. Porque si ella se tiró, si ella decidió su propia muerte, ya no tengo esperanzas de verla nunca más, en el Cielo.

      ISABEL: Padre, discúlpeme. No entiendo nada. ¿Se murió o no se murió? ¿Por qué no le puede preguntar?

      SACERDOTE: Porque hace más de cuarenta años que está en coma. Como un cuerpo muerto, pero que nunca murió. Lo peor es que, cuando vengo a esta casa, parece que el tiempo se hubiera detenido. Su mamá fue muy clara: quiero que la casa esté siempre igual al día del accidente, para que cuando ella despierte, encuentre su propio hogar, con el mismo olor a romero en las macetas, con los mismos colores en las paredes… cremita la galería, verde agua el comedor, celeste la habitación de ella. Por eso esta casa parece un museo, Isabel. Siempre igual. Siempre igual. Yo querría volver un día y ver que no estén más los nísperos, ni los mandarinos, ni la palta. Querría que desaparecieran esos cisnes horrendos de cemento, del tiempo de ñaupa, las margaritas blancas de corazón amarillo, las calas…

      ISABEL: Son lindas las margaritas…

      SACERDOTE: Yo querría que todo eso quede atrás, volver a esta casa y encontrar plantas nuevas, paredes blancas, muebles modernos, sin olor a lavanda... querría que entrara aire fresco, que…

      ISABEL: Padre ¿De qué habla?

      SACERDOTE: De la vida, hablo. De mi vida. De las cosas que yo querría para mí, de las cosas que ya no soporto. Porque ya estoy grande, estoy cansado de todo esto.

      ISABEL: ¿Usted está bien, padre? ¿Todo eso que dice… usted imagina cosas o qué? ¿En dónde está su prima?

      SACERDOTE: Acá.

      ISABEL: ¿Acá dónde? Nunca escuché de nadie que estuviera así, como usted dice, en este pueblo.

      SACERDOTE: Querría despertarme cada día sin dolor en las tripas, sin esa duda que me persigue. Querría tener noches tranquilas, en las que sueñe cosas bellas. Pero no puedo.

      ISABEL: Padre… No lo tome a mal. Su prima ¿Existe?

      SACERDOTE: El alma ¿Existe? Dios ¿Existe? No lleguemos a eso, Isabel, no tengo ganas. Me pasé la vida estudiando y enseñando sobre el alma y sobre Dios, y no encuentro respuestas a esto que me está pasando. ¿Querés saber si mi prima existe? Sí, claro que existe. Está acá, en esta casa.

      ISABEL: No, padre, discúlpeme que le diga, acá no hay ninguna prima suya. No hay nadie que esté enferma como usted dice.

      SACERDOTE: ¿Estás segura?

      ISABEL: Vivo acá desde que nací y no veo nada de lo que usted dice. No hay prima, no hay enferma. Hay calas, y hay mandarinos, y hay paltas, y hay hamacas en el patio grande, por si no las vio, pero no hay prima, ni enferma, ni nada. Voy a llamar a mamá para que lo escuche ella, porque yo ya me aburrí de usted.

      SACERDOTE: Está bien. Pero antes te pido una sola cosa. Por favor. Tratá de recordar qué pasó después de que se fue Julio. Cuando estabas con

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