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VIVA EL TEATRO!

      Luis Alberto Sáez

      Presentación del autor

      Una platea bulliciosa, luces que se apagan, expectativa, toses. La obra va a comenzar. Y comienza. Destino lógico para un texto teatral: espectadores de carne y hueso que disfrutarán, si la cosa sale como uno espera. Para eso uno escribe teatro. Pero también me gusta imaginar a un lector, solo, en una habitación cálida en una noche de frío, a un viajero en un tren, a un veraneante en la arena o en la montaña, atrapados por estas historias que se dejan leer. Me gusta imaginar que en espacios tan diferentes hay un lector solitario que se encuentra con estos personajes, y eso, en definitiva, y sin que lo sepa, es encontrarse conmigo. El placer del solitario autor que se une al placer del solitario y desconocido lector.

      No voy a engañar a nadie, ni a adoptar poses dignas de elogio. La verdad es que estas historias –siempre, ineludiblemente cuento historias, para mí eso es el teatro- estaban por ahí, desordenadas, inconexas, esperando un hilván que les diera forma, unidad, sentido. No las invento, no son el fruto de un intelecto fabricador de historias, no señor. Son el resultado de procesos misteriosos, que van asociando sensaciones, emociones, imágenes que tenían, seguramente, poco en común. La imagen de mi hermanita llorando por haber perdido un juguete, un recorte de diario, el estribillo de una canción, pueden haber sido los causantes de una historia de amor, o de una farsa dieciochesca. Esas pequeñísimas, insignificantes imágenes, se meten dentro de mí y golpean, como una bola de billar, a otras muchas más, que se desalinean y reacomodan con un orden inexistente hasta ese momento. ¿Y cuál es el mérito, entonces? Ése, dejarse impactar, permitir que el desorden genere un nuevo orden, ser lo suficiente mente humilde para aceptar que esos componentes serán los protagonistas, y no uno. Mantenerse oculto, riendo por lo bajo, en silencio, porque suficiente ruido hacen los personajes y sus cuitas, como para entrometerse uno, pretendido autor. Porque esos personajes ya estaban en algún lugar, esperando ser aprehendidos, aprovechados, concretados. No miento si digo que al empezar una obra no tengo idea de qué voy a escribir, y que cuando voy por la mitad de la obra no sé cómo va a seguir, y que cuando se acerca el final ruego que aparezca, de la misma manera que el resto de la historia, esa resolución que dé brillo a la última línea, tan importante como la primera.

      Esta selección abarca aproximadamente la mitad de mi producción dramatúrgica, que viene siendo prolífica, variada y, no me cuesta decirlo, muy bien recibida por los públicos de diferentes latitudes. Espero, ansío, que su lectura produzca lo mismo que me produjo a mí su escritura: sorpresas, emociones, risas, reflexiones. Confío en que eso sucederá, porque es mi método de evaluación: si yo me sorprendí con los giros, si yo me emocioné con algunos gestos, si yo me reí con los disparates ¿Por qué no sucederá lo mismo con quienes compartan mi sensibilidad, mi estilo y mi humor? Ojalá, estimado lector, seas uno de los que comparten conmigo esas condiciones.

      José Ignacio Serralunga

      Personajes:

       Sacerdote, de unos 60 a 65 años aproximadamente.

       Isabel, de 17 años.

      (La acción, en un único espacio: Galería cerrada en planta alta en la casa de Isabel.)

      (Está ubicada en un pueblo muy chiquito, casi rural. Es amplia, elegante, el mobiliario es antiguo.)

      (En escena el sacerdote. Unos segundos, serio. Entra Isabel atolondradamente, casi tropieza con el hombre, quien se sobresalta. La mira, extrañado.)

      ISABEL: Disculpe, padre. No sabía que había gente en la salita. Recién yo estaba… (Se interrumpe al descubrir el azoramiento del sacerdote. Muerta de risa) ¿Se asustó, padre? (Dejándose caer en un sillón) Uh, qué corrida. (El cura sigue sin responder) Si mamá me ve corriendo así, me mata (Imita a la madre) Una señorita no puede correr como un caballo… (Se ríe) Como un caballo… (Imita un relincho, se ríe. Toma aire, mira para todos lados) ¿Lo dejaron solo, padre? ¿Cuándo entró? ¿Quiere que busque a mamá?

      SACERDOTE: (Tomándose su tiempo, piensa cada palabra) Tu mamá… (Queda pensativo otra vez)

      ISABEL: ¿Mi mamá…? ¿Se siente bien, padre?

      SACERDOTE: (Habla lento, pensando cada palabra) Sí, Isabel. Bueno, más o menos. Dejame que me siente porque… (Mira a los laterales) ¿En dónde estabas?

      ISABEL: ¿Yo? Abajo, padre. Con Batuque. No le cuente a mamá, porque cada vez que me revuelco con Batuque me pega un reto. (Imita a la madre) Isabel, una señorita como vos no se puede revolcar así con un perro pulgoso como Batuque… (Se ríe otra vez) ¡No tiene pulgas, Batuque!... Bueno, unas pocas tiene. Es un perro de pocas pulgas (Se ríe) ¿Entiende, padre? Un perro… de pocas pulgas.

      SACERDOTE: (Sonrisa pequeñita) Un perro de pocas pulgas… si habré escuchado esa frase.

      ISABEL: Ah ¿La había escuchado? Yo pensé que la había inventado yo. ¿No le convidaron nada, padre? ¿Quiere limonada? Yo misma la preparé hace un ratito, con los limones de la planta más vieja. Es la mejor, porque los de las nuevas tienen muchas semillas. No sé si serán de otra variedad o qué, pero son distintos. ¿Quiere limonada?

      SACERDOTE: No… gracias. Esa limonada, en realidad… (Se detiene)

      ISABEL: ¿Qué le pasa, padre? Habla en cuotas usted (Se ríe, él le devuelve una mueca más que una sonrisa) Uy, no, discúlpeme, padre, soy una mal educada. Si me escucha mamá hablarle así me pega un levante. Discúlpeme ¿Sí?

      SACERDOTE: Sí, Isabel, no te preocupes. No me molesta que me hables en ese tono. Al contrario… (Parece que sigue, pero se detiene)

      ISABEL: ¡Otra vez se quedó sin kerosén, padre! (Se ríe) Ay, no, qué salvaje. Si mamá me escucha…

      SACERDOTE: (Imita, con un poquito más de entusiasmo, a la madre de Isabel) Una señorita como usted no puede hablarle así a un sacerdote… (Sonríe)

      ISABEL: Ah, usted también se burla ¿Eh? Había sido pícaro. Mire si le cuento a mamá. (El padre sigue con su media sonrisa) No se preocupe, no le voy a contar.

      SACERDOTE: No hay problemas.

      (Pausa, se miran, ella divertida, él preocupado.)

      ISABEL: ¿Padre?

      SACERDOTE: ¿Sí?

      ISABEL: Usted no es de acá.

      SACERDOTE: Sí. (Duda) Soy el párroco de Vera.

      ISABEL: ¿Eh? Yo siempre voy a Vera y nunca lo vi. A Misa de Gallo. Y en Pascua. Es otro el cura. Gervasio, el padre Gervasio es. El peladito (Se ríe) Es más respetuoso peladito que pelado ¿No?

      SACERDOTE: Hacía bastante tiempo que no venía a esta casa. Yo me crié acá.

      ISABEL: ¿En Santa Felicia? ¿En serio?

      SACERDOTE: En esta misma casa.

      ISABEL: ¡No! ¡Mentira! Ay, no, discúlpeme, no me di cuenta, soy una salvaje, le hablo como si fuera un amigo… discúlpeme ¿Sí?

      SACERDOTE: (Sonríe, amistoso) No te preocupes, Isabel. Siempre fuiste medio salvaje, a decir verdad.

      ISABEL: ¿Eh? ¿Cómo sabe usted? ¿Le contó mamá? Siempre me dice…

      SACERDOTE: (Continuando el párrafo) Isabel, una señorita como vos no debe hablar como un carrero…

      ISABEL: (Muerta de risa) ¡Sí! ¡Y nunca supe lo que quiere decir carrero! Debe ser un mal educado.

      SACERDOTE: (Sonríe) Siempre la misma. Un carrero es un hombre que maneja un carro. Lo que pasa es que generalmente son… eran tipos bastante rústicos. No tienen modales, pobres.

      ISABEL: Entonces yo podría ser carrera.

      SACERDOTE: Claro, seguro.

      ISABEL: ¿Seguro que no quiere

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