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una conexión social significativa, habida cuenta de que el sociópata no es realmente un ser humano completo. Ante esta aventura, parecen abrirse dos caminos, a saber: que el sociópata logre establecer dicha conexión y se redima atenuando su sociopatía, o bien que fracase en el intento de conectar emocionalmente y viva de este modo su fiasco como una especie de castigo, con lo que su sociopatía parece actuar como una trampa.

      La primera opción cuenta con una venerable tradición a sus espaldas, que se remonta al Cuento de navidad de Charles Dickens, e incluso más allá. La segunda opción, empero, se nos antoja más interesante y más característica de la actual fascinación por los sociópatas. Un buen ejemplo de este modelo «punitivo» lo encontramos en la película Up in the Air. En ella, George Clooney interpreta a un hombre totalmente desconectado con el pavoroso trabajo de volar por todo el país poniendo de patitas en la calle a empleados cuyos jefes no pueden soportar la carga emocional de comunicar personalmente los despidos. A este hombre le encanta tener una vida de viajes constantes, las bicocas que consigue acumulando millones de millas en su tarjeta de viajero frecuente, los ligues con otras viajeras y, por encima de todo, la posibilidad de llevar toda su vida a cuestas metida en una sola maleta. Como domina magistralmente el arte de la manipulación emocional, consigue convencer a todos los despedidos de que la pérdida de su empleo es en realidad la mejor oportunidad que les haya regalado la vida, pues ahora podrán perseguir por fin sus sueños. Al demostrar que cree sinceramente en su forma de vida, este hombre incluso se ha ganado una gran reputación como motivador profesional, impartiendo conferencias en las que anima a los asistentes a adoptar su filosofía del «viajar ligero».

      El conflicto fundamental de esta historia se produce con la llegada de una joven (Anna Kendrick) que descubre cómo terminar con la necesidad de los constantes viajes administrando los despedidos vía videoconferencia. Evidentemente, este método es más inhumano que el que viene a reemplazar y, por consiguiente, la muchacha parece de entrada incluso más sociópata que el propio George Clooney. La vuelta de tuerca se produce, sin embargo, cuando la chica le convence de que la mujer con la que este tiene un pacto de cama (Vera Farmiga) solo se conforma con la situación y que en realidad —como manda el estereotipo— quiere «algo más». Clooney le hace caso e invita a su amante a la boda de su hermana, en la que paradójicamente, cuando la novia se asusta, se recurre a sus servicios para que la convenza del valor del matrimonio. Aparentemente bebe de su propia medicina y decide empezar una relación más seria con su compañera de cama, pero no tarda en descubrir que ella está casada y tiene hijos.

      Después de esta decepción, haber alcanzado por fin los diez millones de millas en su tarjeta de viajero frecuente —hasta entonces la única meta vital que parecía importarle— le deja frío. El único consuelo que encuentra es intentar establecer vínculos sinceros con la gente (escribiéndole, por ejemplo, a Anna Kendrick una fabulosa carta de recomendación o traspasando algunas de las millas acumuladas a su hermana recién casada y su marido, que no pueden permitirse un viaje de novios).

      En mi opinión, este final te deja una sensación artificial e insatisfactoria; habría sido más interesante que George Clooney hubiera seguido siendo fiel a sus principios. Al mismo tiempo, empero, este final era necesario desde un punto de vista cultural, ya que parece prácticamente imposible para el entretenimiento de masas (e incluso para gran parte del material destinado a públicos «más cultivados») presentar un personaje sociópata sin escenificar al mismo tiempo algún tipo de antagonismo con la «verdadera humanidad» de las relaciones humanas profundas. Y con muy pocas excepciones, esta relación humana profunda viene representada por el matrimonio y la familia, y no por la amistad íntima, por poner un ejemplo.

      De entrada podría parecer que la oposición entre valores familiares y sociopatía es relativamente intuitiva, pero creo que dicha oposición presenta matices más sutiles. La referencia a los valores familiares, lejos de socavar la fantasía del sociópata, la fomenta proporcionando al mismo tiempo la posibilidad de un «desmentido plausible» típico de las moralejas. Donde mejor se aprecia esto es en el modelo punitivo, en virtud del cual el sociópata se aferra irredimiblemente a su sociopatía pese al supuesto y obvio atractivo de la vida familiar. Sin embargo, me inclino a pensar que también opera en el modelo redentor, y ello es así porque las relaciones familiares son perfectamente compatibles con la sociopatía. En efecto, tal y como quedará de manifiesto en los siguientes capítulos, la dinámica familiar abre sendas notablemente productivas para explicar el funcionamiento de la fantasía del sociópata.

      El personaje que encarna Bryan Cranston en Breaking Bad, por ejemplo, decide dedicarse a la producción de metanfetaminas cuando se entera de que su decepcionante vida está a punto de acabar como consecuencia de un imprevisible cáncer de pulmón. La explicación oficial es que quiere «mantener a su familia», aunque es obvio que su familia no le habría pedido nunca que se convirtiera en un delincuente y su esposa (Anna Gunn) se queda horrorizada al descubrirlo. La explicación más profunda se hace patente a medida que la trama se desarrolla: este hombre había llegado al límite y el diagnóstico le da la excusa perfecta para hacerse valer después de una vida entera sometiéndose patéticamente a los demás. Sin embargo, estas dos explicaciones no son contradictorias ya que «ser un hombre» —ser orgulloso, ser capaz de abrirse camino en la vida, no depender de nadie, etcétera— está íntimamente relacionado con «mantener a la familia». De hecho, incluso después de haber ganado mucho más dinero del que su familia jamás podría necesitar e incluso después de que su esposa le amenace con divorciarse, un compañero de correrías criminales le convence de que no se retire de ese mundo porque «un hombre tiene que mantener a su familia». Después de ver Breaking Bad y escuchar las continuas apelaciones de Bryan Cranston a «su familia», cada vez que oigo la palabra de marras me cuesta trabajo no percibir también un tonillo siniestro.

      Así pues, lejos de socavar la sociopatía, los lazos familiares a menudo terminan siendo la excusa de la conducta sociópata. Tal cosa no solo es válida para los infractores, sino también para los miembros de la familia que se benefician de dicha conducta. Las historias sobre la mafia, por ejemplo, a menudo presentan a mujeres que se enfrentan a una situación en la que el autoengaño acerca de la conducta del marido o el padre ya no se sostiene, lo cual no impide que terminen casi siempre dejándose convencer y olvidando que son cómplices de sus hombres. Incluso en Breaking Bad, el personaje de Anna Gunn al principio rechaza delatar su marido a la policía y al final termina implicándose en sus negocios para cerciorarse de que no lo trinquen, todo con la idea de ahorrar a los hijos el drama de que se enteren que su padre es un delincuente.

      En pocas palabras, los lazos familiares proporcionan las racionalizaciones perfectas para el sociópata y abren las puertas de par en par para que el síndrome de Estocolmo se adueñe del resto de la familia. Así pues, los lazos familiares son, al menos en potencia, los lazos más antisociales que existen —el padre tradicional, por ejemplo, ve a su esposa y sus hijos como simples extensiones de su yo, de tal suerte que cuidar de la familia de uno puede convertirse paradójicamente en un acto profundamente egoísta—. Esto puede apreciarse incluso en una serie como Weeds, donde una viuda (Mary Louise Parker) cumple el papel de padre sociópata y empieza a traficar marihuana para mantener a su familia. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre en Breaking Bad, donde la familia se las ve y desea para mantenerse a flote económicamente, la unidad familiar de Weeds reside en una urbanización de gente acomodada y la necesidad de mantener las apariencias frente a las otras mujeres de la zona pesa casi más que cualquier necesidad económica real cuando la madre decide meterse en el narcotráfico. Al igual que en Breaking Bad, la primera reacción de la familia es de descontento cuando descubre la heterodoxa estrategia financiera de la madre pero no tarda en echarle una mano, y lo sigue haciendo incluso cuando salta a la luz que la cabeza de familia disfruta de las emociones fuertes de una vida al margen de la ley como un fin en sí mismo. El noble camino de mantener a los suyos a todo trance se vuelve indistinguible de la decisión de convertirse en un delincuente común.

      Incluso el momento en apariencia «redentor» que se da cuando el sociópata abraza la vida familiar confirma su total dominio de la situación: es capaz de instrumentalizar las formas más naturales y en apariencia irresistibles de la urdimbre social. El atractivo de esta ficción resulta evidente en una sociedad que depende en gran medida de los lazos familiares como medio de chantaje, por ejemplo en Estados Unidos, donde la

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