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puede o no quiere casarme hoy.

      —¿Te parece a ti que yo sé los secretos de mi amo?

      —Bien me lo figuraba yo que había misterio —dijo para sí Lorenzo.

      Y para descubrirlo continuó:

      —Vaya, señora Perpetua, nosotros somos amigos: dígame usted lo que sabe; favorezca usted a un pobre muchacho.

      —Lorenzo mío, mala cosa es haber nacido pobre.

      —Es verdad —contestó Lorenzo, confirmándose cada vez más en su sospecha—. Es verdad; pero los curas no deben tratar mal a los pobres.

      —Oye, Lorenzo, yo nada puedo decir, porque... en fin, porque nada sé; pero lo que te puedo asegurar es que mi amo no quiere hacerte perjuicio, ni a ti ni a nadie, y no tiene culpa...

      —¿Y quién la tiene? —preguntó Lorenzo como descuidadamente, pero con el oído fijo y el corazón alerta.

      —Repito que nada sé... pero puedo hablar en defensa de mi amo, porque me incomoda sobremanera ver que se le obligue a hacer daño a nadie. ¡Es un bendito!, y si peca, peca por demasiada bondad. Es bien cierto que en el mundo hay bribones, prepotentes, hombres sin temor de Dios.

      —¡Bribones!, ¡prepotentes! Éstos no serán sin duda los superiores —dijo para sí Lorenzo.

      Y ocultando su agitación que progresivamente se aumentaba, continuó:

      —Vaya, señora Perpetua, dígame usted quién es.

      —¡Ah!, tú quisieras sonsacarme, picaruelo, y yo no puedo hablar, por— que... En fin, no sé nada, y cuando digo que nada sé, es como si dijera que he jurado callar. Aunque me dieran tormento, nada sacarías. Adiós; es tiempo perdido para los dos.

      Con esto entró aprisa en el huerto, y cerró la portezuela. Devolvióle Lorenzo el saludo, detúvose un poco, para que por el ruido de los pasos no advirtiese el camino que tomaba; pero así que se alejó bastante para que no pudiese oírle ni verle la buena mujer, apresuró el paso, y en un momento llegó a la puerta de don Abundo. Entró sin llamar, y se metió a la deshilada en el cuarto donde le había dejado, y habiéndole hallado allí, se dirigió a él con desembarazo y los ojos encendidos.

      —¡Cómo! —dijo don Abundo—, ¿qué novedad es ésta?

      —¿Quién es el prepotente —preguntó Lorenzo con el tono de un hombre determinado a saber la verdad—; ¿quién es el prepotente que no quiere que yo me case con Lucía?

      —¿Cómo, cómo? —murmuró don Abundo con el color más blanco que un papel.

      Sin embargo, sin dejar de murmurar, se levantó apresuradamente de la silla, dando un salto para tomar la puerta; pero Lorenzo, que se lo figuraba, se arrojó antes que él, la cerró y metió la llave en el bolsillo.

      —Ahora hablará usted, señor cura. Todos saben mis negocios menos yo. ¡Voto a...! Quiero saberlos yo también. ¿Cómo se llama ese caballero?

      —¡Lorenzo! ¡Lorenzo!, así tengan buen siglo las ánimas de tus difuntos, por caridad mira lo que haces: piensa que...

      —Lo que yo pienso es que quiero saberlo al instante.

      Diciendo esto puso la mano quizá sin advertirlo sobre el mango del puñal que se le salía del bolsillo.

      —¡Dios me asista! —exclamó don Abundo con voz flaca.

      —Quiero saberlo...

      —¿Quién te ha dicho?...

      —Dejémonos de razones; quiero saberlo, y al instante.

      —¿Tú quieres, pues, mi muerte?

      —Quiero saber lo que tengo derecho a saber.

      —Pero si hablo, muero; ¿y no quieres que me interese mi vida?

      —Hable pues...

      Pronunció Lorenzo estas dos palabras con tanta energía y tono tan decidido, que don Abundo perdió enteramente la esperanza de poder desobedecer.

      —¿Me prometes, me juras —dijo entonces— de no darte por entendido, de no decir jamás a nadie?...

      —Lo que prometo es hacer un desatino si usted no me declara inmediatamente quién es ese hombre.

      A esta nueva graciosa insinuación, don Abundo, con la cara y los ojos del que tiene en la boca el gatillo del sacamuelas, articuló:

      —Don...

      —Don... —repitió Lorenzo, como para ayudar al paciente a pronun— ciar el resto, y sin apartar los ojos de los del cura, ni quitar las manos de detrás.

      —Don Rodrigo —pronunció don Abundo aprisa, y de un modo como si quisiese desfigurar el nombre.

      —¡Ah perro! —exclamó Lorenzo, rechinando los dientes—. ¡Ah perro! ¿Y cómo?, ¿qué le ha dicho a usted para?...

      —¿Cómo? ¿Cómo? —respondió con voz casi airada don Abundo, el cual, después de tamaño sacrificio, se consideraba como acreedor de Lorenzo. —¿Cómo? ¡Ya, ya! Quisiera que a ti te hubiese sucedido en mi lugar; que en verdad no estarías para fiestas.

      Aquí se puso a pintar con los colores más horrorosos el fatal encuentro con los bravos, y sintiéndose en el cuerpo, mientras hablaba, cierta cólera que el miedo tuvo reprimida hasta entonces, y viendo al mismo tiempo que Lorenzo entre ira y confusión estaba inmóvil con la cabeza baja, continuó diciendo:

      —¡Has hecho por cierto una brava acción! ¡Una pasada semejante a un hombre de bien, a tu párroco, en su propia casa, en lugar sagrado! ¡Vaya, que la cosa es de contar! ¿Y luego para qué?, para sacarme de la boca tu desgracia, y la mía, lo que yo te ocultaba por prudencia, para tu bien. Ahora, pues, que lo sabes, quisiera que me dijeras qué es lo que has adelantado. Por amor de Dios, éstas no son burlas: no se trata de si hay o no hay razón; se trata de la fuerza. Y cuando esta mañana te daba yo un buen consejo, al instante alborotaste. Yo miraba por ti, y por mí. Y ahora ¿qué se hace? Abre por lo menos la puerta, o dame la llave.

      —He faltado a usted al respeto —respondió Lorenzo con voz humilde para con don Abundo, pero que indicaba furor contra su enemigo—. He faltado; pero póngase usted la mano al pecho, y reflexione si en mi lugar...

      Diciendo esto, había ya sacado la llave del bolsillo, e iba a abrir. Don Abundo fue tras él; y mientras Lorenzo abría, se le acercó, y con rostro serio le dijo:

      —Jura al menos...

      —He faltado; disimule usted —respondió Lorenzo, abriendo la puerta para salir.

      —Jura —replicó don Abundo agarrándole de un brazo con mano trémula.

      —Me he propasado —añadió Lorenzo, soltándose de él.

      Y ausentándose apresuradamente, cortó de esta manera la cuestión que, como las de literatura y filosofía, hubiera durado seis siglos por el tesón con que entrambos se hubieran mantenido en sus trece.

      —¡Perpetua! ¡Perpetua! —gritó don Abundo después de haber llamado en vano al joven fugitivo.

      Pero el ama no respondía, y don Abundo ya no sabía lo que le pasaba.

      Ha sucedido más de una vez que personajes de categoría más elevada que la de don Abundo, hallándose en grandes apuros, y sin saber qué partido tomar, creyeron excelente recurso meterse en la cama con calentura. No tuvo don Abundo que ir a buscar semejante arbitrio, porque él mismo se le vino naturalmente a las manos. El susto del día anterior, la mala noche, el miedo que le acababa de meter Lorenzo, y el pensar lo que pudiera sucederle en adelante, produjeron su efecto. Aturdido y fatigado, volvió a sentarse en su sillón y empezó a sentir algunos escalofríos. Se miraba las uñas, suspiraba, y de cuando en cuando llamaba con voz trémula y rabia a Perpetua. Por fin llegó ésta con una gran col debajo del brazo, y tan serena como si nada hubiera pasado. No quiero molestar al lector con los lamentos,

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