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es lógico, la desbordada ilusión y la impaciencia generalizadas exigían que el lugar entrase en funcionamiento cuanto antes. A partir de aquel día se volcaron en cuerpo y alma, no solo en hacerla habitable, sino en lograr que el aspecto de su flamante «sede» fuese lo más acogedor posible.

      Borja, que era el «manitas» del grupo, llevó sus herramientas hasta la cueva y allí, con unas vigas de madera que compraron entre todos, construyó unos rudimentarios bancos que colocaron alrededor de una mesa plegable que adquirieron en una tienda de bricolaje. Llevaron mantas, sacos de dormir, chucherías, sus cómics y revistas favoritos y, como último adorno, la calavera donada por la hermana de Sandra que al fin tendría un lugar digno desde el que vigilar las actividades del grupo.

      La iluminación de la cueva fue lo que más guerra les dio. Después de escuchar todas las sugerencias y planes (algunos verdaderamente imaginativos pero poco prácticos) acabaron solucionándolo echando de nuevo mano de sus ahorros y comprando unas cuantas lámparas de gas que, situadas en lugares estratégicos, conseguían un resultado más que aceptable.

      Había, así y todo, un último e importantísimo detalle que de no ser por Mercedes a nadie se le hubiese ocurrido. Alguien, al igual que le sucediera a Juan Ramón, podía dar con la entrada de manera fortuita (o sea, cayéndose dentro) acabando para siempre con su lugar secreto. Aquella idea causó una gran conmoción entre los miembros del Círculo que comenzaron a imaginarse a toda una legión de extraños invadiendo su «base de operaciones» de un momento a otro.

      Antes de que cundiese el pánico, Mer anunció con una divertida sonrisa que ya tenía pensada una solución para solventar aquel problema de seguridad.

      El ingenioso plan (aprobado por todos con gran alborozo) consistía en colocar unos tablones de madera sobre la grieta de entrada cada vez que abandonasen la cueva. Sobre ellos esparcirían ramas y arbustos hasta cubrirlos por completo. De esta manera, si algún excursionista despistado pasaba por allí y pisaba el punto de acceso, en ningún momento se daría cuenta de lo que se encontraba bajo sus pies.

      La Cueva de la Calavera se convirtió a partir de aquel momento en sede oficial y secreta del Círculo Dorado y lugar de reunión en el pasarían un montón de horas de diversión y planearían minuciosamente cada una de sus aventuras.

      Solo faltaba un último detalle para comenzar su andadura oficialmente, un importante detalle surgido de la inspiración de Elisa: si querían ser como los caballeros andantes de la antigüedad, deberían elegir un emblema como el que aquellos llevaban en su armadura, un símbolo con el que de alguna manera se identificaran y por el que todo el mundo (la posteridad incluso, añadió Diego en un arrebato de optimismo) los reconocería tras las hazañas que sin lugar a dudas llevarían a cabo con éxito en el futuro.

      La elección de ese escudo personal se convirtió a partir de aquel momento en una importante decisión, todo un reto de imaginación que a alguno le dio más de un dolor de cabeza.

      –Solo pensad en que Superman o Batman se hubiesen equivocado a la hora de elegir sus emblemas –repetía Borja una y otra vez para que todos se motivasen de manera conveniente–; ¿sería el mundo igual? ¡No señor!, así que esforzaos y no os quedéis con lo primero que se os venga a la cabeza. Como dice mi padre: «en estos tiempos, la imagen es lo más importante».

      –Así te ven, así te tratan –repetía con guasa a coro el resto de la pandilla, que ya se sabía los dichos de su amigo de memoria.

      Tras unos días de profunda meditación, Diego fue el primero en decidirse eligiendo como escudo de armas la figura de un dragón, una criatura sabia, misteriosa y desconcertante de la que hacía tiempo había leído que tan pronto andaba por el suelo como los hombres como, de repente, se elevaba volando por el cielo como las aves. El chaval, que a menudo emprendía el vuelo gracias a los sueños que siempre poblaban su cabeza, no necesitó pensárselo dos veces: él sería el dragón.

      Mercedes fue la siguiente en tomar la difícil decisión decantándose por la imagen de un unicornio. Aquel caballo blanco de las leyendas era un ser hermoso de cuya existencia nunca había dudado, un mágico y bellísimo animal que estaba segura aún habitaba en algún lugar remoto, visible tan solo para aquellos que conservan intacta la capacidad de creer en sus sueños.

      Elisa optó por una herradura plateada que para ella encerraba un doble significado: por un lado sintetizaba la pasión ecuestre que la acompañaba desde que tenía uso de razón y por otro representaba uno de los talismanes más populares de la buena suerte (y como Elisa era un poco supersticiosa quedó muy satisfecha con su elección).

      J.R., al igual que sus compañeros, barajó un montón de opciones pero en el momento en que la idea de una tortuga le vino a la cabeza supo que era la correcta. Aquel animal, no solo era una de sus mascotas favoritas (en casa tenía un par de ellas), si no que, por su pachorra natural, a él constantemente le estaban comparando con ellas. ¿Qué mejor pues que una tortuga para representarlo ante el mundo?

      La figura de una estrella fue la elección de Sandra. Era la estrella que contemplaba algunas noches desde su ventana y a la que, desde muy niña, le pedía sus deseos; un símbolo con un gran valor personal cuyo significado jamás quiso desvelar a nadie.

      Borja, a pesar de ser el último en comunicárselo al grupo, había tenido muy claro desde un primer momento que su escudo de armas no podía ser otro que la figura de un caballo puesto de manos. Aquella imagen, para él muy significativa, simbolizaba varias cosas: la rebeldía en su estado más puro, la belleza del animal que había elegido como compañero y la similitud con el emblema de una exclusiva marca de automóviles, su otra gran pasión. O sea, una elección perfecta.

      Una vez que todos se habían decidido, J.R. tuvo una gran idea que fue recibida con gran regocijo por sus compañeros. La propuesta consistía en que cada uno plasmase en papel la imagen de su escudo personal. Una vez diseñadas las llevarían a una joyería de reciente apertura en Fuentevieja en la que, con una moderna máquina conectada a un ordenador, se dedicaban a grabar en pulseras o medallas cualquier tipo de anagrama o emblema.

      De aquella manera, al igual que los héroes de las leyendas medievales lo hacían en sus ropas y escudos (o los superhéroes en Gotham o Metrópolis, insistía Borja), cada niño llevaría siempre consigo el símbolo de su otra identidad.

      La idea causó furor entre los miembros de la pandilla y Juan Ramón fue aclamado y vitoreado por todos por su gran idea.

      Ante tantas novedades se decretó una reunión de máxima urgencia para la tarde siguiente en la que cada miembro del grupo tendría que acudir a la cita con el diseño de su nueva identidad plasmado en papel. Una cuestión tan importante no podía postergarse ni un momento más.

      Y así, aquella misma noche, gracias a la imagen proporcionada por algún libro o sacando a flote sus dotes artísticas, todos, con mayor o menor exactitud, lograron dar forma a sus ideas. A primerísima hora de la mañana ya estaban esperando impacientes a la dueña de la joyería con sus proyectos bajo el brazo.

      La joven no tenía ni idea de por qué seis chavales se presentaban de repente en su tienda con aquel extraño encargo pero aceptó encantada y enternecida aquella palpable y contagiosa ilusión infantil, inocente y desbocada, comprometiéndose a tener acabadas en un par de días las seis medallas con los diseños que uno a uno le fueron dejando sobre el mostrador como su tesoro más preciado.

      Ni que decir tiene que desde el mismo momento en que fueron a recogerlas, cuelgan orgullosas de sus cuellos sin que nadie (ni siquiera sus padres) conozca el significado oculto que encierran.

      Bien, pues ahora que conocéis la historia del Círculo dorado su juramento y su lugar secreto es hora de que conozcáis un poco más a fondo al resto de vuestros nuevos amigos.

      Como ya sabéis, Borja no solo es socio cofundador y el mejor amigo de Diego (ambos son prácticamente de la misma edad y esperan igual de ansiosos cumplir los catorce), sino que es también el «manitas» de la pandilla. Las cajas de herramientas no tienen secretos para él y a día de hoy sabe hacer cosas que muchos mayores no serían capaces.

      Su padre, uno de los mejores mecánicos de automóviles

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