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nos resguardamos en la intimidad de nuestros hogares como último recurso para aplanar, esos nos dicen los que saben, la curva ascendente de la pandemia impidiendo, si lo lográsemos, que colapsen nuestros sistemas de salud. En un sistema de la economía-mundo que nos convenció que era todopoderoso, que era capaz de solucionar todos nuestros problemas reduciendo al máximo los riesgos (y que, si algo llegaba a suceder, serían las compañías de seguro las que responderían resguardando nuestros bienes), comprobamos, perplejos y atemorizados, que vivimos en peligro. La vida, la nuestra, está surcada de lado a lado por ese mismo riesgo que una propaganda naïf intentó despejar de nuestras existencias acolchonadas (mientras una porción mayúscula de la humanidad vive permanentemente en riesgo de enfermarse, de padecer hambre, de quedar a la intemperie, de no tener agua potable ni vivienda digna, de ser violentados y explotados). Como escribí algunas páginas más arriba, el invernadero ya no nos protege y vuelve un poco más igual a una humanidad fragmentada y dividida por líneas que trazan las diferencias abrumadoras entre los menos –ricos y agraciados– y los más –pobres y desprotegidos–. Azorados, algunos –por primera vez en sus vidas– descubren que hay un otro socialmente distante que puede acompañarlo en un viaje a ninguna parte y sin retorno. Pero también están los que se maravillan con la emergencia de un nuevo espíritu de comunidad que logra sortear el enclaustramiento obligatorio que, lejos de separar, vuelve a juntar lo que antes no se entrelazaba. Hay días en que prima el pesimismo de sabernos en una sociedad desquiciada y suicida, y otros en los que recobramos la esperanza de estar viviendo un parteaguas histórico que nos abre la posibilidad de rehacer a nuestras maltrechas sociedades soñando con dejar atrás la pandemia del capitalismo. Nos hamacamos entre el precipicio y la tierra firme.

      Vivimos las últimas décadas como si intuyéramos que esto iba a suceder. Esperábamos a Godot y sabíamos que ya estaba con nosotros, que nos atravesaba sin que le prestáramos la atención que nos reclamaba. Indiferencia. Complicidad. Estupidez. Abuso. Ignorancia. Egoísmo. Sea cualquiera de estas actitudes la que nos defina, hoy ya no podemos hacernos los desentendidos. La pandemia hizo estallar en mil pedazos la ilusión ya largamente marchitada de la globalización. Sus promesas se convirtieron en nuestra actualidad contaminada y brutalmente desigual. Una economía-mundo desarrollada desde la matriz del capitalismo que fue exacerbando su lógica más destemplada y homicida se muestra en su desnudez, como si estuvieran saltando al mismo tiempo todos los goznes de todas las puertas que nos llevaban a un mundo de fantasía dominado por el llamado al goce. En nuestras casas, confortables para algunos, desastrosas e invivibles para los muchos, nos movemos entre la certeza de estar cruzando una frontera hacia un país desconocido y la persistencia de todos los reflejos que provienen del mundo en el que vivíamos hasta ayer. Inquietos ante la posibilidad de «perder» nuestros privilegios nacidos de la ceguera de un sistema autófago y entusiasmados por la posibilidad que, sospechamos, se abre si fuésemos capaces de aprovechar, bajo la forma de un aprendizaje crítico de nosotros mismos, la terrible prueba a la que estamos siendo sometidos por la vida misma. ¿O acaso creemos que la pandemia sólo tiene que ver con el azar del virus que fugó de algún animal a los humanos y que lograremos vencerlo gracias a la ciencia y la tecnología para seguir viviendo como si nada hubiera sucedido? Es posible que superemos esta pandemia que nos aterroriza, que intentemos regresar a la vida tal cual era antes de su llegada repentina y fulminante; pero también sentimos que algo otro, confuso todavía, por inventar y descubrir, está esperándonos como corolario de una crisis que pondrá todo en entredicho. Difícil, por no decir entre imposible y absurdo, que las cosas retomen su ritmo como si la sombra no se hubiera cernido sobre la sociedad al punto de impedirle continuar con su enloquecida ceguera. La peste, una vez más, mostró lo real de un mundo social enfermo hasta el tuétano, de individuos narcisistas capaces de ahogarse buscando la reproducción infinita de su propia imagen. Egoísmo y destrucción. Las marcas de un sistema colapsado que ha descarrilado el tren de una humanidad perdida en sus sueños antropocéntricos. Pero también el advenimiento de una oportunidad que se nos ofrece sin garantías, bajo la forma de una tozuda insistencia en abandonar el camino de la economización de la vida hasta dejar sin nada a la propia vida. Entusiasmo en medio de la acechanza y la perplejidad. Sentimos que nuestras existencias ya no serán las mismas, pero no acabamos de entender hacia dónde nos dirigimos, cuáles serán las consecuencias de la pandemia. Entre el miedo y la expectativa, entre querer volver al día anterior a sabernos vulnerables y comenzar a imaginar la posibilidad de una gran transformación que pareciera comenzar a nacer cuando a nuestro alrededor se van derrumbado verdades y certezas, acciones mecánicas automatizadas en el interior de sociedades incapaces de mirarse hacia dentro de sí mismas para explorar otros caminos.

      Seguramente el sistema y sus beneficiarios directos buscarán sostener y ampliar su poder, querrán aprovechar el terror que nos atraviesa para capturarnos todavía más en el interior de sus engranajes. Querrán convencernos de que la victoria es el resultado de sus maravillosos laboratorios que trabajan a destajo para el bien de la humanidad. Nos dirán que salgamos tranquilos nuevamente a las calles del consumo, que consumamos más que nunca para recuperar la economía y así volver a crecer. Nos pedirán que dejemos atrás el pasado y sus horrores, y que nos dejemos guiar por los demiurgos de un mundo plenamente domesticado por la ciencia y las tecnologías digitales donde sobrarán las preguntas inquietas y disruptivas que se multiplicaron cuando la pandemia despedazaba lo sabido y lo aceptado. Así como la velocidad productivista y economicista se devoró el tiempo del vivir que ahora nos regresa bajo la paradoja de la cuarentena, veremos, si salimos de su abrazo de oso, cómo vuelven a proliferar los llamados a la mistificación de todo aquello que nos condujo de cabeza al desastre. Querrán que olvidemos los lazos de solidaridad que aprendimos a retejer en medio de la peste; buscarán que abandonemos las ilusiones de Estados capaces de hacerse cargo de los derechos de sus ciudadanos y ciudadanas a vivir con dignidad y sin tener que soportar la depredación privatizadora de los sistemas de salud; tratarán de convencernos de que la única salida es dejarnos rescatar por la ciencia, la tecnología y el mercado, desbaratando el aprendizaje de estos meses en los que volvimos a recobrar algo de la memoria perdida. Como si fuera una maldición china «no dejaremos de vivir tiempos interesantes».

      Desde épocas remotas sabemos, o intuimos, que el sufrimiento abre los ojos y desnuda nuestras carencias y nuestros olvidos; que «la felicidad deja páginas en blanco en la historia», como decía Hegel en un exceso de realismo pero en absoluto de ingenuidad. Comenzamos a aprender cuando la verdad del mundo se hace añicos, cuando lo que nos complacía se descompone, en el momento –muy arcaico– en el que la fusión con la totalidad de la vida natural se desgarró para nosotros y nos lanzó a la intemperie, que es la madre de todas las preguntas y de nuestra travesía humana. En las últimas décadas, en medio de la expansión incontenible del capitalismo en su fase neoliberal, las preguntas se fueron acallando mientras las multitudes se lanzaron hacia paraísos artificiales excedidos de un llamado al goce que, como no podía ser de otro modo en sociedades desiguales, sólo alcanzaron a una pequeña porción de una humanidad cada vez más atrapada en el imaginario del consumismo y olvidada del arte de preguntar, de inquietarse y de asombrarse por el curso de la existencia. Satisfacción garantizada para los que están dentro del invernadero, ilusión frustrada para los que quedan irremediablemente del otro lado del muro. El Covid-19 rompió los cristales del invernadero, hizo crujir todo el edificio de una riqueza insolente. El contagio no discrimina, se abalanza sobre aquellos que creían estar a reparo porque tenían el dinero para pagar la salud privada; también sobre aquellos otros que festejaron el final del «Estado paternalista», agujero negro por donde se iban los impuestos «insoportables» que impiden que los mercados se liberen aún más. Desnuda las consecuencias de políticas homicidas que funcionaban al son de la especulación financiera y la desregulación de los mercados mientras se regocijaban en el desguace de los instrumentos estatales destinados a proteger a las mayorías abandonadas a su suerte.

      Pero es también la evidencia de individuos anestesiados y profundamente desocializados, carentes de esos mecanismos indispensables y antiquísimos que le dieron forma a las sociedades humanas. Como si el virus pusiera en evidencia lo que dejamos en el camino hacia la quimera del shopping center y de dispositivos tecnológicos capaces de resolver todos nuestros problemas. Volver a interrogarnos, auscultar lo que nos pasa, preguntarnos por la marcha demencial de un mundo capturado por la sed de ganancias inconmensurables. Preguntas que se internan, a su vez, por senderos que ya no transitábamos y que

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