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a Scotland Yard, entonces se convertiría en nuestro dinero y nuestro problema, por no mencionar que mejoraría su recuento de criminalidad a final de año. Era evidente que no quería asignarnos a uno de sus preciados detectives para que nos acompañara, pero no se mostró particularmente contento cuando Nightingale preguntó por la agente Maureen Slatt.

      —Eso es un tema de su superior más inmediato —indicó Manderly.

      Entonces preguntó si tenía que buscar algo en especial, dado nuestro interés.

      —Podría informarnos si descubre algo que se salga de lo normal —dijo Nightingale.

      —¿Eso incluye algún cuerpo? —preguntó.

      Técnicamente no hace falta que tengas ningún cadáver para acusar a alguien de asesinato, pero los detectives siempre se sienten mejor cuando han encontrado a la víctima propiamente dicha; son así de supersticiosos. Además, a nadie le gusta pensar que se puedan estar gastando un cuarto de millón y que resulte que la víctima esté viviendo en Aberdeen con un vendedor de seguros llamado Dougal.

      —¿Estamos seguros de que había un cuerpo en el Volvo? —pregunté.

      —Seguimos esperando los resultados de ADN, pero el laboratorio ha confirmado que la sangre es humana —respondió Manderly—. Y que salió de un cuerpo en las primeras fases de rigor mortis.

      —Entonces no fue un secuestro —dijo Nightingale.

      —No —concedió el detective.

      —¿Y dónde está el señor Weil ahora? —preguntó Nightingale.

      Manderly entrecerró los ojos.

      —Está de camino —dijo—. Pero, a menos que tengan algo sustancial que añadir a su interrogatorio, preferiría que nos lo dejaran a nosotros.

      Ahora que había quedado claro que no íbamos a relevarle de este problemático caso, no iba a dejarnos acercarnos al sospechoso principal hasta que lo tuviera todo atado y bien atado.

      —Me gustaría hablar con la agente Slatt primero —dijo Nightingale—. Imagino que ya se habrá registrado la casa de Weil, ¿verdad?

      —Tenemos a un equipo allí —dijo Manderly—. ¿Están buscando algo en concreto?

      —Libros —respondió—. Y posiblemente otras clases de parafernalia.

      —¿Parafernalia? —repitió el detective.

      —Lo sabré cuando la vea —dijo Nightingale.

      * * *

      La principal diferencia entre las labores policiales de la ciudad y las de campo, hasta donde me parecía, era la distancia. Había treinta kilómetros por la A23 hasta Crawley, donde vivía Robert Weil, que era mucho más de lo que yo conducía en Londres durante la semana laboral. Eso sí, como Londres no se interponía, llegamos en menos de media hora. De camino pasamos por el punto donde había tenido el lugar el accidente. Le pregunté a Nightingale si quería que parásemos, pero, puesto que ya se habían llevado el Volvo de Weil, continuamos hasta Crawley.

      En los cincuenta y los sesenta, los todopoderosos hicieron un esfuerzo conjunto para echar a la clase trabajadora de Londres. La ciudad estaba perdiendo rápidamente su industria y las maravillas tecnológicas de la era de los electrodomésticos estaban sustituyendo a un amplio número de sirvientes que se requería en las casas eduardianas. Londres simplemente ya no necesitaba tanta gente pobre. Crawley, que hasta entonces había sido un pequeño pueblo medieval basado en el comercio, tenía sesenta mil residentes allí tirados. Digo tirados, pero en realidad fueron a parar a miles de sólidos adosados con tres dormitorios en los que a mis padres le habría encantado vivir, si hubieran podido llevarse la escena londinense del jazz, el mercado de Peckham y a la población exiliada de Sierra Leona o, al menos, a la mitad con la que mi madre se seguía hablando.

      Crawley se las había apañado para evitar la plaga de centros comerciales a las afueras con el simple recurso de colocar uno en el centro del pueblo. Más allá estaban las oficinas del ayuntamiento, la universidad y la comisaría, todo apiñado con tanto esmero como si hubiera salido de un juego de SimCity.

      Encontramos a la agente Slatt en la cafetería, que era tan anodina como sus equivalentes en Londres. Era una mujer bajita y pelirroja que rellenaba el chaleco antipuñaladas como un adosado de tres dormitorios y tenía unos ojos grises e inteligentes. Nos dijo que su inspector ya la había puesto al día. Yo no sabía lo que le habían dicho, pero la mujer miraba a Nightingale como si esperara que fuera a salirle otra cabeza.

      Nightingale me envió a la barra y, cuando volví con el té y las galletas, la agente Slatt le estaba describiendo cómo había obrado en el lugar del accidente. Si pasas algún tiempo entre accidentes de tráfico, no tendrás ningún problema en distinguir la sangre cuando la veas.

      —Brilla cuando la iluminas con la linterna, ¿no es verdad? —dijo—. Pensé que podría haber otra víctima en el coche.

      Es bastante común que las personas que han sufrido un accidente de coche escapen de su vehículo y se pongan a deambular en cualquier dirección, aunque estén seriamente heridos.

      —Solo que no pude encontrar ningún rastro de sangre y el conductor negaba que hubiera alguien más con él en el coche.

      —Cuando miró por primera vez en la parte trasera del vehículo, ¿notó algo extraño? —preguntó Nightingale.

      —¿Extraño?

      —¿Sintió algo fuera de lo normal al mirar en el interior? —preguntó Nightingale.

      —¿Fuera de lo normal? —repitió ella.

      —Raro —aclaré yo—. Espeluznante. —La magia, sobre todo la que es muy potente, puede dejar una especie de eco tras de sí. Con lo que mejor funciona es con la piedra, mal con el hormigón y el metal e incluso peor con los materiales orgánicos, pero extrañamente bien con algunas clases de plástico. Localizar el eco es fácil si sabes lo que estás buscando o si la fuente es muy potente. De ahí vienen los fantasmas, por cierto. Y es un coñazo tener que explicárselo a las personas que los ven.

      Slatt se recostó en la silla para alejarse de nosotros. Nightingale me miró con dureza.

      —Estaba lloviendo —dijo Slatt por fin.

      —¿Qué impresión le dio? —preguntó Nightingale—. Me refiero al conductor.

      —De primeras, la de cualquier otra víctima de un accidente de tráfico con la que me haya encontrado —dijo—. Aturdido, descentrado, ya saben cómo es esto: o balbucean o se quedan catatónicos; él era de los primeros.

      —¿Y balbuceaba sobre algo en particular? —preguntó Nightingale.

      —Creo que dijo algo sobre unos perros ladrando, pero murmuraba a la vez que balbuceaba.

      Slatt terminó con su comida, Nightingale con su té y yo con mis anotaciones.

      * * *

      Mientras yo conducía, la agente Slatt me guiaba. Dejamos atrás la estación de tren, pasando por encima de las vías, y atravesamos, hasta donde me pareció, la zona victoriana de Crawley. Por supuesto, la casa de Robert Weil era una achaparrada e independiente villa victoriana de ladrillo con miradores cuadrados, un tejado inclinado y pináculos de terracota. Las casas que la rodeaban eran todas eduardianas o incluso de estilos posteriores, por lo que supuse que, hace tiempo, la villa se habría erguido orgullosa en sus propios terrenos. Se notaba en los restos del gran jardín trasero, que actualmente era el foco de un equipo de perros rastreadores, un préstamo de la Brigada de Rescate Internacional, por lo que supe después.

      Slatt conocía al agente que estaba de guardia en la puerta, que anotó nuestros nombres sin decir palabra. La casa era lo bastante grande como para que sus dueños no hubieran sentido la necesidad de derribar todos los muros intermedios y hubieran restaurado —recientemente, pensé— las molduras decorativas. Habían tenido que abandonar el comedor porque

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