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él—; pero hay algo tan tierno en los prejuicios de una mente joven, que uno llega a sentir lástima de ver cómo ceden y les abren paso a opiniones más comunes.

      —No puedo estar de acuerdo con usted en eso —dijo Elinor—. Sentimientos como los de Marianne presentan inconvenientes que ni todos los encantos del entusiasmo y la ignorancia habidos y por haber pueden redimir. Todas sus normas tienen la desafortunada inclinación a ignorar por completo los cánones sociales; y aguardo que un mejor conocimiento del ser humano sea beneficioso para ella.

      Tras una corta pausa, él reanudó la conversación preguntando:

      —¿No hace ninguna distinción su hermana en sus objeciones a una segunda unión? ¿Le parece igualmente descalificable en cualquier persona? ¿Por el resto de su vida deberán mantenerse igualmente indiferenciados aquellos que se han visto desilusionados en su primera elección, ya sea por la inconstancia de su objeto o la perfidia de las circunstancias?

      —Le aseguro que no conozco sus principios con minuciosidad. Solo sé que jamás la he escuchado admitir ningún caso en que sea justificable una segunda unión.

      —Eso —dijo él— no puede durar; pero un cambio, un cambio total en los sentimientos... No, no, no debo desearlo... porque cuando los refinamientos románticos de un espíritu joven se ven obligados a ceder, ¡cuán frecuentemente los suceden opiniones demasiado comunes y demasiado peligrosas! Hablo por experiencia. Conocí una vez a una dama que en temperamento y espíritu se parecía mucho a su hermana, que pensaba y juzgaba como ella, pero que a causa de un cambio impuesto, debido a una serie de desafortunadas circunstancias...

      Aquí se interrumpió de súbito; pareció pensar que se había ido demasiado de la lengua, y con la expresión de su rostro generó conjeturas que de otra manera no habrían entrado en la cabeza de Elinor. La dama sacada a relucir habría pasado de largo sin despertar sospecha alguna, si él no hubiera convencido a la señorita Dashwood de que nada concerniente a ella debía salir de sus labios. Tal como sucedió, no se requirió sino el más ligero esfuerzo de la imaginación para conectar su emoción con el tierno recuerdo de un amor pasado. Elinor no fue más allá. Pero Marianne, en su lugar, no se habría contentado con tan poco. Su activa imaginación habría elaborado rápidamente toda la historia, disponiendo todo en el más tristísimo orden, el de un amor desventurado.

      Capítulo XII

      A la mañana siguiente, mientras Elinor y Marianne paseaban, esta última le contó algo a su hermana que, a pesar de todo lo que sabía acerca de la imprudencia y falta de juicio de Marianne, la dejó perpleja por la excéntrica manera en que testimoniaba ambas características. Marianne le dijo, con la mayor de las alegrías, que Willoughby le había regalado un caballo, uno que él mismo había criado en sus propiedades de Somersetshire, pensado exactamente para ser montado por una mujer. Sin pensar que los planes de su madre no contemplaban mantener un caballo —que, si fuera a cambiarlos, tendría que comprar otra cabalgadura para el sirviente, mantener a un mozo para que lo montara y, además, construir un establo para guardarlos—, no había vacilado en aceptar el presente y se lo había contado a su hermana en medio de un delirio total.

      —Piensa enviar a su mozo de inmediato a Somersetshire para que lo traiga —añadió— y cuando llegue, cabalgaremos todos los días. Lo compartirás conmigo. Imagínate, mi querida Elinor, el placer de galopar en alguna de estas colinas.

      No se mostró en absoluto deseosa de despertar de un sueño tal de felicidad para admitir todas las tristes verdades de que estaba rodeada, y durante algún tiempo rehusó someterse a ellas. En cuanto a un sirviente adicional, el gasto sería una bagatela; estaba segura de que mamá jamás lo pondría en tela de juicio, y cualquier caballo estaría bien para él; en todo caso, siempre podría conseguir uno en la finca; y en lo referente al establo, bastaría con cualquier cobertizo. Elinor se atrevió entonces a dudar de lo apropiado de recibir tal presente de un hombre al que conocían tan poco, o al menos desde hacía tan poco tiempo. Esto fue demasiado.

      —Estás equivocada, Elinor —dijo furiosa— al pensar que sé poco de Willoughby. Es cierto que no lo he conocido durante mucho tiempo, pero me es más cercano que ninguna otra criatura del mundo, excepto tú y mamá. No es el tiempo ni la ocasión los que determinan la intimidad: es solo el modo de ser, la disposición de las personas. Siete años podrían no ser suficientes para que dos seres se conocieran bien, y siete días bastan para otros. Me sentiría culpable de una mayor falta a las convenciones si aceptara un caballo de mi hermano que recibiéndolo de Willoughby. A John lo conozco muy poco, aunque hayamos vivido juntos durante años; pero respecto de Willoughby, hace tiempo que me he formado una opinión.

      Elinor pensó que era más inteligente no seguir tocando el punto. Conocía el temperamento de su hermana. Oponérsele en un tema tan delicado solo serviría para que se apegara más a su propia opinión. Pero un llamado al afecto por su madre, hacerle ver los inconvenientes que debería sobrellevar una madre tan comprensiva si (como probablemente ocurriría) aprobaba este aumento de sus gastos, vencieron sin tardar a Marianne. Prometió no tentar a su madre a tan imprudente bondad con la mención de la oferta, y decir a Willoughby la siguiente vez que lo viera, que debía rechazarla.

      Fue fiel a su palabra; y cuando Willoughby la visitó ese mismo día, Elinor la escuchó manifestarle en voz baja su desilusión por verse obligada a rechazar su regalo. Al mismo tiempo le explicó los motivos de este cambio, que eran de tal naturaleza como para imposibilitar toda insistencia de parte del joven. Sin embargo, la preocupación de este era muy visible, y tras expresarla con gran intensidad, añadió también en voz baja:

      Todo esto llegó a oídos de la señorita Dashwood, y en cada una de las palabras de Willoughby, en su manera de pronunciarlas y en su forma de dirigirse a su hermana solo por su nombre de pila, tuteándola, vio enseguida una intimidad tan definitiva, un sentido tan claro, que no podían sino constituir una evidente señal de un perfecto acuerdo entre ellos. Desde ese instante ya no dudó que estuvieran comprometidos; y tal creencia no le causó otra sorpresa que advertir de qué forma caracteres tan sinceros habían dejado que ella, o cualquiera de sus amigos, descubrieran ese compromiso solo por accidente.

      Al día siguiente, Margaret le contó algo que iluminó todavía más este asunto. Willoughby había pasado la tarde anterior con ellas, y Margaret, al haberse quedado un rato en la salita con él y Marianne, había tenido oportunidad de hacer algunas observaciones que, con cara de gran importancia, comunicó a su hermana mayor cuando estuvieron a solas.

      —¡Ay, Elinor! —exclamó—. Tengo un enorme secreto que contarte sobre Marianne. Estoy segura de que muy pronto se casará con el señor Willoughby.

      —Has repetido lo mismo —replicó Elinor— casi todos los días desde la primera vez que se vieron en la colina de la iglesia; y creo que no llevaban una semana de conocerse cuando ya estabas segura de que Marianne llevaba el retrato de él alrededor del cuello; pero resultó que tan solo era la miniatura de nuestro tío abuelo.

      —Pero esto es algo de verdad distinto. Estoy segura de que se casarán muy pronto, porque él tiene un rizo de su pelo.

      —Ten cuidado, Margaret. Puede que solo sea el pelo de un tío abuelo de él.

      —Pero, Elinor, de verdad es de Marianne. Estoy casi segura de que lo es, porque lo vi cuando se lo cortaba. Anoche después del té, cuando tú y mamá marchasteis del salón, estaban cuchicheando y hablando entre ellos muy deprisa, y parecía que él le estaba rogando algo, y ahí él tomó las tijeras de ella y le cortó un mechón de pelo largo, porque tenía todo el cabello suelto a la espalda; y él lo besó, y lo envolvió en un pedazo de papel blanco y lo guardó en su cartera.

      Elinor no pudo menos que dar crédito a todos estas minucias, expresadas con tal autoridad; también se sentía inclinada a hacerlo, porque la circunstancia relatada concordaba perfectamente con lo que ella misma había escuchado y visto.

      No siempre

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