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es el momento, pero por supuesto nos ocuparemos de la conjugación del verbo satisfacer, verbo irregular que causa tantos percances entre tantos hablantes de español.

      Con Agustín, aunque es posible que mi recuerdo se difumine, todo sucedió en un día, que bien podría ser considerado, y creo que así se lo contaba a mis amigas Laura y Alejandra cuando volví a Bogotá, «El día de Agustín», «El día del argentino» o «El día del churro». Mis amigas celebraban el acontecimiento y me hacían contarlo una y otra vez en los primeros semestres de universidad, en los cuales feliz o torpemente coincidimos.

      En esa época, y creo que todavía un poco, los argentinos estaban sobrevalorados entre la juventud colombiana.

      —Cuéntanos lo del argentino, Emilia.

      O exhibiéndome ante otras amigas:

      —Emilia tuvo un novio argentino churrísimo.

      A lo que yo, sólo por complacer, comenzaba a monologar.

      No me desvío más pues ya les llegará su momento a Laura, a Alejandra, a todo lo que aconteció cuando regresé a Suramérica.

      Esa tarde, la tarde de «El día del argentino», salí sola de la última clase, Apreciación del Arte. El otoño se convertía apaciblemente en invierno. Kirsten cursaba conmigo esta materia, pero como que ese día estaba enferma o borracha o algo. Yo, como siempre, caminaba desde ese bloque hasta el parqueadero, donde esperaba a que Sharon, mi «madre anfitriona», me recogiera. Sin embargo, algo sucedió ese día y quien me iba a recoger era Wayne. Se estaba tardando un poco.

      —Che, Emilia —me interceptó Agustín camino a su entrenamiento de fútbol. Un cruce que le vamos a adjudicar al azar.

      —Agustín.

      —¿Qué hacés?

      —Nada.

      Conservo una fotografía de ese día. Muy a mi pesar, vestía una prenda conocida como body, cuya traducción me voy a permitir dejar como encargo, pero digamos que era una blusa ceñida al cuerpo que se vestía y se viste, si es que todavía no han prohibido su uso, igual que una camiseta. La diferencia estaba en que debía abotonarse allá abajo, si saben a lo que me refiero. También llevaba unos pantalones tejanos (jeans, desde luego, o blue jeans azules, como dijo Faustino una vez para apantallarme, siendo que en México siempre han dicho pantalones de mezclilla) que me llegaban hasta donde llegaban en esa época: muy arriba. En la imagen salgo sin chaqueta, pero sé que vestía una morada y grandota que me regalaron con ocasión del frío, que por la época comenzaba a ponerse de manifiesto en esa parte del mundo.

      La fotografía fue tomada por la madre de Agustín, en casa de Agustín, después de ser asediada, quien esto narra, por Agustín.

      Zapatos y eso la verdad es que no recuerdo.

      Después de que nos saludamos, Agustín, seguramente con pereza de uniformarse y calzarse sus zapatillas y correr por el frío como un tonto, se quedó esperando conmigo. Para cuando Wayne llegó, el argentino ya había comenzado con el jueguito. Yo lo rebatía admirablemente pero sólo en mi mente, digamos que ante su «Mirá qué bonita que sos, colombiana», mi mente elucubraba de inmediato un «¿Así como Kirsten o menos, gran pendejo?». No obstante, sólo atinaba a decir:

      —Ah, ¿sí?

      Y él:

      —Y… claro.

      Como sea o como haya sido… creo que hasta se adueñó de uno de mis cuadernos con alguna excusa y se negaba a devolvérmelo si yo no accedía a ir a comer algo y dar una vuelta, tal y como si tuviéramos doce años en vez de diecisiete. Al principio me negué pretextando exceso de tarea. Fui cediendo hasta llegar al único obstáculo: Wayne.

      Wayne, quien conocía a los padres de Agustín de algún lado, lo saludó con efusividad. A mí, como siempre, me hizo algún comentario amable.

      —¿Van a comer?

      Agustín asintió y Wayne se fue, después de pedirle que me condujera a casa una vez concluyera la cita. Todavía con mi cuaderno en la mano, Agustín caminó en dirección a su carro. Lo hacía con la seguridad de las personas acostumbradas a imponer su voluntad. No lo podía ver, pero estaba segura de que sonreía. No tuve otra opción que seguirlo.

      Para que me pudiera subir, Agustín pasó todo lo que había en la silla (parafernalia futbolística, hojas sueltas, vasos desechables, algún que otro objeto inidentificable) al piso de la parte de atrás. Abordé el vehículo respirando pesadamente. Agustín inició el motor, puso a todo volumen «One of Us» de Joan Osborne, me palmeó la pierna, dijo «Vamos, nena» y pisó el acelerador. A medida que la canción y el carro avanzaban, el argentino y yo cantamos con toda la fuerza de nuestras voces, aunque yo cantaba «Dad» donde decía «God». Esta bien puede ser la mejor imagen que albergo de nuestro tiempo juntos.

      Llegamos a un McDonald’s, Agustín estacionó, nos bajamos e ingresamos al restaurante. Las chaquetas permanecieron en el automóvil.

      Adentro me preguntó qué se me antojaba, ordenó y pagó con su dinero. Nada se dijo mientras esperábamos. A lo mejor, teniéndome como quería, Agustín no sabía muy bien qué hacer conmigo. Cuando nos entregaron el pedido, cada uno cargó su comida. Escogimos una mesa alejada de la exigua concurrencia. Al sentarnos, tomé una de las papas fritas de su bandeja. No sé por qué lo hice.

      En la mesa nos concentramos en la comida, pero cada tanto nuestras miradas coincidían. Era guapísimo, de verdad lo era. Modosamente, yo había dispuesto salsa de tomate en un tarro con un poco de mayonesa: la maravillosa «salsa rosada», que era un éxito con mi hermanito y mi tío Nacho. El argentino no se dio por aludido, y cuando lo insté a probarla, dijo «¡Vaya porquería!», pero rio en lo que yo me sonrojaba. Al rato, incómoda, me levanté de la mesa y caminé hasta la barra. Allí interpelé a la señorita afroestadounidense para que por favor se sirviera indicarme qué había que hacer para obtener un pitillo.

      Lo único que obtuve fue un agresivo «What?», hasta que una mano tocó mi hombro.

      —Qué querés.

      —Un pitillo, quiero un pitillo.

      —¿Un qué?

      —Un pitillo —aunque casi digo ¡un pitillo, güevón, un pitillo!

      Siguió sin entender, razón por la cual ejecuté la mueca internacional de quien bebe líquido por medio de un pitillo.

      —Ah, una pajita, querés una pajita. Vení a la estación.

      Fue así como aprendí esa palabra, que da toda la sensación de ser la correcta. Lo único que aprendí del argentino. Faustino, la vez que salimos a comer cuando los eliminaron del campeonato de fútbol, más adelante en el tiempo, no fue capaz de pasarme una pajita. «Popote, Emilia, se dice popote», declaró a la par que yo lanzaba un suspiro.

      Pajita, pitillo, popote. Un caso parecido al de los zapatos para jugar al fútbol y al del color café, con denominaciones distintas en cada país hispanohablante.

      —Straw! —intentó enseñarme.

      —Estró —repetí yo.

      Para cuando acabamos la hamburguesa y fuimos por un par de helados, me dio la impresión de que Agustín había dejado de lado la celada que dio origen a esta escaramuza. Lo digo porque se comportó como un joven decente. Me contó cosas sobre su vida y su familia, yo hice lo mismo, pero, en realidad, cuando recuerdo este episodio apenas nos veo hablando desde lejos, como si hiciéramos parte de una película y después de enseñar un par de escenas llegaran a ésta, agradable, limpia, bonita, en que la cámara abandona lentamente.

      Sé que significó algo para mí, porque en los recorridos romántico-letárgicos que suelo emprender cuando tengo problemas para conciliar el sueño, el argentino siempre ocupa su lugar. Olvido a otros (siempre se me pasa el idiota de Gabriel Gutiérrez de Piñeres, por ejemplo), pero nunca a Agustín.

      Ya con más confianza, lo siguiente sucedió cuando nos íbamos, mientras

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