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a menudo nos preguntamos si las diferencias entre hombres y mujeres se deben más a factores biológicos o ambientales/educativos (refiriéndonos evidentemente a diferencias en el comportamiento). Por ejemplo, el nivel de agresividad y deseo sexual en primera instancia se ve afectado claramente por los niveles de testosterona, los cuales son mucho más altos en hombres que en mujeres, sin embargo, el nivel de agresividad y de deseo y conquista sexual varía mucho en las diferentes culturas existiendo algunos casos de culturas preindustriales en los cuales los patrones de deseo y agresividad están equiparados o invertidos con mayor prevalencia en las mujeres.

      Lo más plausible es que en un origen, la mayor fuerza física de los varones hiciese que los mismos se orientara más a la caza y a la guerra, sencillamente como factor inconsciente de la supervivencia de la tribu, mientras que en las mujeres más débiles físicamente, se orientaran más al mantenimiento y cuidado de niños y ancianos. Esto no es más que una conducta adaptativa de la especie para maximizar su posibilidad de supervivencia.

      Si las mujeres lactan y son menos fuertes que los hombres lo más adaptativo es cuidar y criar a los niños (en esa época no había biberones) y que los hombres salgan a cazar y a defender la tribu.

      Esta conducta mediada por la naturaleza crea patrones de conducta que se repite y, por tanto, se perpetúan en la especie; esto produce un cambio comportamental y un aumento de las diferentes habilidades entre los hombres y las mujeres.

      Se crean los patrones “proveedor” (varón) y “distribuidor” (hembra).

      El hombre consigue los recursos primarios en su mayor parte y, la mujer los distribuye y administra.

      Evidentemente, hoy día no es necesario arrojar una lanza y además existen biberones y sacaleches, por lo que estos patrones de conducta no son necesariamente los más adaptativos para la supervivencia de la especie.

      ¿Qué ocurre ahora entonces?

      Aquellas conductas mediadas por la biología (niveles de testosterona y la diferenciación producida entre hombres y mujeres) ya no son en principio necesarios para la supervivencia de la especie.

      Parece difícil, ¿verdad? Homogeneicemos el género de la especie, al fin y al cabo, no es necesario levantar 100 kg para manejar un avión de combate, ni tampoco tener pechos que produzcan leche para dar de mamar a un bebé. Pues no, no es tan fácil.

      Los hombres siguen produciendo 10 veces más testosterona que las mujeres y, además, en todos estos milenios las mujeres han desarrollado, en general, áreas cerebrales implicadas en las habilidades comunicativas, lingüísticas y empáticas, así como una alta capacidad conductual aprendida sobre mediación en conflictos, capacidad organizativa y distributiva de recursos y habilidades en el cuidado de los más débiles (las conductas adquiridas también se heredan y crean su impronta en la especie).

      Los hombres han desarrollado más las áreas de visión espacial y pensamiento abstracto. Siguen siendo, en general, más proactivos y decididos a corto plazo.

      Quizás dentro de unas generaciones no sea así, tal vez exista para entonces una especie de hermafroditismo mental y comportamental, incluso físico.

      Pero ahora no es así, simplemente no es así.

      El problema al que nos enfrentamos es que se está intentando introducir cambios artificiales en la relación entre sexos, así como resistencias ilógicas a nuevos roles de relación entre géneros, y así es como viene el desencuentro y el desastre. No se encuentra el tono a la forma de relacionarse.

      No soy muy optimista en este tema, en mi opinión siempre se darán cierto tipo de desavenencias en las relaciones entre hombres y mujeres, es inevitable; incluso aunque parezca absurdo es deseable en términos evolutivos; no ya de supervivencia, sino de mejora cognitiva de la especie.

      Las tensiones generan dinamismo —como diría Hegel. Una tesis (idea adoptada como válida) genera una antítesis (la idea opuesta) las cuales, al entrar en lucha, generan una síntesis de ambas... ¿Qué ocurre ahora? Que esa síntesis se convierte finalmente en una nueva tesis al ser aceptada por todos y a su vez vuelve a generar una antítesis... en un ciclo sin fin.

      Esto es poco consuelo (la teoría nunca lo es) para los hombres y mujeres de hoy. Vamos a intentar, buceando en la ciencia, en la historia —y en el sentido común también— cómo podemos acometer esta crisis que, a nivel social y personal, nos afecta en mayor o menor medida a todos.

      Evidencias de diferencias biológicas entre géneros

      Empecemos con algo de biología y entendamos (con un ejemplo médico) la cantidad de peso específico que tiene la biología en la reproducción de conductas tomadas tradicionalmente como masculinas o femeninas. Una vez más la “batalla” entre importancia de la educación versus importancia de la herencia —una división a todas luces simplista.

      Existen dos síndromes en ciertos individuos, denominados Síndrome de feminización testicular y Síndrome androgenital.

      En la primera condición, los individuos nacen con una estructura cromosómica, con los testículos y la distinción de hormonas normales. Si a esas personas les realizaran unas pruebas de sexo de las que les hacen a los atletas olímpicos se les designaría como “machos” pero, dado que su tejido genital no reacciona a la testosterona durante el desarrollo del embrión, externamente parecen tener genitales femeninos. Estos niños casi siempre son educados como niñas, ya que su condición no se diagnostica hasta que empiezan a menstruar en la fase de la pubertad (o más bien no menstrúan).

      La segunda condición, El Síndrome androgenital es la situación inversa. Los individuos con unas características cromosómicas femeninas normales esconden hormonas andrógenas extras antes de nacer y se desarrollan genitales externos masculinos. Muchas de estas niñas son educadas como varones y su anormalidad médica solo se percibe en fases posteriores de su desarrollo.

      Las investigaciones sobre cada uno de estos dos tipos de anomalía apuntan hacia la importancia de la socialización en oposición a las diferencias biológicas.

      Los bebés que son tratados como varones desde que nacen adquieren características comportamentales de género masculino.

      Esto habla de la poderosa influencia del aprendizaje social sobre las diferencias de género.

      Aquí es obligada una pregunta que más bien es una reflexión:

      ¿Qué ocurre cuando los roles aprendidos sobre lo que es conducta masculina y femenina son cada vez más difusos, indiferenciados y homogéneos? ¿Qué tipo de relación entre sexos dará tal tipo de crianza a la que la sociedad tiende? No es una crítica ni una pregunta retórica, solo, como apunto, una reflexión.

      Socialización en el género, la dificultad de una educación no sexista

      Los estudios de interacción entre madre e hijo muestran diferencias en el tratamiento de los niños y las niñas, aunque los padres piensen que sus reacciones son las mismas en ambos casos.

      A los adultos que se les pide que describan la personalidad —inexistente aún— de un bebé, lo hacen de diferente manera si creen que es niño o niña.

      A los recién nacidos varones se les describe como “grandes”, “fuertes” o “guapos”. De las niñas se decía que eran “encantadoras”, “dulces” y “cariñosas”. En realidad, no existían diferencias de peso, tamaño, ni mucho menos de comportamiento, en los bebés que eran descritos de una u otra forma en función de si se creía que eran varones o hembras.

      Aprendizaje del género

      Los aspectos de aprendizaje temprano del género son, casi con toda seguridad, inconscientes; preceden a la fase en que los niños son capaces de etiquetarse a sí mismos como “niño” o “niña”. Una serie de claves pre-verbales constituyen el desarrollo inicial de la conciencia de género. Solemos tratar a los niños pequeños de distinto modo, según sean varón o hembra; las diferencias sistemáticas en el vestir, el corte de pelo, entre otras, proporcionan claves visuales al niño en fase de crecimiento.

      Alrededor

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