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entero dos veces.

      Miró una vez más la foto de la escena del crimen.

      «Aquí hay algo que no encaja», pensó. La declaración de Cordell no terminaba de cerrar.

      Un informe aterrizó de repente sobre su escritorio. Levantó la vista, sorprendido, y vio a Rizzoli.

      —¿Tenías idea de esto? —preguntó.

      —¿Qué es?

      —El informe sobre el cabello encontrado en el borde de la herida de Elena Ortiz.

      Moore lo recorrió con los ojos hasta llegar a la oración final. Y dijo:

      —No tengo idea de lo que esto significa.

      En 1997, las diversas ramas del Departamento de Policía de Boston se mudaron bajo un solo techo, ubicado en el flamante complejo One Schroeder Plaza, en el violento y destartalado barrio de Roxbury. Los policías se referían a su nueva ubicación como «El palacio de mármol», a causa del despliegue de granito pulido de la recepción. «Que nos den un par de años para llenarlo de basura, y nos sentiremos como en casa», era el chiste. El Schroeder Plaza tenía pocas similitudes con las mugrientas estaciones de policía de los programas de la televisión. Era un edificio elegante y moderno, realzado por amplios ventanales y claraboyas. La Unidad de Homicidios, con sus pisos alfombrados y sus gabinetes con computadoras podía pasar por una oficina corporativa. Lo que más agradecían los policías al Schroeder Plaza era la integración de las varias ramas del Departamento de Policía de Boston.

      Para los detectives de homicidios, una visita al laboratorio de criminología significaba tan sólo bajar por el corredor hacia el ala sur del edificio.

      En Pelos y Fibras, Moore y Rizzoli observaban cómo Erin Volchko rebuscaba entre su colección de sobres con evidencia.

      —Todo lo que tengo para trabajar es este único cabello —dijo Erin—. Pero es increíble lo que un pelo puede decirte. Bien, aquí está. —Colocó el sobre junto al número de expediente de Elena Ortiz, y luego sacó una placa de vidrio para microscopio—. Sólo les mostraré cómo se ve bajo la lente. Las estadísticas numéricas figuran en el informe.

      —¿Estos números? —dijo Rizzoli, recorriendo con la vista las largas series de códigos en la página.

      —Correcto. Cada código describe las diversas características del cabello, desde el color y la curvatura hasta los rasgos microscópicos. Este cabello en particular es un A01, rubio oscuro. Su rizado es B01. Curvo, con un diámetro de curvatura de menos de ochenta. Casi, pero no del todo, lacio. El largo es de seis centímetros. Por desgracia, este cabello está en su fase telógena, así que no hay tejido epitelial adherido.

      —Es decir que no hay ADN.

      —Así es. La fase telógena es la instancia terminal del crecimiento de la raíz. Este cabello se cayó en forma natural, como parte de un proceso de renovación. En otras palabras, no fue arrancado. Si hubiera células epiteliales en la raíz, podríamos utilizar sus núcleos para un análisis de ADN. Pero este cabello no posee tales células.

      Rizzoli y Moore intercambiaron miradas de desencanto.

      —Pero —añadió Erin—, tenemos otra cosa que no está nada mal. No tan buena como el ADN, pero algo que podría utilizarse en la corte una vez que atrapen al sospechoso. Es una lástima que no tengamos pelos del caso Sterling para comparar. —Enfocó las lentes del microscopio, y luego se apartó—. Echen una mirada.

      Como era un microscopio para enseñanza poseía doble visor, de modo que Rizzoli y Moore pudieron examinar el cabello simultáneamente. Lo que vio Moore, escrutando a través de la lente, fue un único cabello alterado por diminutos nodulos.

      —¿Qué son esos abultamientos? —dijo Rizzoli—. Eso no es normal.

      —No sólo es anormal, es poco usual —dijo Erin—. Es una condición llamada Trichorrhexis invaginata, mejor conocida como «pelo bambú». Pueden ver de dónde saca su apodo. Esos diminutos nódulos lo hacen verse como una caña de bambú, ¿no es verdad?

      —¿Qué son los nódulos? —preguntó Moore.

      —Son defectos focales en la fibra del pelo. Tramos débiles que permiten que el tronco del cabello se repliegue sobre sí mismo, formando una suerte de vaina. Esos abultamientos son los tramos débiles, en donde el tronco se replegó, formando el bulto.

      —¿Cómo se produce esto?

      —Puede desarrollarse ocasionalmente a causa de un abuso de procesos capilares. Tintura, permanente, ese tipo de cosas. Pero como estamos lidiando casi seguramente con un varón, y como no hay evidencia de oxigenado artificial, me inclino a pensar que no se trata de procesos capilares, sino de alguna clase de anormalidad genética.

      —¿Como cuál?

      —Síndrome de Netherton, por ejemplo. Es una condición autosómica recesiva que afecta el desarrollo de la queratina. La queratina es una proteína dura y fibrosa que se encuentra en pelos y uñas. También en la capa superficial de nuestra piel.

      —Si hay un defecto genético y la queratina no se desarrolla normalmente, ¿entonces el pelo se debilita?

      Erin asintió.

      —Y no es sólo el pelo lo que puede verse afectado. La gente con síndrome de Netherton puede tener también desórdenes dermatológicos. Sarpullidos y descamación.

      —¿Vamos en busca de un asesino con un caso grave de caspa? —dijo Rizzoli.

      —Puede ser incluso más obvio que eso. Algunos de estos pacientes padecen una forma severa conocida como ictiosis. Su piel puede secarse tanto que se ve como la piel de un cocodrilo.

      Rizzoli se rió.

      —¡Entonces estamos buscando al hombre reptil! Eso debería limitar nuestra pesquisa.

      —No necesariamente. Es verano.

      —¿Y eso qué tiene que ver?

      —El calor y la humedad mejoran la sequedad de la piel. Puede verse enteramente normal en esta época del año.

      «Ambas víctimas fueron asesinadas en verano», pensó.

      —En tanto este calor se mantenga —dijo Erin—, probablemente pase inadvertido como cualquier otro.

      —Recién estamos en julio —dijo Rizzoli.

      Moore asintió.

      —Su temporada de caza acaba de comenzar.

      El paciente desconocido ahora tenía un nombre. Las enfermeras de emergencias habían encontrado una tarjeta de identificación en su llavero. Era Hermán Gwadowski, y tenía sesenta y nueve años de edad.

      Catherine se encontraba en el cubículo de terapia, controlando sistemáticamente los monitores y equipos desplegados en torno a su cama. El osciloscopio marcaba un ritmo normal de electrocardiograma. Las ondas arteriales se movían en un margen de ciento diez sobre setenta, y las lecturas de su presión sanguínea subían y bajaban como olitas en un mar picado. A juzgar por las cifras, la operación del señor Gwadowski había sido todo un éxito.

      Pero no despertaba, ni siquiera cuando Catherine apuntó con su linterna médica a la pupila izquierda, y luego a la derecha. A ocho horas de la cirugía, permanecía en coma profundo.

      Catherine se incorporó y observó que el pecho subía y bajaba siguiendo el ciclo del respirador. Había evitado que se desangrara hasta morir. ¿Pero qué había salvado en realidad? Un cuerpo cuyo corazón latía, pero sin un cerebro que funcionara.

      Oyó unos golpes en el vidrio. Desde la ventana del cubículo vio que la saludaba su colega de cirugía, el doctor Peter Falco, con una expresión preocupada en su cara por lo general alegre.

      Algunos cirujanos son conocidos por descargar sus accesos de cólera en el quirófano. Algunos se deslizan con arrogancia en su uniforme quirúrgico y se calzan los guantes como

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