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      Tenía que mantener las distancias.

      —Hay otra razón por la que debería contratarme, señor —añadió ella tras respirar hondo.

      —Usted dirá.

      —El conocimiento es para mí el don más preciado, milord. Mi peculiar situación de persona que de otro modo nunca habría tenido acceso a él me hace apreciarlo en todo su valor. Me ha abierto los ojos al mundo —hizo un gesto con los brazos que abarcaba los libros encuadernados en piel—. Y ese mundo es lo que les enseñaría a sus hijos.

      Por primera vez su rostro se iluminó de placer verdadero, y ese entusiasmo le llegó dentro a él, despertando algo que mejor estaba enterrado.

      —Hará de mi hija una marisabidilla.

      —¡Por supuesto que no! Haría de ella una dama —respondió y señaló el documento que le había entregado—. Domino todas las artes femeninas: sé bordar, pintar con acuarelas, tocar el pianoforte. Conozco todas las normas de urbanidad y buenos modales, y sé bailar. Por otro lado sé latín y matemáticas, de modo que estoy en condiciones de preparar a cualquier muchacho para Eton…

      La voz le falló como si temiera haber hablado demasiado, pero en su mirada había un ruego.

      —Le complacería mi trabajo, milord. Lo sé.

      Se obligó a bajar la mirada para que ella no pudiera ver lo hambriento que estaba de semejante pasión juvenil. A pesar de que solo tenía treinta y tres años, en aquel momento se sentía más viejo que Matusalén.

      Los niños se merecían una buena educación. Una buena crianza. Aún más: se merecían ser felices. Eran criaturas inocentes, aunque sus cuerpecitos fueran la encarnación de sus fracasos y de sus errores. Que aquella institutriz, aquella bocanada de aire fresco, fuese un regalo para ellos.

      Es más: estaría en una casa en la que ningún hombre se aprovecharía de ella. Y no es que él fuera inmune a la tentación, pero detestaba Brentmore y pasaba tan poco tiempo allí como le era posible.

      Dejó vagar la mirada por las estanterías abarrotadas de libros, una imagen mucho menos peligrosa que la de aquellos ojos azules llenos de esperanza.

      —No es necesario que se vista de gris —dijo por fin. Sería una pena ocultar tanta belleza bajo cuellos altos y mangas largas—. Su vestuario actual puede servir.

      —No entiendo… —le temblaba la voz—. ¿Quiere decir que… me da el puesto?

      Él tragó saliva.

      —Sí, señorita Hill. El puesto es suyo.

      —¡Milord! ¡No lo lamentará, se lo aseguro!

      Su alivio era tan evidente como la sonrisa que le iluminó el rostro y que a él le encogió las tripas.

      —Tiene que estar lista para asumir sus obligaciones esta misma semana.

      Los ojos se le llenaron de lágrimas y él sintió el impulso de abrazarla y asegurarle que no tenía de qué preocuparse.

      —Lo estaré, señor.

      Incluso la voz se le había empeñado de emoción.

      —Haré saber a lord Lawton que la he contratado.

      Anna parpadeó rápidamente, molesta consigo misma por permitirse semejante muestra de emoción en un momento tan importante como aquel. Quería… no, necesitaba ser fuerte so pena de que aquel marqués fuera a cambiar de opinión.

      No se había imaginado con antelación que fuera a ser tan imponente, y tampoco tan alto. Ni tan joven. Más se había imaginado que se parecería a los caballeros que visitaban la casa de lord y lady Lawton, más bajitos que ella, con orondas barrigas y al menos diez años mayores que el marqués. Sus ojos, tan oscuros como el cabello que se le rizaba en la base del cuello y que le enmarcaba el rostro, la ponían nerviosa. Las piernas le temblaban cada vez que la miraba con aquellos inquietantes ojos. Sobre todo cuando la había despachado sin tan siquiera dejarla hablar. En aquel momento era absoluto su convencimiento de que estaba todo perdido.

      ¿Qué habría hecho entonces? Lord Lawton le había dejado claro que su ayuda se circunscribía a ayudarla a encontrar empleo. Y no tenía nadie más a quien acudir en Londres. Sus padres y todas las demás personas a las que conocía se quedaban en Lawton.

      ¡Pero el marqués la había contratado! Incluso después de haber perdido la paciencia con él. Incluso después de su discursito acerca de su amor por el conocimiento.

      Afortunadamente era un rasgo que le serviría para trabajar como institutriz porque era su única cualificación para el puesto.

      —Bien —dijo, sin saber qué otra cosa decir—. Excelente.

      Él volvió a enarcar las cejas.

      Ay, Dios, ¿y si cambiaba de opinión?

      Se aclaró la garganta mientras lograba encontrar una frase digna de una buena institutriz.

      —¿Puedo preguntarle por los niños? ¿Cuántos estarían a mi cargo, y a quién debo responder acerca de sus cuidados?

      Aquello había sonado muy profesional.

      Él frunció el ceño como si la pregunta le molestara.

      —Son solo dos.

      Ella intentó sonreír.

      —¿De qué edad?

      —El niño, siete. La niña, cinco.

      —Una edad deliciosa —respondió. Tan pequeños no podían ser difíciles de tratar—. ¿Y están en Brentmore Hall?

      Charlotte y ella habían buscado en una Topografía de Gran Bretaña y en un viejo volumen de Debrett’s en la biblioteca de Lawton para intentar averiguar algo sobre el marqués. Al parecer su esposa había fallecido hacía poco más de un año, pero aparte de eso solo habían podido saber que la casa del marqués, Brentmore Hall, estaba en Essex.

      —Por supuesto que están en Brentmore —espetó—. ¿Dónde iban a estar si no?

      ¿Le habría ofendido su pregunta? Conversar con él era como caminar sobre cáscaras de huevos.

      Iba y venía por la estancia como una pantera, un enorme gato salvaje al que Charlotte y ella habían visto en una ocasión en la Torre de Londres. Aquel felino negro iba y venía en su jaula de un lado para el otro, de un rincón al otro, letalmente peligroso y deseando escapar.

      El cabello del marqués era tan oscuro como el pelo de la pantera. Lo mismo que sus ojos. Y cuando se movía era como si él también desease liberarse.

      En cualquier caso, no tenía por qué rugirle a ella.

      —No podía saber dónde viven —respondió, altanera—. Por eso se lo pregunto. También porque deseo saber dónde voy a vivir yo.

      —Perdóneme una vez más, señorita Hill. Es que no estoy acostumbrado a entrevistar institutrices.

      Ella enarcó las cejas y él añadió:

      —La anterior falleció inesperadamente.

      —¿Falleció? ¡Pobrecitos niños! Primero su madre y luego su institutriz.

      Sintió una oleada de compasión por las criaturas. Era demasiado para unos niños tan pequeños.

      Él siguió mirándola y Anna se dio cuenta de que alguna emoción había palpitado tras sus ojos negros, aunque no podría decir exactamente cuál.

      —¿Cómo lo sobrellevan?

      —¿Sobrellevarlo? —parecía sorprendido—. Razonablemente bien, según Parker.

      —¿Parker?

      —Mi administrador —explicó—. Afortunadamente se hallaba en Brentmore y se ha ocupado de todo.

      —¿Usted no ha visto a sus

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