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¿Le daría su padre ese tiempo o se limitaría a encerrarlo en un sanatorio? ¿Quién era ella para saber lo que necesitaba un niño, despreciando la opinión de un médico?

      Fuera como fuese, lo sabía.

      ¿Vería lord Brentmore a su hijo como lo veía ella? ¿Confiaría lo suficiente en su capacidad para sacar al chiquillo de su encierro? Sabía que podía hacerlo. Ya lo había hecho con Charlotte.

      Charlotte… a veces la echaba tanto de menos. Añoraba hablar con ella, sus confidencias, sus risas. No había nadie en Brentmore con quien hablar y, a veces, por las noches, se echaba a llorar de pura soledad.

      Pero peor aún que la soledad era la preocupación porque lord Brentmore pudiera llegar a despedirla por haberse atrevido a decirle a un médico lo que debía hacer. ¿Qué sería de ella si perdía aquel trabajo?

      De pronto, una sombra cayó sobre ella y la voz de un hombre interrumpió sus pensamientos.

      —¿Por qué están mis hijos cavando la tierra?

      El señor Willis se quedó helado y los niños también.

      Anna se volvió y se encontró con lord Brentmore. Parecía muy enfadado.

      —Milord —lo saludó con voz firme, aunque le temblasen las piernas—, estamos tomando una lección de botánica. Hemos sembrado guisantes y rabanitos.

      Los niños soltaron las semillas y se escondieron detrás de sus faldas.

      —Mis hijos no van a trabajar la tierra.

      La ira se palpaba en su voz. ¿Qué tenía de malo sembrar un huerto?

      —Permítame explicárselo, porque no queremos asustar los niños.

      Sus ojos soltaron un fogonazo. Debía andarse con cuidado.

      —Esto es una lección de botánica. Sus hijos están aprendiendo cómo crecen las plantas. Lo hemos leído en los libros y ahora vamos a ver cómo crecen las semillas hasta convertirse en alimentos.

      No expresión no cambió.

      —Sus hijos están ocupados en una actividad útil al aire libre, y llevan ropas viejas que después pueden lavarse. ¿Qué tiene que objetar a esto, milord?

      Oyó a Dory contener el aliento y sintió que Cal le agarraba con más fuerza las faldas.

      Lord Brentmore siguió mirándola a los ojos un momento y Anna llegó a temer que la golpease pero aun así no apartó la mirada. Era imperativo que los niños comprendieran que no tenía nada de malo realizar actividades útiles.

      Seguía echando fuego por los ojos pero dio un paso atrás.

      —Sigan con su lección. Venga a verme cuando hayan terminado, señorita Hill.

      Antes de que pudiera decir nada, dio media vuelta y entró en la casa.

      Ninguno de los cuatro se movió hasta que se perdió de vista.

      —¿Por qué está enfadado papá? —preguntó Dory sollozando.

      Anna se agachó y la abrazó.

      —Es porque se ha llevado una buena sorpresa, creo yo. Seguramente ha pensado que el señor Willis y yo os habíamos contratado de labradores —lo dijo como si fuera el chiste más gracioso del mundo—. Venga, vamos a terminar, que el señor Willis tiene que ocuparse del resto del huerto.

      Afortunadamente les quedaba poco por hacer. Solo dos líneas más. Pero la alegría que se palpaba en el ambiente un instante antes se había desvanecido. Su padre la había hecho desaparecer.

      Anna se llevó una mano al estómago intentando calmarse. Quería que lord Brentmore fuese su aliado para ayudar a Cal y resulta que le había ofendido sembrando un huerto.

      ¿Perdería su trabajo por una lección de botánica, por haber encontrado una excusa para sacar a aquellas pobres criaturas siempre recluidas al sol cálido de junio?

      La señora Tippen le estaba esperando dentro. Ya le había soltado un buen sermón nada más llegar, un momento antes.

      —¿Ve a lo que me refiero, señor? ¡Les da a los niños rienda suelta para hacer lo que quieran por toda la casa, por los jardines, por cualquier sitio que se les antoje! Deja que se ensucien…

      Aquello sí que no tenía por qué aguantarlo. Tippen y su marido habían venido de la casa del padre de Eunice por deseo expreso de ella, pero a él nunca le habían gustado ninguno de los dos.

      Dio un paso hacia ella para plantarse ante su cara.

      —¡Ocúpese de la casa y no meta las narices en los asuntos que no le conciernen!

      La mujer abrió la boca pero no emitió ningún sonido.

      Brent la dejó atrás y entró directo al salón, donde aguardaba su marido.

      —¡Sírveme una copa de coñac! —le ordenó—. En la biblioteca.

      La biblioteca era el único lugar en aquella casa que podía soportar. Eunice nunca había mostrado interés alguno por él, así que el único fantasma que reposaba allí era el de su abuelo.

      Un criado apareció enseguida con una botella de coñac y un vaso. Brent no lo reconoció, pero la verdad era que iba tan poco por allí que no conocía a la mitad del servicio. Además, Eunice había reemplazado a casi todos los criados de su abuelo.

      Brent le quitó la botella y el vaso de la bandeja.

      —Tráeme otra —le ordenó—. Que sean dos, mejor. Mientras esté aquí, quiero tener siempre una botella de coñac a mi disposición en este armario.

      —Sí, milord.

      Brent se sirvió una copa y se la bebió de un trago. Y volvió a llenar el vaso.

      Una hora pasó y la señorita Hill aún no había aparecido. ¿Acaso le estaba desafiando? Si era así, lo lamentaría.

      Iba de un lado al otro de la habitación intentando calmarse. Ver a su hijo arrodillado en la tierra cavando le había disparado.

      Cerró los ojos ante el envite de los recuerdos: cavar hoyo tras hoyo, con el estómago rugiendo de hambre, los pies descalzos y fríos.

      Aún podía oler la tierra, las patatas y el estiércol, y se frotó los brazos que volvían a dolerle por el esfuerzo.

      Dios, había visto a su hijo y se había visto a sí mismo.

      Se sirvió otra copa.

      ¿Dónde demonios se había metido la señorita Hill? Tenía que decirle unas palabras.

      Una hora más tuvo que pasar y otras dos copas de brandy para que alguien llamase a la puerta.

      —¿Milord?

      Había conseguido aparentar calma, pero tenía todo el licor que había consumido en la cabeza.

      La señorita Hill se había quitado el sencillo vestido de algodón que llevaba en el jardín y se había puesto algo rosa y de tejido vaporoso. Delgados mechones de cabello castaño se escapaban de la pequeña cofia de encaje que llevaba en la cabeza y le enmarcaban el rostro prestándole candor.

      ¡Demonio de mujer! ¡No quería excitarse al verla! Estaba enfadado con ella. ¿En qué diablos habría estado pensando para acudir al lugar que tanto detestaba?

      Su hijo. Había venido por su hijo.

      —Pase, señorita Hill.

      Ella se acercó con desconfianza.

      —Disculpe mi retraso, señor. Una vez terminada la siembra hemos necesitado lavarnos a conciencia.

      —Porque usted ha permitido que mis hijos se revuelquen en el barro —espetó, entornando los ojos.

      Ella se irguió.

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