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de ti, Aislin O’Reilly.

      –Mi nombre no se pronuncia Ass-lin, sino Aislin.

      Él estampó el libro en la mesa, sobresaltándola.

      –Afirmas que eres mi hermana, y quiero saber cosas respecto a ti –insistió–. Demuéstrame que lo eres.

      Aislin cruzó las piernas.

      –Yo no soy tu hermana. Tu hermana es Orla, mi hermanastra –replicó–. Estoy aquí en representación de sus intereses.

      Él frunció el ceño.

      –¿Tu hermanastra?

      –Sí, somos hijas de la misma madre –dijo la joven–. Y Orla y tú, del mismo padre.

      Dante se tranquilizó notablemente al saber que aquella maravilla de mujer no era sangre de su sangre, porque el simple movimiento de sus caderas lo volvía loco. Había admirado su cuerpo cuando bajaba por la escalera, y se había quedado helado al pensar que podía estar deseando a su hermana.

      –Ya, pero ¿dónde están las pruebas que lo demuestran?

      –Si esperas un momento, te las enseñaré.

      Aislin se levantó, entró en la pequeña cocina, abrió el bolso que había dejado en la encimera y sacó un sobre que le dio segundos después.

      –Es el certificado de nacimiento de Orla –anunció.

      Dante leyó el contenido del sobre. Efectivamente, era un certificado de nacimiento. Se había expedido veintisiete años antes, e incluía el nombre de los padres de la criatura: Sinead O’Reilly y Salvatore Moncada.

      Sin embargo, eso no probaba nada. Podía ser una falsificación, y también cabía la posibilidad de que la madre de Aislin hubiera mentido sobre la identidad del padre.

      Justo entonces, notó que el sobre contenía algo más: una fotografía.

      Dante, que no quería mirarla, la sacó a regañadientes. Era una joven con un bebé entre sus brazos; una joven y un bebé con un cabello tan rizado como el suyo y del mismo color, castaño oscuro.

      Pero esa no era la única coincidencia, porque los ojos de la mujer también tenían el mismo tono verde.

      DANTE se quedó tan pálido que Aislin casi sintió lástima de él. Sin embargo, ya tenía bastante con su propia turbación. Estaba tan nerviosa que, cuando alcanzó su taza de café, le temblaron las manos. Y no era para menos, teniendo en cuenta que la delicada situación podía terminar en un enfrentamiento de lo más desagradable.

      Si hubiera sido por ella, ni siquiera se habría tomado la molestia de viajar a Italia; pero se trataba de Orla, quien necesitaba el dinero para comprar una casa donde poder criar a Finn, porque el pequeño no era precisamente normal. Había estado varios meses en una incubadora y, aunque hubiera sobrevivido a sus complicaciones pulmonares, tenía secuelas que lo acompañarían el resto de su vida.

      Aislin, que quería a su sobrino con toda su alma, había intentado comunicarse con Dante; pero su abogado se interponía una y otra vez en su camino, y al final perdió la paciencia y tomó un avión a Sicilia para hablar con él en persona. ¿Quién le iba a decir que su servicio de seguridad le impediría verlo? Por eso había entrado en la casa de campo. Era la única forma de llamar su atención.

      Al cabo de unos momentos, Dante apartó la mirada de la fotografía y la clavó en sus ojos.

      –No sé nada de esta mujer –afirmó–. Mi padre tuvo muchas amantes y, por si eso fuera poco, siempre hay alguien que intenta pasar por hijo suyo para echar mano a nuestra fortuna. Y ahora vienes tú, me das esta foto y dices que…

      –Te digo la verdad –lo interrumpió ella–. Orla es tu hermana. El parecido no deja lugar a dudas.

      –Un parecido muy conveniente –replicó Dante.

      –¡Esto es cualquier cosa menos conveniente! –protestó Aislin.

      –Si fuera realmente mi hermana, ¿por qué ha esperado a que mi padre muriera? ¿Por qué no se presentó antes?

      –Porque no lo necesitaba. Tu padre pagó su manutención hasta que cumplió dieciocho años –contestó ella.

      Dante soltó un suspiro.

      –Sabes que comprobaré tu historia, ¿verdad?

      –Sí, lo sé, aunque no necesitarías comprobar nada si no hubieras reventado todos mis esfuerzos por hablar contigo. Tendrías todas las pruebas que puedas necesitar.

      –Discúlpame, pero no te creo. Mi padre solo reconoció a un hijo, yo. Nunca me dijo que tuviera una hermana.

      –Eso no es culpa de Orla.

      –¿Seguirá diciendo que es hermana mía cuando sepa que no queda nada de la herencia?

      –¡Si no queda nada, será porque tú has vendido todas las propiedades que te dejó!

      Él la miró con lástima.

      –Mi padre era ludópata. Lo vendió todo para poder pagar sus deudas de juego.

      –Oh, vamos, el abogado de Orla consiguió la lista de sus bienes –dijo Aislin–. Sé que sus propiedades valían millones. Pero Orla no es ambiciosa, solo quiere una pequeña parte. Y, si insistes en negársela, me quedaré aquí hasta que cambies de opinión.

      Dante estuvo a punto de reírse.

      –La ley está de mi lado. ¿Crees que te saldrás con la tuya por ocupar ilegalmente una casa?

      Ella lo miró con furia.

      –La ley defiende al ocupante cuando se trata de casas abandonadas.

      –Puede que en Irlanda, pero no en Sicilia –afirmó Dante–. Estás en mi propiedad, en mis tierras. Solo tengo que chasquear los dedos para que te saquen a rastras y te expulsen inmediatamente del país.

      –Inténtalo –lo desafió ella, levantándose del sillón–. Inténtalo y acudiré a los medios de comunicación. Estas no son tus tierras, sino las tierras de tu padre. Mi hermana solo quiere la parte de la herencia que le corresponde, y me ha concedido la autoridad necesaria para representar sus intereses.

      Aislin blandió la carta que Dante había dejado en la mesa. Pero, lejos de mirar el documento, él clavó la vista en sus lustrosas uñas y, a continuación, la pasó por sus voluptuosas caderas, su estrecha cintura y sus grandes senos, ocultos bajo el jersey. La encontraba tan atractiva que tuvo una erección, y se sintió tan incómodo que alcanzó su café en un intento de recobrar la compostura.

      Aquello era absurdo. Se jactaba de ser un hombre sensual, pero no había tenido una erección tan inapropiada desde que estaba en el instituto, cuando una de las profesoras se inclinó sobre su pupitre y él vio su escote.

      –¿Tu hermana ha vivido alguna vez en Sicilia?

      –No.

      Él dejó el café en la mesa.

      –Supongamos que estás en lo cierto y que mi padre tenía millones cuando murió. ¿Qué te hace pensar que Orla tendría derecho a una parte? Salvatore me nombró heredero único, y no reconoció jamás a tu hermana. Las cosas podrían ser diferentes si hubiera vivido en mi país, pero no lo ha hecho. Cualquier abogado de Sicilia le diría que no tiene ninguna oportunidad.

      Dante respiró hondo y añadió:

      –En cualquier caso, esa hipótesis carece de sentido, porque mi padre no dejó nada. La lista que tienes está desactualizada, Aislin; es de los bienes que tenía mi abuelo cuando falleció, y mi padre lo vendió casi todo.

      –¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de las tierras de Florencia y de esta casa? –contraatacó ella.

      –Que nunca fueron de mi padre. Mis abuelos me las dejaron a mí en

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