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sellos inspiraban tanta fidelidad como los grupos, a veces más, porque cabía esperar que los grupos del sello no solo fueran buenos, sino buenos en cierto sentido de la palabra. Era muy habitual ver a alguien con una camiseta de SST, pero pocos llevaban camisetas que tuvieran estampado «Columbia Records».

      Todo esto condujo a 1984, un año en el que se editó una avalancha de auténticos clásicos: Meat Puppets II, de Meat Puppets, Zen Arcade, de Hüsker Dü, Double Nickels on the Dime, de The Minutemen, Let It be, de The Replacements y un disco menor aunque no menos influyente de Black Flag, My War. Fue un annus mirabilis para el indie, alentado por el hecho de que, en ese momento, intérpretes como Kenny Loggins, Yes, Phil Collins y Lionel Richie copaban las listas mainstream. Era más que evidente que la mejor música rock del mundo se hacía en esa pequeña comunidad circunscrita.

      Y gracias a esa abundancia de grandes álbumes, ahora esa música llegaba a públicos, críticos y sellos discográficos mainstream. Un par de grupos clave desertaron hacia grandes sellos y, de pronto, se abrió la caja de Pandora. Algunos otros grupos clave intentaron valientemente preservar la autonomía de la escena, aunque solo estaban retrasando lo inevitable. Tal y como había ocurrido diez años antes, la industria musical de finales de los 80 intentaba salir del atolladero propinando un navajazo al punk rock. Sin embargo, en esta ocasión funcionó.

      Existen paralelismos interesantes entre el indie rock y el movimiento folk de principios de los 60. Ambos giraban en torno al purismo y la autenticidad, así como al idealismo sobre el poder de la música dentro de la cultura y la sociedad; ambos eran una reacción a épocas vacías y autocomplacientes, y a su ocio igualmente vacío y complaciente; ambos tenían raíces populistas, aunque, en última instancia, en sus filas militaban universitarios blancos de clase media. Pero mientras la música folk tenía un cariz ideológico explícito, el mensaje político del indie rock a menudo era más implícito. En ambos casos, la eventual popularidad de la música estropeaba su esencial autenticidad: el movimiento folk llegó a un simbólico fin con el herético concierto de Bob Dylan en el Festival Folk de Newport; el movimiento indie cambió para siempre cuando Nevermind alcanzó el número uno de las listas de Billboard.

      Y ambos tipos de música surgieron en momentos parecidos.

      —Los 80 fueron un poco como los 50: era una especie de etapa conservadora en que primaba el dinero, una etapa políticamente fea y republicana —cuenta el exbatería de Mission of Burma, Peter Prescott—, y generalmente eso significa que habrá un buen underground —añade con una risa—. Hay algo con lo que cabrearse como comunidad.

      Así pues, no es ninguna casualidad que los años gloriosos del movimiento indie norteamericano coincidan de forma tan precisa con la era Reagan-Bush.

      Como siempre, la música fue la primera forma artística en plasmar el descontento. El rock underground protestaba no solo con su sonido, sino con la forma como se grababa, comercializaba y distribuía. Y como el negocio musical es una de las manifestaciones más familiares, aunque mutables, del poder cultural que reconoce la juventud norteamericana, en un sentido más amplio, rebelarse contra los grandes sellos era una metáfora de rebelarse contra el sistema en general.

      En Washington D. C. los chicos se rebelaron contra el ambiente asfixiante y tedioso del Washington oficial, exacerbado por los habitantes conservadores de la Casa Blanca; en Mineápolis, estaban los inviernos opresivos y el igualmente opresivo estoicismo escandinavo; en Seattle, estaban los yuppies, la lluvia y, de nuevo, el viejo estoicismo escandinavo; en Los Ángeles, el ocioso sosiego californiano, la insoportable insulsez de los suburbios y el falso glamour propagado en platós de toda la ciudad; en Nueva York, estaban los malditos yuppies y la dificultad general de vivir en la que entonces era la ciudad más dura de Norteamérica; y en todo el país, cualquiera con dos dedos de frente se sentía decepcionado por la ignorancia generalizada que Ronald Reagan disfrazó como «Morning in America1».

      La radio era un ámbito clave para esta rebelión. Las fórmulas de FM, fuertemente controladas y en gran parte programadas por un grupito de empresas de consultoría, mantenían la nueva música alejada de la radio. La radio universitaria aprovechó esa brecha, proporcionando un conducto valioso. En ese momento, se podía hacer una buena promoción de los conciertos indie; también se podían publicitar adecuadamente los discos. La explotación corporativa de la new wave había demostrado que las grandes discográficas podían apropiarse del estilo musical punk, pero no podían apropiarse de la infraestructura punk: las escenas, los sellos, las emisoras de radio, los fanzines y las tiendas underground locales. Ellos, quizá más que en cualquier otro estilo musical, son el legado más duradero del punk.

      Lo más destacable es que el público era una parte tan importante del movimiento «hazlo tú mismo» como los grupos y los sellos. Claro está, los grupos estaban corriendo un gran riesgo al firmar por sellos diminutos, con poca capacidad, y estos sellos flirteaban constantemente con la bancarrota, pero el mayor salto de fe podría muy bien ser el que había dado el público. Se estaban enamorando de grupos que no se oían en la radio comercial y que jamás aparecerían en la portada de Rolling Stone. Tenían que superar toda una vida de formación para llegar al punto en el que pudieran creer que un grupo desaliñado y beodo de Mineápolis con un álbum titulado Let It Be era tan válido como el grupo que había utilizado ese título por primera vez. Se daban cuenta de que el magnífico grupo que había al final de la calle era tan digno como las superestrellas (y quizá incluso más digno). Y más importante todavía, para ver a los grandes grupos indie en directo no tenías que pagar veinticinco dólares ni llevar unos prismáticos. Y eso era ciertamente revolucionario.

      La diversidad musical underground significaba que no había ningún carro estilístico al que los medios pudieran subirse, de modo que el público que compraba discos debía encontrar cosas buscando grupo a grupo, en lugar de tragarse muchas tonterías sobre un «nuevo sonido». Este aspecto de investigación tendía a atraer a cierto tipo de personas: aquellos a quienes les gustaba escuchar pequeñas emisoras de radio situadas a la izquierda del dial que no tenían demasiada buena recepción, aquellos que buscaban el pequeño fanzine fotocopiado, aquellos que pasaban de ir a la megatienda de discos con el cartel iluminado y cruzaban toda la ciudad para ir hasta la pequeña tienda familiar que tenía el nuevo disco de Camper van Beethoven.

      El underground norteamericano de los ochenta adoptó el concepto radical de que, quizá, solo quizá, el material que nos ponían delante de las narices los omnipresentes medios mainstream no era necesariamente el mejor. Esta independencia de criterio, la determinación de ver más allá del brillo de la superficie y de pensar por uno mismo, chocaba frontalmente con la creciente complacencia, ignorancia y conformismo que sepultaban la nación como una mancha que se extendía rápidamente a lo largo de los 80.

      El movimiento indie era una recuperación de lo que siempre había sido el rock. El rock & roll pivotaba en torno a un conexión personal y fuerte con los grupos preferidos, pero esa conexión se había visto reducida al mínimo por la concepción de menor denominador común del pop, por no hablar de cosas como conciertos impersonales en estadios y la irrealidad de la MTV. Los grupos indie demostraban que no tenías que hacer ese tipo de cosas para establecer una conexión con el público. De hecho, podrías establecer una mayor conexión con tu público sin ellas.

      El rock de masas consistía en vivir a lo grande; el indie, en vivir de forma realista y estar orgulloso de ello. Los grupos indie no necesitaban presupuestos promocionales de millones de dólares ni múltiples cambios de vestuario. Lo único que necesitaban era creer en ellos mismos y que unos cuantos más también creyeran en ellos. No necesitabas ninguna gran corporación para financiarte, ni siquiera para demostrar que eras bueno. Se trataba de ver como una virtud lo que la mayoría veía como una limitación.

      The Minutemen lo llamaban «jamming econo». Y no solo podías jam econo (economizar) con tu grupo de rock, podías hacerlo en tu trabajo, en tus hábitos de compra, en todo tu estilo de vida. Podías llevar este enfoque particular a la música y aplicarlo en prácticamente todo lo que quisieras. Podías comprometerte únicamente contigo y con los valores y la gente que respetabas. Podías ocuparte de tu propia existencia. O como decían The Minutemen en una canción: «Nuestro grupo

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