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        Agradecimientos

      a Carlo y a Juan Pablo, con quienes me hice lector

      a Corea Torres, porque nos prestaba los libros

      “Χαχαχαχα” y “χιχιχι” son las dos formas onomatopéyicas de la risa en griego antiguo; creo que se mantienen así en el contemporáneo.

      Por algún sitio tenía que empezar, aunque se me ocurre que sería mejor buscar el principio. ¿Cuál es el inicio de esta historia?

      Ernst Robert Curtius heredó, siendo muy pequeño, una inmensa fortuna. De su abuelo el arqueólogo: su pasión por la historia; de su tío el filólogo: su inclinación por la literatura, y de su padre —director de una iglesia luterana—: su alto sentido espiritual.

      Gelos es risa en griego: γελως; proviene del verbo γελαω, que es reír, y según el Diccionario etimológico comparte raíz con sustantivos fulgurantes como brillo y centella. De aquí emanan los términos aún corrientes de agelasta —el que no ríe nunca— y uno particularmente popular: geloterapia, curación por medio de la risa.

      “El hombre”, dice Aristóteles, “es el único de los animales que ríe”.

      En algún punto del siglo ᴠɪɪɪ a.C., Licurgo, el mítico legislador de Esparta, mandó edificar una escultura de Gelos, el dios de la Risa. Nadie sabe cómo era, se ignora cuál era exactamente su función y cómo se le rendía culto, pero me siento con la obligación moral de averiguarlo. Aunque se encuentra sin duda en la esfera más baja de la jerarquía divina —debe tratarse de un espíritu, un genio o un daimon— esa estatua se me ha convertido en una especie de fetiche, un amuleto que irradia un poder misterioso. Sospecho que sólo hallándola podré alcanzar la resignación.

      Werner Wilhelm Jaeger nació en Lobberich, Prusia, un pueblito ubicado en la región de Renania del Norte-Westfalia. Hijo único de un matrimonio modesto y trabajador, y nieto de una pareja culta y bien educada, el joven Werner intentó conciliar en su disciplina el pragmatismo de sus padres con la sensibilidad de sus abuelos.

      Según una antigua tradición gnóstica, el cosmos fue creado por una carcajada divina. Eso dice uno de los “papiros de Leiden”, un documento griego-egipcio datado alrededor del siglo ɪɪɪ d.C. Se trata de un texto sagrado donde un demiurgo, después de alabar al dios del Sol, aplaude tres veces y luego ríe siete —“χαχαχαχαχαχαχα”—, acto con el que engendra a los siete dioses “que abarcan el Todo”. Ellos son Fos Auge (Luz Brillo), Hydor (Agua), Nus o Hermes (Mente), Genna (Generación), Moira (Destino), Cairós (Oportunidad) y Psique (Alma). Cuando termina su Génesis, el creador le dice a Psique: “Todas las cosas pondrás en movimiento, todas las cosas se llenarán de alegría cuando Hermes te acompañe”, y fue así que “todas las cosas se movieron y se llenaron de aliento divino de manera incontenible”. Si para los gnósticos la vida surgía de la risa, ¿era alegre por consecuencia? ¿De qué forma se extingue una religión tan atractiva?

      Me reencontré con la estatua hace unos meses; apareció, como un fantasma, en la “Noche” del “Séptimo día” de El nombre de la rosa. Durante el último alegato entre Jorge de Burgos y Guillermo de Baskerville, aquel sobre la naturaleza humana o demónica de la risa, de Burgos advierte: “Si algún día alguien pudiese decir (y ser escuchado) ‘Me río de la Encarnación…’ , no tendríamos armas para detener la blasfemia”. Entonces fray Guillermo recurre a la autoridad clásica para rebatirlo: “Licurgo hizo erigir una estatua de la risa”, pero el otro parece minimizar su argumento: “Eso lo leíste en el libelo de Cloricio, que trató de absolver a los mimos de la acusación de impiedad y mencionó el caso de un enfermo curado por un médico que lo había ayudado a reír”.

      Desde entonces he querido dar con Cloricio y su libelo, sin conseguirlo. No queda rastro suyo en las enciclopedias, se le ha omitido de cualquier índice bibliográfico e, incluso, el único resultado que arroja mi búsqueda en internet es el párrafo aludido. Es como si Umberto Eco lo hubiera traspapelado para la posteridad atribuyéndoselo a un autor ficticio, y, siguiendo las enseñanzas de su propio villano, no nos dejara leer documento tan esotérico. Pero ahora sufro una urgencia inédita por entender lo que para cualquiera se limita a un asunto curioso o casi pintoresco. A falta de la fuente de fray Guillermo exploro con ansiedad sendas aledañas.

      Habiendo dicho esto, dio tres palmadas y el dios se rio siete veces: ja ja ja ja ja ja ja. Y, al reírse, fueron engendrados siete dioses, los que abarcan el Todo; pues estos son los que aparecieron primero.

      Cuando él se rio por primera vez, apareció Fos (Luz) Auge (Brillo) y separó el Todo. Y nació como dios sobre el cosmos y sobre el fuego […].

      Y se rio por segunda vez y todo fue agua, y la tierra al oír el eco y ver a Brillo se quedó atónita y se encorvó, y el agua se dividió en tres partes y apareció un dios y fue puesto sobre el abismo. Y, por esto, el agua sin él no crece ni mengua […].

      Y cuando quiso reírse por tercera vez, apareció a través de la furia el dios Nus (Mente) sosteniendo un corazón; y recibió el nombre de Hermes, por quien todo se interpreta. Se encuentra sobre el Pensamiento con el que todo se entiende […].

      Y se rio el dios por cuarta vez, y apareció Genna (Generación) que es dominio sobre la semilla del todo, por quien fue sembrado todo cuanto existe […].

      Y se rio por quinta vez y se entristeció al reírse, y apareció Moira (Destino) con una balanza significando que la justicia está en ella […].

      Riose por sexta vez y se alegró mucho. Y apareció Cairós (Oportunidad) sosteniendo un cetro que simboliza la realeza, y entregó el cetro al primer dios creado […].

      Se rio por séptima vez entre jadeos y nació Psique (Alma), y todo se puso en movimiento. El dios dijo: “Todas las cosas pondrás en movimiento, todas las cosas se llenarán de alegría cuando Hermes te acompañe”.

      Cuando el dios dijo esto, todas las cosas se movieron y se llenaron de aliento divino de manera incontenible.

      (Papiro de Leiden, J, 395.)

      Toda piedra tallada es poderosa; el primer cuchillo guarda un misterio, la primera punta de lanza. Darle forma a un mineral tiene algo de sacrílego, atenta contra la naturaleza pero al mismo tiempo nos permite tener acceso a la divinidad. Tengo la impresión de que este hechizo se perpetúa en las lápidas de los cementerios: grabar nuestro nombre en la piedra como una forma de inmortalidad, una última apuesta por la trascendencia. Por ello cualquier escultura es en esencia mágica: conforma una realidad paralela donde lo esculpido deja de ser roca y se transforma en algo más, en algo esencialmente sagrado.

      Nadie sabe en qué época vivió Licurgo, si acaso lo hizo. Historiadores antiguos lo situaban cercano al siglo ix, pero las evidencias arqueológicas discrepan. Proponen que tal vez haya existido unos cien años más tarde, a principios de los setecientos antes de Cristo.

      La tradición dicta que Licurgo fue el creador del estado espartano y el responsable de convertir a los laconios en una temida potencia bélica. Esto lo hizo bajo los auspicios del oráculo de Delfos, quien le aseguró que el pueblo gobernado con sus leyes sería célebre en la posteridad. Cuando finalmente culminó con su reforma política, Licurgo decidió volver con el oráculo y llevarle un agradecimiento en forma de tributo. Antes de partir les hizo prometer a todos los espartanos que guardarían sus leyes hasta que él volviera; le fueron fieles siempre porque nunca regresó.

      Una parte de su leyenda, una parte minúscula en realidad, es la que me interesa: la que le atribuye haber erigido una efigie al dios de la Risa. Plutarco, autor del recuento más pormenorizado de su vida y obra, dice que en efecto lo hizo. “Ni siquiera el propio Licurgo era descomedidamente severo”, señala, “por el contrario, refiere Sosibio que aquél erigió la estatuilla

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